La belleza y el dolor
Joaquín Peón Íñiguez – Edición 434
A veces para apreciar la belleza hay que entenderla más allá de la moral y, de preferencia, no significarla.
La belleza, fuera de los márgenes de la convención, más allá de los esclarecimientos matemáticos y la filosofía que la hermana con la fealdad o lo grotesco, es hiriente, mantiene una relación íntima con el dolor. Esto se muestra a primera instancia en la naturaleza, por ejemplo, en la mantis seduciendo a su pareja antes de decapitarla, o en los acónitos, flores esplendorosas y envenenadas.
O en el Cónsul, protagonista de Bajo el volcán, un inglés hiperestésico que llega a vivir a Cuernavaca en los años treinta, y se pasa la novela dialogando con sus demonios mientras camina ebrio rumbo a barrancas y cantinas, a través del delirium tremens y la lluvia, deteniéndose para atender el andar de los insectos y el canto de los pájaros, conforme se interna vertiginosamente en el paisaje y en su dolor. “¿Cómo esperas comprender, a menos que bebas como yo, la hermosura de una anciana de Tarasco que juega al dominó a las siete de la mañana?”, le dice a su esposa, quien no se había percatado de la vieja —ni del polluelo que llevaba atado al dedo con un cordel—. La sensibilidad del Cónsul hacia la belleza lo hirió fatalmente. Entenderla, saberla inasible y finita —tras advertir su propia muerte—, degenera en melancólico tormento. Y a pesar de ello, le queda el consuelo de haberla poseído gloriosamente, por instantes.
Por eso, como dicen algunos y como me recuerda —con todo y spoiler— el sexto capítulo del Decálogo de Kieslowski: la belleza mejor ni tocarla. En dicho filme un empleado postal, un joven dado al voyeurismo, se enamora de una vecina que le dobla la edad y a la cual vigila con ardor. Cuando ella lo descubre, después de una iracunda reacción inicial, acepta una invitación a salir. Esa noche terminan en su departamento y él eyacula un par de segundos después de acariciar sus piernas y rozar su humedad. “¿Ya terminaste? El amor no es mucho más que eso. Ahora ve al baño y límpiate con la toalla”. El aún virgen regresa a casa y procede a cortarse las venas en una pileta.
A veces para apreciar la belleza hay que entenderla más allá de la moral y, de preferencia, no significarla. Recuerdo cuando el huracán Isidoro azotó Yucatán. Estaba sentado en una mecedora, bebiendo tequila con mi padre, contemplando cómo la brisa arrancaba los árboles desde las raíces. Al día siguiente salí a caminar, el único tránsito era el de las corrientes de agua, había espectaculares y postes de luz caídos, techos sin casa y casas sin paredes, bardas en pedacitos, gasolineras y centros comerciales en ruinas. Hubo medio millón de damnificados, las pérdidas económicas se estimaron en 300 millones de dólares; sin embargo, Mérida, afónica y teñida de viento, devastada y majestuosa, destellaba como si hubiese sido el primer día del mundo. m