Por más que digan que los mexicanos nos burlamos de la muerte, nuestra comprensión cotidiana del fin de esta vida no se diferencia mucho de la que pueda tener todo habitante de cualquier punto del planeta.
El lugar común quiere que los mexicanos estemos siempre de fiesta con la muerte. Y aunque esa camaradería, mezcla de temor e insolencia, acaso funcione óptimamente para un apresurado resumen folclórico de nuestra idiosincrasia —si es que tal cosa existe—, nuestra comprensión cotidiana del fin de esta vida no se diferencia mucho de la que pueda tener todo habitante de cualquier punto del planeta: una comprensión precaria, hecha de perplejidad e indefensión, de rechazo e incertidumbre, de resignación y horror. Sabemos, como todos, que hemos de morirnos; como todos, difícilmente estamos dispuestos a aceptarlo.
Más leal que nuestra sombra, la muerte está a nuestro lado desde el alumbramiento. ¿Y qué hacer mientras llega el momento de que culmine cuanto habremos sido? “Piensa en tu muerte a fondo, intensamente, hasta las últimas consecuencias”, aconsejó una vez el médico ensayista Francisco González Crussí, “dedícale todo el tiempo que haga falta a decidir cómo será y qué ocurrirá después. Luego, olvídate del tema y no vuelvas a pensar nunca más en él”.