La fuerza de lo inefable
José Israel Carranza – Edición 488
La ternura aparece cuando, al cerrar el libro, el recuerdo que empieza a fraguarse quede impregnado de esa conmoción perdurable e inconfundible que experimentamos cuando algo realmente nos ha enternecido
El registro literario de la ternura linda peligrosamente con las más indeseables efusiones del melodrama y puede, por tanto, pecar de efectismo. O de cursilería sin más: en el peor de los casos resultará en artificio lamentable e impostura. Más que cualquier otro sentimiento que el arte se proponga vehicular, la ternura es una sustancia difícilmente manejable que, si no se toman las debidas precauciones, se torna combustible para el desastre: lo que se quería hacer pasar por entrañable termina siendo risible, la emoción se desfigura y se vuelve patética y la mostración de la intimidad acaba como exhibicionismo. Más valdría ni siquiera habérselo propuesto.
¿Y cuáles son esas precauciones? Acaso la más importante sea la honestidad: a lo largo de la vida, las ocasiones auténticas para experimentar la ternura son rarísimas, y tal vez por ello sea tan difícil encontrar las palabras justas que la precisen. O, mejor, que la propicien. A Marcel Proust le tomó miles de páginas conseguirlo, por ejemplo, y hace falta que la lectura recorra esos miles de páginas para poder tener un atisbo de lo que quiso dar a entender. Por eso, cuando se logra la ternura, es un empeño tan admirable. Cuando se logra, es decir: siempre que, al cerrar el libro, el recuerdo que empieza a fraguarse quede impregnado de esa conmoción perdurable e inconfundible que experimentamos cuando algo realmente nos ha enternecido.
Lo más cercano
Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg (Acantilado)
“No sabíamos que hubiera en nuestro cuerpo tanto miedo, tanta fragilidad; jamás habíamos sospechado que pudiéramos sentirnos tan ligados a la vida por un vínculo de miedo, de ternura desgarradora”. De lo que habla Natalia Ginzburg es de aquello que se descubre, súbita e irremediablemente, ante la irrupción de un hijo en nuestra otrora despreocupada existencia. Inevitablemente —acaso por la belleza insuperable de una prosa abocada de tal modo a dibujar la verdad—, las indagaciones que la escritora italiana hizo en el universo de lo doméstico y de lo familiar conducen a corroborar semejantes estremecimientos del amor en la propia experiencia.
La tierna (y fugaz) infancia
Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos (Anagrama)
Tochtli es un niño muy inteligente, y cada noche hace crecer su mundo con palabras nuevas que aprende en el diccionario. Ese mundo, sin embargo, no está completo: para empezar, falta en él su mamá (aunque Tochtli sabe que no debe llorar por ello), entre otros enigmas que lo inquietan. Sabe, no obstante, que su padre es un hombre poderoso, y que lo quiere: tanto como para cumplir su deseo de conseguir un hipopótamo enano de Liberia. Pero los lectores sabemos que entre Tochtli y la realidad ominosa que rodea su vida sólo se interpone su propia infancia, con toda su inocencia y toda su ilusión, y que conforme ésta vaya quedando atrás las cosas serán muy distintas. Cruelmente distintas.
En el cementerio
Emilio, los chistes y la muerte, de Fabio Morábito (Anagrama)
Emilio tiene 12 años y le ha dado por frecuentar un cementerio. La razón es que va ahí casi todas las tardes a buscar chistes con su detector; también va para localizar su nombre entre los de los muertos: así se asegura de que los pobladores del lugar no quieran incluirlo entre ellos, y mientras busca va memorizando los nombres que lee. Súbitamente —y qué no es súbito en un cementerio— está en presencia de una mujer que lleva flores al nicho de su hijo, muerto seis meses atrás a la misma edad de Emilio. Esta novela enternecedora y admirable puede demostrar que enamorarse es una forma de eludir la muerte, que sujetarse a veces puede ser una forma de desasirse y que un chiste puede salvarnos la vida.
La pureza
Vida y época de Michael K., de J. M. Coetzee
Lo primero que Michael conoció fue el rechazo de su madre, y, con él, la indiferencia del mundo. Años más tarde, sin haber tenido en la vida más que privaciones, desprecio y soledad, emprenderá un viaje para escapar de una ciudad violenta y violentada por el odio y la barbarie, y llevará consigo a su madre, lastrada por la enfermedad, en pos de la ilusión que ella aún conserva. Abriéndose paso entre una miseria que no deja de crecer, moral y material, la fuerza de Michael —figura que encarna a los millones de desheredados de la tierra— está en su pureza, en su absoluta incapacidad de devolver mal por mal. Debe de ser uno de los personajes más conmovedores que la literatura ha podido concebir.