Otoño y conversión
Juan Pablo Gil – Edición 483
Lo importante en los momentos de dificultad es aprender del otoño, que se abandona a su Creador, tal cual lo hizo Ignacio, para abrirse a lo nuevo
El verano es el tiempo del contacto, del aprendizaje y del descubrimiento. La primavera es lo que antecede al verano, es decir, el primer verano, y el invierno es lo inverso o contrario al verano: tiempo de cubrir, proteger y resguardar. ¿Qué sería, entonces, el otoño? Desde la etimología, el otoño significa que ha llegado el tiempo de la plenitud. Es bueno para nosotros aprender cómo la naturaleza llega a su plenitud: cuando suelta, cuando se desprende, cuando deja ir, cuando está dispuesta a renovarse. Y también es bueno reconocer cómo en lo que se pierde llegamos a la plenitud, tal cual nos lo enseña el otoño.
Este año, en la familia ignaciana a escala mundial estamos festejando los 500 años de la conversión de san Ignacio de Loyola, un cambio de vida que se fraguó desde una pérdida. Íñigo López, un envalentonado caballero con ideales medievales, sufrió una herida en las piernas ocasionada por una bala de cañón durante la batalla de Pamplona. Esta herida lo llevó a estar convaleciente, postrado en cama y dependiendo del cuidado de otros. Ignacio tuvo que aprender a soltar, a desprenderse de viejas fantasías, a dejar ir sueños personales que lo alejaban de su realidad. Así, desde esa pérdida, como los árboles al soltar sus hojas, Ignacio inició un camino de plenitud.
Este camino de plenitud tuvo un proceso de varias etapas, de la misma manera que se fraguan las estaciones del año. En primer lugar, Ignacio iba olvidando los pensamientos pasados, sustituyéndolos por nuevos deseos: deseos de Dios, de imitar a los santos, de seguir los pasos geográficos y humanos de Jesús. En segundo lugar, los pensamientos los convertía en palabras, pues de ello conversaba con quien podía: verbalizaba su deseo, generaba una nueva narrativa de vida, aquella que con emociones y sentimientos lo jaloneaba a salir de sí mismo. En tercer lugar, Ignacio descubrió lo que le generaba más consolación: contemplaba el cielo y las estrellas. Éste era un contemplar sereno, sin deseos de poseer, lograr o cumplir. Era, más bien, un sentirse parte con la totalidad. Y ese contemplar, curiosamente, lo animaba a más servir. Finalmente, ya desprendido de todo, Ignacio comienza a esbozar un nuevo proyecto de vida: ¿Ir a Jerusalén? ¿Vivir en penitencia? ¿Ingresar como cartujo? Nada de eso se realizará. Lo que concretice será a partir de una relación con Otro que lo hará ser más él, más Ignacio. Difícilmente alguien puede decir que no ha vivido esas pérdidas, esas caídas de ideales, como caen las hojas de los árboles. Y si no es así, lo vivirá. Lo importante en esos momentos es aprender del otoño, que se abandona a su Creador, tal cual lo hizo Ignacio, para abrirse a lo nuevo, a recibir nuevas posibilidades de caminos y emprendimientos. La invitación es a disfrutar de los buenos rayos del sol en el verano y del cobijo de un buen abrigo en el invierno, pero también a estar disponibles para la renovación como lo hace el otoño. A convertirnos, pues, como lo hizo san Ignacio.