¿Se puede vivir sin tener nación? Y, si no es así, ¿cuáles son los sentidos mejores que puede darle a nuestras vidas la nación a la que pertenecemos?
En principio, la impone la nacencia, y en ese sentido es una fatalidad: uno no elige en qué nación comenzará a tomar forma su identidad. Pero, más adelante, el propio criterio tendría que permitir el refrendo de esa pertenencia. O renunciar a ella. Lo más frecuente, sin embargo, es que permanezcamos sujetos a lo que decidió el azar, y la sujeción van reforzándola los vínculos que sostenemos con quienes la comparten. De ahí que la celebremos en ocasiones de júbilo (un gol de la Selección o el triunfo de un compatriota, pero también cualquier indicio fiable de prosperidad nacional, o la recordación de los tiempos mejores, por ejemplo), o bien que acentúe todo dolor que califique como patrio.
Porque es una noción incrustada en lo que somos, no es raro que desemboque en excesos injustificables: la exacerbación de los nacionalismos. ¿Se puede vivir sin tener nación? Y, si no es así, ¿cuáles son los sentidos mejores que puede darle a nuestras vidas la nación a la que pertenecemos? .