¿Cómo pasar del ruido a la música interior?
Luis Orlando Pérez Jiménez – Edición 462
Aceptar las desarmonías y convertirlas en música nos permitirá escuchar mejor a los demás. Un espíritu que va mejorando su capacidad de escuchar es un espíritu que va creciendo en su capacidad de aceptar a los otros
En cada ser humano existe un modo de ser espiritual. Cuando digo espiritual, me refiero a la capacidad que tenemos de ir más allá de nosotros mismos. Lo espiritual es la habilidad de vivir por propósitos más grandes que nuestra pequeñez. Y, como toda habilidad, ésta también necesita ejercicios para desarrollarse de mejor manera. Uno de ellos es aprender a escuchar.
Un primer ejercicio es hacer conscientes los ruidos interiores. Y una forma de detectarlos consiste en revisar el modo como nos estamos relacionando con nuestros amigos, las compañeras de la universidad o las amigas del trabajo. Aquello que me afecta es seguramente un ruido que necesito afinar para poder escuchar bien. No se trata de quitar el ruido, sino de transformar ese ruido en un sonido armónico. Llevar un registro diario de eso que hago consciente, para después poder examinarlo con detenimiento, es parte del ejercicio.
Así pues, aceptar las desarmonías y convertirlas en música nos permitirá escuchar mejor a los demás. Un espíritu que va mejorando su capacidad de escuchar es un espíritu que va creciendo en su capacidad de aceptar a los otros como las personas son. No les exige que sean de otra forma, sino que comienza a recibir de mejor manera aquello que los demás le aportan. Por ello, decimos que aprender a escuchar es reconocer que la vida del otro vale por lo que es y no por lo que hace.
Asimismo, el espíritu que habita en cada ser humano es como una guitarra que necesita ser afinada. Y para ello es necesario educar el oído a recibir la música en diversas escalas, aprendizaje que requiere constancia y dedicación. A su vez, es un proceso de abandono en algo más grande que uno mismo. La gran aliada de este camino es la Ruaj, el viento de Dios que sopla donde quiere y que se regala como una voz que acompaña: “Tan sólo escuchas su rumor, nunca sabrás de dónde viene, nunca sabrás a dónde va”.
Por ello, desde la espiritualidad ignaciana se puede decir que es posible equilibrar aquello que nos afecta de manera negativa. Los afectos, en este caso, se asemejan a los ruidos interiores que necesitan ser armonizados. Es decir, no se trata de quitar nuestros afectos, sino de reconocerlos y de orientarlos al servicio de la vida que compartimos con los demás. Orientarlos implica ciertas condiciones elementales. Una de ellas es el silencio en la vida ordinaria. El silencio sirve de amplificador de eso que nos pasa.
De ahí que encontrar un espacio físico en el cual podamos recibir el silencio, lugar donde habita el viento de Dios, es parte integral del ejercicio de convertir el ruido en notas afinadas. Tener momentos de silencio diarios nos permite reconocer el amor que nos rodea y nos ayuda a captar de mejor manera la sinfonía grandiosa que es la vida. m.