Primer Mundo

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Primer Mundo

– Edición 475

En el Primer Mundo habría autos con aire acondicionado y teléfonos integrados, reproductores de música personales; habría crema batida y de cacahuate, hamburguesas y muchas papas fritas. En mi mente, ése era el símbolo máximo del Primer Mundo, que conquistaríamos dentro de poco: las papas fritas

La Chevrolet 77 color esmeralda contrastaba con el asfalto oscuro. Podía verlo cuando, de manera intermitente, me asomaba por la ventanilla aun con el riesgo de un mareo: vigilaba la distancia entre la llanta, la línea amarilla al borde de la carretera y el voladero. Mi cabeza rebotaba entre el miedo y la repugnancia: deseaba que el aire me abstrajera del nauseabundo olor que salía del vaso de alcohol de caña que llevaba sujeto en su entrepierna y me aislara del corrido agonizante procedente del casete de éxitos norteños. Pudo ser peor y que me pidiera que me sentara en medio para sostenerle el vaso, volteara el casete y cantara a coro con él, pero el buen humor de la segunda bebida se le había asentado, al menos por un rato.

Mi madre cabeceaba sin concentrarse en conversar con mi padre ni en cuidar que yo no saliera por la ventanilla. Se había quitado los lentes y su vista parecía resbalarse en el tapizado verdoso de los arbustos regados con montoncitos de flores rojas y violetas.

 —Te estás orillando mucho —dije, titubeante. Él chistó, pero en vez de decir algo, giró un poco el volante hacia su izquierda y bebió del vaso.

—Mira hacia el frente, así te vas a marear —me dijo ella y revisó que el seguro de la puerta estuviera puesto.

No le contesté y seguí vigilando el camino que, creía, me llevaría esa tarde a la muerte. Vi las huellas de un frenado tardío por los reflejos adormecidos, la llama blanca del impacto, el humo negro de la pintura cromada y los árboles incendiados. No habría tiempo de despedidas ni conciencia de la muerte de los otros, acaso un grito. La voz infernal del corrido se callaría para siempre. Sería una muerte deliciosa.

—¿Crees que estoy borracho? —dijo mi padre. Yo fruncí el semblante. Apenas iba a decir que quién sabe, cuando ella intervino.

—Nada más te serviste un vinito para el calor, viejo, no le hagas caso, ya sabes que se pone nerviosa en esta carretera.

—¿Por qué nerviosa, si ve que estoy bien? Voy manejando tranquilo, cantando, nomás.

—Sí, viejo.

Distraje la furia subiendo y bajando el seguro de la puerta, coqueteándole a la muerte que no llegaba. A su ídolo de corridos lo habían asesinado un par de años antes y todavía era una ofensa intolerable que me atreviera a interrumpir la escucha devota. Dio otro sorbo a su bebida y retomó los silbidos y los tarareos.

Habíamos llegado a lo más alto de la montaña y comenzaría el descenso, la parte más vertiginosa para mi labor de guardia. Apreté los dientes mientras en el vientre sentía cómo el motor relajaba su marcha, dejaba entrar las velocidades sin poner resistencia y la gravedad hacía lo suyo: la inercia de este objeto metálico se imponía a los límites físicos del terreno zigzagueante.

Contuve la náusea sin dejar de custodiar la línea amarilla y el voladero, concentrándome en el olor a parcela abierta de terrones resecos y raíces expuestas, que suplió al olor de humedad que habíamos dejado atrás.

Una sensación similar me invadía al ver televisión: las noticias decían que este año el país pasaría del Tercer al Primer Mundo. Yo no entendía mucho a qué se referían: lo imaginaba saltándose un lugar en la formación o pasándose al frente de la fila. En realidad, lo que me entusiasmaba era que al fin podría tener un juguete del Primer Mundo. Cumpliría diez años y hasta ese momento sólo había jugado con pelotas, canicas y mi bicicleta; tenía el mismo modelo de zapatos cada verano, pero ahora podría convencer a mi madre de comprarme unos tenis aerodinámicos. En el Primer Mundo habría autos con aire acondicionado y teléfonos integrados, reproductores de música personales; habría crema batida y de cacahuate, hamburguesas y muchas papas fritas. En mi mente, ése era el símbolo máximo del Primer Mundo, que conquistaríamos dentro de poco: las papas fritas.

—Sírveme otro alipús, viejita —dijo mi padre, extendiendo el vaso hacia mi madre.

—¿No quieres esperar otro ratito? —le respondió—, esta curva está muy fea, deja que lleguemos a la recta.

—¿Tú también crees que estoy borracho?

—No, viejo, pero si nos para un federal nos va a quitar la camioneta.

—¿Y por qué nos pararía, si voy bien? Que nos paren, al cabo esta jodida camioneta no aguanta otro año —mi madre bajó la cabeza—. Pero no te apures, iré a Tijuana en enero para traer una troca del otro lado. ¿Me vas a servir sí o no?

Mientras tanto, yo custodiaba la distancia entre la línea amarilla y el contorno de la salpicadera, tensando el cuerpo cada que se acercaba al borde. Cuando esto pasaba, mi madre le tocaba el hombro para que redujera la velocidad.

Al descender la sierra y acercarnos a los tramos rectos, mi estómago se distendía, la sangre volvía a circular rítmicamente a lo largo de mis venas para reconquistar su territorio, arrebatado por esa conciencia de indefensión abrumadora que aparece cuando nuestra vida depende del pulso de un idiota. La sed, el hambre y el sueño resurgían en mí como los brotes de un pino luego del invierno.

—Tengo hambre —dije.

—¿No te puedes esperar a que lleguemos? —dijo él.

—No —respondí.

—Podemos parar un rato, viejo. Yo quiero ir al baño. Pasando este rancho está el puente del Callado y hay un restaurante —dijo ella.

—¿O sea que siempre se ha de hacer lo que quiere la chiquilla? —y dirigiéndose a mí, añadió—: ¿Sabes qué? Deberías meterte al ejército, a la marina, a algún lado en donde aprendas a obedecer antes de querer que la gente haga lo que quieras.

—Y tú no deberías de manejar borracho—le respondí.

Mi madre apenas emitió un quejido al querer intervenir, cuando una sacudida nos sobresaltó: a mi padre se le resbaló el vaso, que tenía en la mano, y como pudo lo apretó con las piernas mojándose los pantalones mientras estiraba los brazos y giraba el volante para regresar la Chevrolet al centro del carril. El olor a alcohol que inundó la cabina se fundió con la adrenalina y fue a dar a mi garganta: el asco fue incontenible. Un líquido amarillento salió expulsado hacia la pared de aire que presionaba la frontera de la ventanilla. Las manchas en la pintura esmeralda de la Chevrolet me avergonzaron, pero no permití que mi madre me secara el sudor de la cara.

Yo no quería llegar al restaurante del puente del Callado. A ninguno, en realidad: en el Tercer Mundo, en ningún restaurante de carretera ni en las fondas del pueblo vendían papas a la francesa. Mi desdén por los nopales, los frijoles y el arroz era cada vez más hondo, así que había aprendido a salir del apuro pidiendo quesadillas. Pero eso no duraría mucho: este año, el Primer Mundo me salvaría, tomaría mi hambre cosmopolita y la colocaría del otro lado de la frontera, donde siempre habría una hamburguesa con papas fritas.

Al pasar el puente del Callado, salimos del camino, entramos al estacionamiento terregoso y bajamos haciendo estiramientos de pierna. Fui al exhibidor giratorio con la esperanza de encontrar una recompensa al martirio del viaje, pero bajo la capa de polvo sólo había casetes de rancheras. Nada de música del Primer Mundo: no estaban Michael Jackson o Madonna, como yo hubiera querido.

Saludaron al único cliente, un viejo que bebía cerveza y pelaba guasanas, y escogieron una mesa cerca de la cocina. Me senté al extremo, pedí un refresco y una hamburguesa con papas fritas. Mientras la mesera corría a la cocina para preguntar si había, en la rocola empezó a sonar un acordeón desafinado. Me acerqué al aparato y lo desconecté.

Cuando la mesera volvió, yo ya sabía la respuesta.

MAGIS, año LX, No. 498, marzo-abril 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de marzo de 2024.

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