El cementerio ilustrado: tradición que se niega a morir
Cuahtémoc del Regil – Edición 436
Los cementerios, que en el sentido moderno son relativamente recientes pues son producto de la cultura de la Ilustración, suelen contener un concepto religioso y sintetizan, en cada religión, las formas superestructurales de entender la muerte.
En cada cultura, el manejo del espacio para la muerte adopta formas y símbolos muy importantes en la arquitectura. Es campo propicio —quizás más que ningún otro— de lo que se ha denominado (entre otros teóricos, por Enrique del Moral) la expresión de la integración plástica: en el tema del cementerio conviven el urbanismo (la ciudad de los vivos y la de los muertos), la arquitectura, la escultura, la pintura y diversas artes decorativas (herrería, carpintería, cerámica), creando formas que representan distintos modos de entender y concebir la vida y, por supuesto, la muerte.
Cada religión suscribe su propio manejo de ese camino final; algunas pretenden eternizarlo, hacer presente secularmente a quien ha muerto, como en Egipto; otras sólo permiten la cremación, o la prefieren a otras formas de conservar la memoria, y la minimizan —como en muchos cementerios norteamericanos—, mientras que otras la desacralizan. En el México contemporáneo, donde la tradición de muertos ha tenido una fuerza cultural de enorme importancia desde épocas prehispánicas, las manifestaciones plásticas que conmemoran a la muerte han sido notables; sin embargo, la realidad de la muerte toca hoy otros extremos, otras realidades y sentidos que quizás, muy pronto, transformen la semántica del concepto hasta hoy vigente. Hemos vivido en los últimos años un gran olor a muerte. Quizás pronto deba cambiarse el sentido a ese hecho fatal de la vida, o seguir por los viejos caminos de siempre, porque, al final, aunque todos los muertos son iguales, los hay que no lo son tanto.
Los cementerios, que en el sentido moderno son relativamente recientes[1] pues son producto de la cultura de la Ilustración, suelen contener un concepto religioso y sintetizan, en cada religión, las formas superestructurales de entender la muerte. Del famoso Père-Lachaise, en París, al Panteón de Belén, en Guadalajara; del desaparecido cementerio de Los Ángeles, también en esta ciudad, al de San Fernando, en la Ciudad de México, y del parisino Montparnasse al tapatío Mezquitán, cada uno materializa esos momentos expresivos plásticos que contiene y cuya expresión se asigna a las formas mortales, las tumbas, las criptas, las lápidas mortuorias, las cruces o los obeliscos.
En nuestro país, los cementerios indígenas o los de los pueblos se visten de una riqueza enorme, de profundas raíces, donde el sincretismo se hace presente con colores, luces, sombras y paisajes únicos.
Pero, ¿cuál es desde la perspectiva contemporánea el espacio arquitectónico de la muerte?
Los más famosos cementerios del mundo occidental judeocristiano parten de los conceptos funerarios de la Ilustración y la Revolución francesa: espacios que se despojan del halo eminentemente religioso para convertirse en espacios ecuménicos y, sobre todo, son laicos. Los nuevos conceptos de sanidad de los siglos XVIII y XIX establecieron como premisa el abandono de la práctica malsana de sepultar cadáveres en los templos y conventos, para ubicarse mejor en sitios especializados, controlados por el Estado y destinados a la memoria. Es el caso de Père-Lachaise o de Montparnasse, en París, cuyos conceptos modernos despojan al espacio mortuorio del lugar lúgubre y triste, asociado indisolublemente a espacios religiosos, para convertirse en sitios solemnes y apacibles, que pueden visitarse por propios y extraños y no necesariamente tienen un carácter religioso, al menos no en forma evidente: son remansos de paz en la ciudad de los vivos.
Desde entonces, este tipo de cementerio, autoría del arquitecto Théodore Brogniart, amigo de Napoleón, fue el modelo en muchas otras partes del mundo; incluso el famoso Highgate londinense le sigue —en otro sentido, más inglés, pero atendiendo al espacio diáfano moderno para la morada final. Estos prototipos se reprodujeron en forma notable en casi todo el mundo occidental, claro, con sus propios recursos y sus propias variantes. Pero, en general, la estética de los cementerios a partir de entonces quedó bien establecida. En la medida en que se hicieron republicanos, los países adoptaron la forma francesa del cementerio para expandirla universalmente.
El cementerio francés incluía ya variantes democráticas de sepulcros, desde la más sencilla lápida —el columbario, es decir, un “multifamiliar” de muertos—, pasando por la tumba pequeña y desde luego la cripta familiar, hasta llegar al mausoleo y al cenotafio. En ese sentido, las posibilidades formales para cada uno de los ilustres o desconocidos inquilinos se desarrollaron con gran creatividad y exhibición de recursos, con portentosos mausoleos que rivalizaban entre sí y riquísimos conceptos artísticos que marcan el paso de los tiempos y la memoria de sus eternos huéspedes.
Los más famosos panteones siguieron la tipología de los primeros ejemplos franceses; habría una larga lista que es imposible incluir aquí, pero, además de los referidos, no se puede dejar de mencionar a los que nos parecen entrañables o famosos, como el Cementerio Colón de La Habana, el Panteón Francés o el de Dolores en la Ciudad de México, el Cementerio Judío de Praga (ampliamente referido en la más reciente novela de Umberto Eco, y que no entraría en el tipo ilustrado), entre muchos más.
En Guadalajara, los cementerios más antiguos funcionaron en la Catedral y en templos y conventos hasta la llegada de la República Independiente, cuando se construyen los cementerios de Los Ángeles (1829), demolido en 1930, y Santa Paula o Belén (1848-1850)[2], amén de muchos otros que irían a ver la luz en pocos decenios ante las “epidemias de muerte” del siglo XIX. El de Belén es el segundo gran cementerio que atiende a un concepto racional del espacio funerario; fue diseñado por el arquitecto Manuel Gómez Ibarra dentro del mismo cuadrángulo del Hospital Real de San Miguel de Belén (construido entre 1787 y 1792), aunque ahí mismo existió otro en el proyecto original (1757), llamado “Camposanto de la Convalecencia”, es decir, un espacio para sepultar a los que no sobrevivían a los tratamientos en el hospital. Con ese proyecto urbano virreinal, eminentemente ilustrado y pionero en toda América, se hace más evidente la gran visión moderna de entonces, ya que el hospital, en su conjunto, ha servido por más de dos siglos.
En el Cementerio de Belén o Santa Paula, de Manuel Gómez Ibarra (1848), se concibe no sólo el espacio ceremonial, con una capilla anexa, sino también todos los servicios y diversos manejos de los muertos, con columbarios o gavetarios, lotes para lápidas simples, para mausoleos o criptas hipogeas y el gran mausoleo central que alberga a los personajes célebres de la ciudad. Contaba con una sección de segunda clase, a la que se llegaba por una gran portada que aún existe, en el eje central del conjunto, al oriente. Lo relevante del cementerio es su diseño, en el cual, a partir de un cuadrángulo integrado dentro de la gran manzana del hospital, se resuelven un trayecto y secuencia que permiten que el entorno fluya en forma tal que el visitante respire la paz del cementerio, tal como es obligado para el concepto del último reposo. En su integración urbana es perfecto en tanto que hay una conexión clara entre la agitada vida cotidiana de los vivos y el interior aislado, de los muertos.
¿Cómo abordar hoy el tema plástico arquitectónico de la muerte? ¿De qué manera habrá de concebirse en la realidad actual ese hecho? No parece haber respuesta inmediata, ni certera, respecto a nuevas formas —aparte de excentricidades como comprar un cohete que envíe el cuerpo (o las cenizas) al espacio, o la congelación elegida por Walt Disney para conservarse y poder revivir cuando sea posible. La muerte es un hecho único, y como tal requiere soluciones únicas que las sociedades han decidido a su manera y bajo sus ritos. Quizás la fuerza de la tradición pese más que las novedosas creaciones. El diseño para la muerte sigue refiriéndose a las cruces o las estrellas, a los nombres escritos con la fecha de nacimiento y muerte, y pocas (o ninguna) son las otras formas que exige el deceso del cuerpo más allá de lo estrictamente necesario. Algunas tendencias marcan la preferencia por el minimalismo; otras, en cambio, por el modelo clásico, e incluso por el kitsch.
Père Lachaise Cemetery. Foto: Flickr/Nicolas P. Tschopp
Los arquitectos contemporáneos han incursionado poco en ese tema, no obstante que representa un campo muy propicio para la especulación creativa y posee gran simbolismo. Sin embargo, existen proyectos muy interesantes dentro del movimiento posmoderno, que evocan el sentido clásico pero con nuevos significados. Es el caso, por ejemplo, de la ampliación (1971) del Cementerio de San Cataldo, en Módena, de Aldo Rossi, aún inconcluso. El concepto de Rossi es la referencia a un discurso con una visión contemporánea, con referencias a las imágenes del movimiento metafísico de Giorgio De Chirico y a lo clásico en la arquitectura.
O el caso del cementerio de Fisterra (2002), del arquitecto César Portela, en La Coruña, España: un grupo de grandes cajas aisladas de concreto que contienen gavetas y está ubicado frente al mar, en una colina inclinada —y que nunca nadie se ha decidido a “habitarlo”, pues los potenciales usuarios siguen prefiriendo el antiguo cementerio de la localidad.
Tal vez la fuerza de la tradición funeraria occidental tenga un peso demasiado fuerte frente a las nuevas tendencias; la muerte no tiene nada de novedoso, pero la arquitectura sí, y eso aún está por definirse en esta segunda década del siglo XXI que se resiste a cambiar los contenidos simbólicos de la muerte.
A continuación, tres ejemplos de espacios funerarios
La modernidad pintoresca. Cementerio de Concepción de Buenos Aires, Jalisco
El cementerio de Concepción de Buenos Aires, Jalisco, adquiere, bajo el proyecto del arquitecto Rafael Urzúa, en 1942,[3] una nueva imagen que lo hace uno de los más notorios del estado en cuanto a la integración de conceptos modernos dentro de un pueblo serrano tradicional y pequeño, ubicado en la Sierra del Tigre.
Urzúa diseña y construye este cementerio bajo los principios del llamado movimiento moderno de la arquitectura en su versión regionalista; él había sido, junto con Luis Barragán, uno de los arquitectos de la primera mitad del siglo XX cuyos proyectos incorporaban elementos formales tradicionales o regionalistas empleando sistemas constructivos nuevos. En la fachada hay una gran cruz en relieve, de sencillez geométrica, sobre el muro frontal del cementerio y que domina el pórtico; bajo el brazo derecho de la cruz, la puerta de acceso filtra al visitante a la paz interior del camposanto, estructurado en forma axial por un sendero dividido a la mitad por una pequeña plazoleta en forma de rombo con una fuente y unas pérgolas a cada lado. Al final de ese eje vertebral, otra pequeña plazoleta sirve de acceso a una capilla muy graciosa. El cementerio se divide en cuatro campos en donde se colocaron las tumbas, algunas de ellas de la autoría del propio Urzúa, pero lo notable es que su manejo ambiental es de gran apacibilidad, aderezado por olores que la pérgola, cargada de floripondios, esparce por todo el camposanto. Pocos espacios funerarios como éste logran contener lo que sólo se consigue con un sentido práctico pero con principios estéticos simples, sintetizando la tradición y la modernidad que en la mitad del siglo XX se desplegaba con gran vuelo.
Otro aspecto relevantes es, sin duda, la gran economía de la construcción, puesto que el uso de materiales tradicionales regionales y los modernos se sintetizan muy bien.
Pocos cementerios modernos logran con un lenguaje tan sencillo, pero al mismo tiempo amable y apacible, el carácter de intimidad y meditación. Es quizás la manera de ordenar los campos en torno al eje central lo que emparienta a este sitio con otros de su tipo, pero el efecto final es de un resultado realmente excepcional.
Nuevas y viejas formas de usar el más allá
En el Panteón de Belén, llamado también de Santa Paula, existe un mausoleo familiar que bien sirve para ilustrar el tema de las criptas hipogeas de muchos cementerios que se construyeron en México y en Europa. Se trata del mausoleo de la familia Uribe. No abordaremos el aspecto histórico del monumento, pero sí el concepto de diseño empleado en él, dada su relevancia. No hemos podido saber con exactitud quién es el autor del proyecto ni la fecha de construcción, pero existen datos que nos permiten ubicar ésta hacia 1895, tiempo en que estaban activos varios arquitectos de reconocida capacidad en Guadalajara.
Se trata de un mausoleo familiar con características formales del eclecticismo que por entonces dominaba la escena de la arquitectura: mezclas de estilos clásicos y recreaciones de otros que, combinadas, impedían una definición precisa, algo que estaba muy de moda a fines del siglo. Sus cuatro fachadas presentan tres pórticos con tímpanos rematados por cornisas, y la cuarta, de gran sencillez, al norte, es la más austera en tanto que sirve de soporte al altar interior. La superficie presenta un almohadillado que asciende por encima de los pórticos adelantados y, ascendiendo poco más, se remata con otra cornisa y una especie de techo en forma de prisma triangular en gajos, todo en piedra gris aparente y hueco por dentro. El uso del terreno en los cementerios empezaba a marcar las diferencias con la ciudad, más holgada que los cementerios que, como éste, comenzaban a verse saturados. Así, el proyecto del mausoleo consiste en una cripta que ocupa muy poco espacio en superficie, pero de gran capacidad para albergar huéspedes e impresionar. Los ataúdes se colocaban en nichos subterráneos hechos a propósito y que además hacen las funciones de cimentación del monumento que está en la superficie: la forma del cimiento se eleva para dar lugar a las caras visibles del mausoleo.
Tiene un poco más de 25 metros cuadrados de ocupación del suelo pero, inteligentemente bien diseñado, alberga bajo la superficie de la construcción 28 espacios para sarcófagos. En la planta de acceso, a pocos centímetros sobre el nivel original del piso del cementerio, se encuentra un oratorio o pequeño altar católico, decorado en la sobria tradición neoclásica; en el piso de mármol se ubicaba también una puerta de madera que da acceso a la cripta, a la que se llega por una escalera que desciende en dos rampas hasta cerca de tres metros bajo el nivel de la capilla. En ese espacio subterráneo en tres de sus cuatro lados se localizan ocho gavetas que permiten el mismo número de ocupantes de la familia, más cuatro que se localizan próximos a la escalera.
Vemos aquí una solución interesante en cuanto al ahorro de espacio dentro de un mausoleo en un cementerio tapatío. Es verdad que no sólo aquí se llevaba a la práctica ese método: el origen de ese diseño lo podemos encontrar en la Ciudad de México, pero tiene sus antecedentes (con variantes particulares) tanto en Francia e Inglaterra como en España e Italia.
Un panteón perdido en Guadalajara.
No podemos dejar de mencionar el Cementerio del Sur o Panteón Jardín de Guadalajara (1982)[4], del arquitecto Fernando González Gortázar que, no obstante su concepto moderno, ha resultado ser un ejemplo fallido de cementerio contemporáneo, en tanto que quedó inconcluso y presentó diversos problemas de mantenimiento y uso debido a las dificultades del terreno; por desgracia a lo anterior se suma su ubicación, que lo hace pertenecer a esos sitios de la ciudad que nadie conoce.
El proyecto original quedó inconcluso. Una escultura a manera de zigurat acompañaba el ingreso y un largo muro que se elevaba del suelo en forma audaz hacía del acceso algo novedoso, por su manejo escultórico, al que es muy afecto el autor. Aparte de estos aspectos, poco nuevo hay en él, como no sea el trazo de los caminos arbolados ondulantes. Los conceptos de empleo del espacio y siembra de las tumbas se atienen a la misma tradición del resto de los cementerios, no obstante que está ubicado en la ladera de un cerro que permite una secuencia serpenteante que modifica notablemente la tradición local —pero, como se ve, nada nuevo. Rodeado por la urbanización en forma poco adecuada, el resultado difiere enormemente de lo que los otros cementerios de la ciudad sí lograron integrándose en el contexto urbano, como debe ser.
González Gortázar, a pesar de ser un notable arquitecto y escultor, no logra aquí un tema nuevo, o por lo menos digno de llegar a ser memorable dentro de sus trabajos. Es verdad que la obra quedó inconclusa y fue destruida y alterada en gran parte, pero parece que la elección del sitio jugó un papel definitivo: el resultado fue que envejeció mucho antes de ser joven.
Tal vez la tradición funeraria ha perdido fuerza en la cultura contemporánea sustituida por otras formas de depositar o tratar la muerte en la sociedad actual; ello nos lleva a reflexionar si en verdad hay un agotamiento del modelo, o si a través de la arquitectura funeraria nos estamos enterando de que pronto llegará un cambio. Serviría reflexionar en torno a ello, ya que a pesar del uso cotidiano de los espacios para la muerte, en Jalisco no tenemos aún uno que simbolice el nuevo siglo. Los nuevos modelos no han llegado aún a concretarse, pero pocas novedades podemos esperar a partir de un hecho irremediable, único e invariable que forma parte del ciclo de la vida. m
[1] En 1787, la Real Orden de Carlos III del 3 de abril, prohibía los entierros en el interior de las iglesias, lo que aceleraría la construcción de necrópolis en las afueras de las ciudades; la orden se extendió a las colonias: Andrés Martínez Medina, “Del hospital al balneario, arquitectura para tratar y prevenir enfermedades”, en Turisme, Gastronomía, Oci i Salut als municipis valencians: Una perspectiva Histórica (Seminari dÉstudis sobre la Ciéncia, Ayuntamiento de San Vicent de Raspeig, Valencia, 2012, p. 65).
[2] Ver la introducción de Lucía Arévalo Vargas en Epigrafía del Panteón de Belén, de Ramiro Villaseñor y Villaseñor. uned, Guadalajara, 1985, p. 12).
[3] Rafael Urzúa, arquitecto, de Juan Lanzagorta Vallín. Ágata / iteso / Secretaría d Cultura del Estado de Jalisco, Guadalajara, 2000, p. 170.
[4] Fernando González Gortázar, de Antonio Riggen Martínez. Monografías de arquitectos del siglo xx, Gobierno del Estado de Jalisco / Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2005, pp. 156-158.