Si incluso se han desatado guerras por su causa, como es bien sabido que ocurrió en Troya, no parece posible que haya zonas de la experiencia humana inaccesibles a la búsqueda de la belleza.
Toda cultura dispone de parámetros más o menos inamovibles para decidir qué es bello y qué no, principalmente en razón de ciertos ideales de perfección formal —armonía, equilibrio, sencillez—, pero también según el deleite de los sentidos y el regocijo del espíritu en la contemplación. Sin embargo, dada la subjetividad que impregna todas sus manifestaciones, la belleza también es reacia a sujetarse a normas y consensos. “En toda belleza extrema hay cierta anomalía en la proporción”, observó Francis Bacon: de ahí que acaso también cuente como factor imprescindible cierto grado de extrañeza o de enigma cuando nos hallamos frente a ella.
Si incluso se han desatado guerras por su causa, como es bien sabido que ocurrió en Troya, no parece posible que haya zonas de la experiencia humana inaccesibles a la búsqueda de la belleza. En la ocurrencia de lo cotidiano, así como en las hazañas de la imaginación y la inteligencia, vamos incesantemente en pos de ella: es indispensable en nuestras vidas —aunque, como también es bien sabido, cantó alguien: “Hasta la belleza cansa”. m