Una casa tendría que existir siempre para eso: para darle sentido a nuestro deambular. Nunca somos más auténticamente lo que somos que cuando nos hallamos entre las paredes y bajo el techo que podemos llamar casa
Un sentido remoto de la palabra ética tiene que ver con su procedencia del vocablo griego que designaba al espacio que habitamos y nos resguarda de lo imprevisible del mundo: la guarida, la morada, el lugar en el que se confina la vida privada y desde donde renacemos siempre que hemos de salir otra vez. De acuerdo con la etimología, la ética —el conjunto de principios que regulan nuestro comportamiento en sociedad— vendría, así, a ser la casa indispensable para que tengamos refugio, sosiego, reposo; también, el lugar al que siempre queremos volver.
Porque una casa tendría que existir siempre para eso: para darle sentido a nuestro deambular con un destino que nos aguarde —al menos en tanto llegamos al otro fin que es la tumba, de algún modo la casa definitiva. Nunca somos más auténticamente lo que somos que cuando nos hallamos entre las paredes y bajo el techo que podemos llamar casa (y quizás hasta hogar). De ahí que carecer de ese bien sea tan trágico: no tener dónde vivir, qué duda cabe, es una forma de no vivir.