Octava maravilla

Octava maravilla

– Edición 492

Foto: publicdomainpictures.net

No imagino el momento en el que sir David Brewster dio por terminado su invento, al que llamó caleidoscopio. ¿Qué se sentirá crear algo que nunca ha existido y, además, algo tan hermoso y fascinante?

A veces, para explicar algún prodigio se exclama: “¡Es la octava maravilla del mundo!”. Sabemos bien a lo que se refiere la expresión: que se trata de algo extraordinario y que merece estar en la lista del Coloso de Rodas o el Faro de Alejandría; o bien, para más modernidad, junto a Chichén Itzá o Petra. Lo cierto es que la octava maravilla fue inventada en 1816 por un personaje perteneciente a esa casta alta conocida como “científicos”.

No imagino el momento en el que sir David Brewster dio por terminado su invento, al que llamó caleidoscopio. ¿Qué se sentirá crear algo que nunca ha existido y, además, algo tan hermoso y fascinante? El caleidoscopio fue el fruto de sus trabajos en el campo de la óptica y lo patentó en 1817. Pero, según se sabe, nuestro pobre sir lo hizo sometido a una cláusula maligna que permitía su reproducción a terceros. Así que no pudo sacarle provecho monetario a su invento —beneficio al que todos los científicos aspiran, aunque digan que no—.

Lo que sí sucedió fue que hubo una febril moda de los caleidoscopios en aquellos años victorianos y, tal como sucede con todas las modas, produjo toda clase de opiniones: quienes vilipendiaban el artilugio; quienes se embriagaban por horas, no sólo por las éidos y el scopéo, sino por la infinita kalós del invento; y quienes veían en el aparatejo el derrumbe de la civilización —porque desde la época victoriana existe ese bien intencionado, aunque exagerado y ocioso, segmento de la población que se preocupa por los niños—. Aquello fue la locura total, todo el mundo quería un caleidoscopio y, ante la demanda —y la laxitud de la patente—, comenzó a aparecer toda clase de modelos, colores, precios y calidades. Algunos científicos de la época de Brewster hicieron cálculos que evidenciaron la risible mortalidad de los humanos: tomaría 462 mil 880 millones 899 mil 576 años y 860 días ver todas las imágenes de un solo caleidoscopio.

En poco tiempo, el embrujo de los caleidoscopios se extendió de Inglaterra a Francia y ha perdurado —como se dice en estos casos— hasta nuestros días. Aunque, eso sí, ha perdido su aire científico —quizá porque tendemos a banalizar lo prodigioso— y en estos tiempos se le considera poco más que un juguete o una “manualidad”. Basta recordar que en la primaria y en los talleres —tanto artísticos como cientifiquillos— se nos enseña a fabricar el infinito con tubos de papel higiénico, cuentas de plástico y otras bagatelas.

De cualquier manera, los caleidoscopios siguen embelesándonos. Será porque contienen lo inagotable. Mejor aún: belleza inagotable y efímera, como es la belleza más pura. El invento de Brewster, con sus entrañas hermosas, también es metáfora, tema de revistas; es de esa clase de objetos —como los libros— que aguardan pacientemente nuestra mirada para existir, para revelarnos universos completos. Por eso sentimos esa pulsión irrefrenable cada vez que nos encontramos con un caleidoscopio, porque de alguna manera intuimos que estamos ante una de las maravillas del mundo.

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MAGIS, año LX, No. 499, mayo-junio 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de mayo de 2024.

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