Uno de mis pájaros
Paulette Jonguitud – Edición 473
Declara Germán que una mañana la alondra herida no estaba en la jaula; y yo no supe qué había pasado, si no sabía ni volar, y que la oigo y que me asomo al parque y ahí estaba la ingrata, corriendo entre los árboles
1
Cuando el hombre pasó una pierna sobre la baranda supe que algo no estaba bien, pero cuando le vi pasar las dos ya no hubo duda: iba a matarse, iba a saltar desde el puente para hundirse allá abajo, lejos, en esas heladas aguas, declara Faustino y se revuelve en su silla con una excitación propia del viejo obsesivo que es, porque es un viejo y está solo, cansado.
Era una mañana gris y yo salí a caminar por el puente; me gustan los días fríos porque las personas hablan menos, cuenta Faustino. Añade que se detuvo entonces a mirar hacia abajo, a la bahía nublada, a los cerros verdes, a los guardias que miran a todos con cara de sospecha, porque en este puente la gente viene más a tirarse que a caminar, dice Faustino. Y tiene razón.
Vengo cada domingo, he hablado varias veces con los vigilantes y, según ellos, las mañanas frías son las peores; la gente está triste, no sale el sol y plum, plum, plum, caen desde el puente como piedras lanzadas por un niño —así me dijo un oficial, como piedras lanzadas por un niño—; y a Faustino se le nublan los ojos porque este puente y sus suicidas los trae bien marcados en el pecho, en la memoria. Y esta mañana, mientras él caminaba por el puente, vio al hombre pasar una pierna sobre la baranda y luego le vio pasar la otra y por un momento el niño que fue pensó: va a echarse a volar.
Cuenta Faustino que si su madre hubiese sabido de las hordas de cuerpos que saltaban desde el puente ella hubiera sido la primera en lanzarse; pero no, mi madre mejor se metió en la tina: ¡zaz!, dos tajos en cada muñeca y listo: agua roja, calientita, no como la del río, ésa sí debe ser helada, no quiero imaginar cómo se siente entrar en ella, y menos así, de golpe, desde tan alto.
Bueno, primero pensé: va a intentar volar, pero luego me volvió la cordura; corrí unos cuantos pasos con estas piernas tiesas y sin pensarlo estiré la mano y cogí al hombre por el pelo, lo tenía larguísimo, casi hasta la cintura, cano, cogido en una coleta, de ahí lo agarré; Faustino extiende las manos y las junta como si todavía sujetara el cabello de aquel hombre; dice haber jalado con todas sus fuerzas de viejo, no sabe cómo consiguió alejar al hombre de la orilla.
No dijo nada, cuenta Faustino y al fin se le escapan unas lágrimas; usted va a disculparme, yo salí esta mañana para caminar y me dio gusto que hiciera frío, porque cuando no hay sol la gente habla menos, desde el puente la vista sólo puede admirarse en silencio, pero de pronto vi al hombre, unos años menor que yo, todo vestido de negro, pantalones y chamarra de cuero, lo vi saltar la baranda, estiré la mano y lo jalé. Dice Faustino que el hombre no dijo nada, se limitó a mirarle a los ojos como si viese al mismísimo Señor.
Ahí nos quedamos los dos, él viéndome y yo con su cabello agarrado en un puño; dice Faustino que el hombre le hizo un ademán para que lo soltara pero el viejo negó con la cabeza; así sujeto, el hombre volvió a la seguridad del puente: hasta entonces el viejo consintió en liberarlo.
Ya del otro lado, cuenta Faustino y se le escapa una leve sonrisa, como de ternura, el hombre me tomó por los brazos y me examinó los ojos, la nariz, la boca; va a golpearme, dice Faustino que pensó, mas el hombre se limitó a decir en voz muy baja: disculpe, ¿es usted uno de mis pájaros?
Uno de mis pájaros, jura Faustino que eso le dijo mientras él intentaba alejar al tipo de la baranda; no fuera a lanzarme a mí por encima del barandal nomás por haberlo interrumpido. Me ha dicho uno de los guardias que las personas, cuando de verdad quieren tirarse, se tiran, aunque deban tratar ocho veces, ya sea de noche o a mediodía cuando hay tantos turistas que es difícil mantener un control sobre los viandantes.
El hombre cría pájaros en la azotea de su casa; tiene así de pájaros, dice Faustino y junta todos los dedos para mostrarlos frente a sí; y luego en la patrulla, de camino para acá, el hombre me dijo que esa mañana se había despedido de sus pájaros; cuenta Faustino que el hombre dijo haber hablado con cada ave y haberles dicho que él también se había cansado de estar en una jaula; el hombre estaba convencido de que yo era uno de sus pájaros y que quería impedirle volar.
2
Cómo va a ser una niña, declara Germán y se talla los ojos con las manos, tiene el cabello revuelto, el abrigo sucio de excremento de pájaro, no alcanza a comprender la gravedad del problema en que se ha metido; qué niña ni qué niña; si yo la recogí cuando se cayó del nido, así, chiquitita, con el ala rota y sin haber aprendido a volar; dice Germán que tras recoger a la alondra la llevó hasta su casa, donde tiene más de veinte jaulas con pájaros de todo tipo; pero no los encierro, no, les dejo abiertas las jaulas para que vayan y vengan cuando y como quieran; unos están un ratito, comen, descansan, se van; otros se quedan conmigo: vuelven cada noche haciendo alboroto, me cuentan lo visto, lo que pasa allá por la calle; y es que Germán sale poco de su casa, prefiere pasar su tiempo en la azotea, desde donde se ve el parque, desde donde ve volver a sus pájaros cada tarde.
Así fue como la vi, a la malagradecida, bueno, en realidad primero la escuché correr de un lado a otro y luego vi sus plumitas café y el alita rota, así, pegadita al cuerpo, entonces la reconocí; declara Germán que una mañana la alondra herida no estaba en la jaula; y yo no supe qué había pasado, si no sabía ni volar, y que la oigo y que me asomo al parque y ahí estaba la ingrata, corriendo entre los árboles, con la alita lastimada, gritando: mamá, mira, ya puedo subirme a este tronco.
No me interesa lo que diga el tipo ése. No sólo secuestró a mi hija, sino que intentó matarla y me tiene completamente sin cuidado su salud mental, esto no puede quedarse así, dice la señora Carmela a cualquiera que pase cerca, manotea mientras habla, las lágrimas de toda la noche están aún sobre sus mejillas como surcos de sal y máscara de pestañas; repite la historia una y otra vez, quizá para intentar comprender lo ocurrido, para convencerse de que no es un mal sueño, de que su hija Clarice, de ocho años, está en una cama de hospital, agotada y con el cuerpo cubierto de moretones.
Ya le dije, la última semana fuimos a ese parque casi a diario; dice la señora Carmela que su Clarice se fracturó el brazo hace cerca de un mes y por las tardes se ve obligada a llevársela a la tienda, en casa no hay quien la cuide; pero se aburre, se cansa de jugar con los botones, con los hilos, por eso se me ocurrió llevarla un rato al parque por las tardes, pero de haber sabido lo que iba a pasarnos, Dios bendito, cómo iba yo a saber que me la iban a robar así.
Cómo se le ocurre que iba a robármela, yo le prometí enseñarle a volar y nada más; cuenta Germán que cuando tuvo valor bajó hasta el parque y esperó a la pequeña tras un árbol; finalmente, al escucharla acercarse salió de su escondite y la tomó por el cuello; ¿por qué te fuiste así, sin avisar?, no te asustes, si soy yo, chiquita, si apenas hace una semana te recogí del piso toda maltrecha, pero mira, ya vi que conseguiste quién te arreglara el ala; declara Germán que la alondra hacía mucho ruido y por eso le envolvió la cabeza con una bufanda, para no llamar la atención, ya ve cómo es la gente de entrometida.
Y así me la llevé hasta el puente; nos fuimos despacito porque ya era casi de noche y para los pájaros es mejor aprender en la mañana; íbamos a tener que esperar.
En este puente la gente viene más a tirarse que a caminar, dice el oficial Rappaport; pasamos más tiempo vigilando a los posibles suicidas que cuidando a los turistas que vienen a tomarse la foto con la bahía de fondo, con los cerros, todo eso; cuenta que no es muy difícil identificar a los propensos a saltar, caminan solos, lentamente, con los ojos en los zapatos o en el cielo, luego asoman la cabeza para ver el agua; andarán midiendo el golpe, dice el oficial Rappaport y se avergüenza un poco de su falta de tacto; pero eso sí le voy a decir, nunca jamás de los jamases vi un intento de suicidio doble, ¿o será de asesinato?
Nomás ver que era una niñita lo que el hombre llevaba bajo el abrigo casi me voy de boca; relata el oficial Rappaport haber tenido el ojo sobre Germán por su andar sospechoso, iba aprisa y le sudaba la frente, y cuando vio que pasó una pierna sobre la baranda y luego pasó la otra: supo; el procedimiento es como sigue: uno dispara una bengala de color amarillo para que vengan refuerzos desde la garita e inmediatamente intenta detener al sujeto; así, el oficial Rappaport corrió hacia donde estaba Germán; y fue entonces cuando vi que traía a una niña en los brazos y la paraba en la orilla del puente, así, agarradita de la cintura; dice Rappaport que la menor debía estar aterrada, pues no gritó ni lloró ni nada, sólo miró hacia abajo y dijo: no señor, por favor, no me tire.
Pero no voy a tirarte; si para eso tienes las alitas, mensa, para volar; confiesa Germán haber dudado un momento, ¿y si no vuela?; pero cómo no iba a volar, si todos los pájaros aprenden así, de un día para otro, sólo hay que darles la confianza, y por eso la llevé al puente, para que viera a las gaviotas y se animara; dice que la alondra temblaba entre sus manos, emocionada, pero al final la vio sonreír antes de saltar.
3
La abuela Clarice ya había saltado, ya habían intentado enseñarle, pero parece que no aprendió, declara Faustino y se revuelve en la silla, balanceando las piernas a unos centímetros del piso; de mamá pues no sé nada, después de lo de mi hermana entré al baño y me la encontré ahí, con el agua roja y todavía calientita; dice Faustino que su madre lloró como por cuatro días; tiene los ojos muy abiertos, quizá porque intenta que le quepa, en su cerebro de niño de siete años, porque es un niño y está asustado, toda la información; y bueno, parece que mi hermana no voló.
¡Por favor!; si yo ya lo hice una vez, cuando era niña, cuando un señor me recogió en el parque para enseñarme a volar; dice Clarice que cuando el viejo la sujetaba en la orilla del puente, sentía el vestido pegado al cuerpo por la fuerza del viento; y hacía frío, mucho frío; dice Clarice que las manos del señor eran calientes y fuertes y ella se sentía segura, viendo a las gaviotas planear de un lado a otro; entonces cuando el guardia sujetó al señor y lo jaló hacia atrás, yo me eché para adelante y abrí las manos y casi me pareció que había podido, volaba; dice Clarice que se le taparon los oídos y el agua no parecía estar más cerca; pero de pronto todo se aceleró y ya estaba en el agua, primero los pies, luego la cintura, un frío espantoso y luego un barco con cobijas térmicas; después, el hospital; dice Clarice nunca haberse recuperado; siempre me sentí culpable de no haberlo conseguido.
Uy, pues desde que me acuerdo la abuela salía con esas cosas de que si mi hermana se portaba bien le iba a enseñar a volar; dice Faustino que su hermana, dos años mayor, presumía todo el tiempo ser la elegida de la abuela Clarice; ¿tú qué sabes hacer?, ¿para qué eres bueno?, para nada, no eres especial, la abuela no te lleva todos los domingos al puente para que le pierdas miedo y sientas el aire en la cara y se te pegue la ropa al cuerpo y veas para abajo, tan abajo que el agua ni parece moverse; dice Faustino que su madre no hacía caso de esas cosas, porque siempre tiene sueño, se la pasa todo el día dormida y nosotros podemos hacer lo que queremos al regresar de la escuela; mi hermana se va al puente y yo me quedo a pegarle a la pared con un balón.
Mi hija era así, un poco rara y un poco triste; dice Clarice que a su hija no le importaba mucho que ella y la niña fueran los domingos al puente; la verdad nada le importaba mucho, ni sus niños ni yo ni nada; dice Clarice que su hija fue siempre débil, enfermiza, y por ello debió esperar a tener una nieta para enseñarle: las hembras aprenden con más rapidez.
Y el domingo en la mañana ni adiós dijeron; cuenta Faustino que su hermana llevaba un vestido nuevo, negro con blanco; también tenía una chalina negra, de mi abuela, la movía así, como alas de murciélago; el niño mueve los brazos arriba y abajo; al fin se le sale una lágrima que le llega hasta la boca, la seca con la lengua; yo supe que ya era el día, iban a volar y a mí ni siquiera me invitaron a verlas; dice Faustino que su abuela volvió hasta la tarde, sola, arrastrando la chalina y repitiendo una y otra vez: estúpida, no pudo. .