Los tontos que se quedaron
Por más de 30 años, Juan Martín Colomer y su esposa Sinforosa Sancho han vivido solos en La Estrella, un pueblo en las tierras altas del este de España que alguna vez tuvo más de 200 habitantes.
“Todo mundo se ha ido, nosotros somos los tontos que nos quedamos”, se ríe Sinforosa, quien cumplió 85 años en julio pasado, sentada en los escalones de entrada de un edificio de fachada rosa que fue la escuela local para niños. “Siempre hemos vivido así. Cuando hace frío, encendemos un fuego. Dormimos con frazadas. Tenemos pollos, conejos, la tierra, y nos las arreglamos”, dice.
Enclavado en un valle al noreste de la región de Aragón, donde el polen se esparce desde los pinos que van apoderándose gradualmente de la que antes fuera tierra arable, el pueblo está en el centro de un desierto que crece conforme se ausenta la población. Los residentes comenzaron a abandonar los pueblos para buscar trabajo en las ciudades desde el fin de la Guerra Civil, en 1939, dejando atrás un área cuyo tamaño es dos veces el de Bélgica y que se ha convertido en la menos poblada en la Unión Europea.
Hay menos de ocho habitantes por kilómetro cuadrado, y aquellos que permanecen están envejeciendo; es una muestra drástica de una sociedad en la que, en el último año, las muertes han superado a los nacimientos con mayor rapidez desde que se empezó a tener registro, en 1941.
Vicente, el hijo de Juan Martín y Sinforosa, fue el último niño que vivió aquí, y tuvo que ir a la escuela en un poblado vecino, luego de que el maestro local se marchara y su escuela fuera cerrada.
“Si no hay niños, no hay vida”, dice Juan Martín, de 84 años.
La pareja vive con una pensión de cerca de mil 200 euros al mes. Crían conejos y gallinas para alimentarse, y tienen que conducir a un poblado cercano para comprar la comida que cocinan en una estufa de gas butano o en el fuego al aire libre. Hasta hace diez años usaban lámparas de aceite para las raras ocasiones en que necesitaban luz artificial, pero ahora tienen paneles solares que los proveen de electricidad.
“Nunca hemos tenido una línea telefónica, y sólo hay señal de telefonía celular en el cementerio”, cuenta Sinforosa.
No extrañan vivir en sociedad, y, aunque poseen una casa en la vecina Villafranca, solamente van ahí para visitar a Vicente y a su familia.
“Nosotros crecimos en la soledad y nos gusta”, dice Juan Martín, pero no cree que nadie quiera vivir como ellos en el futuro. “La Estrella morirá con nosotros”.
Texto: Isla Binnie