El silencio excesivo es temible. Pero el ruido no es menos amenazador. Al contrario: es una de las formas de contaminación más insidiosas, pues podemos acostumbrarnos a él
Hay silencios atronadores: el que prosigue a una pregunta vital, el que castiga al chiste inoportuno o incomprendido, el que se extiende al apagarse el eco del amor no correspondido. Y se ha demostrado que la experiencia de permanecer demasiado tiempo en una cámara anecoica, en la que ningún sonido pueda percibirse —a lo sumo el estruendo de la propia circulación de la sangre o los estampidos del corazón—, puede llegar a ser peligrosa: el silencio excesivo es temible.
Pero el ruido no es menos amenazador. Al contrario: es una de las formas de contaminación más insidiosas, pues podemos acostumbrarnos a él. (O creemos que podemos acostumbrarnos, lo que es quizá peor.) Pero, además de los estrépitos que revientan todo el tiempo a nuestro lado, están otras formas del ruido igualmente malévolas: las informaciones falsas que impiden la conversación pública, por ejemplo, o los altos volúmenes que la estupidez sabe alcanzar para aturdirnos.
Ante el ruido, por eso, no hay que hacer oídos sordos. Mejor estar en guardia para quedar fuera de su alcance. m.
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