Nunca sabemos cuándo nacen ni cuándo mueren. Seguramente por eso las nubes son el mejor emblema de la eternidad.
Hace un momento, el azul del cielo se afirmaba con seguridad, hasta con jactancia; volvimos a mirar y, desde luego, aquello era una ilusión: la borra, lenta pero inexorablemente, el rebaño de nubes que no sabemos por dónde llegó. Son cada vez más, cosa que habría parecido imposible cuando salimos de casa. Ojalá hubiéramos traído paraguas.
¿Las nubes se percatan de nuestra presencia? Acaso sólo en aquella imagen de la mala suerte que representa a un individuo perseguido por un nubarrón personal para que le llueva todo el tiempo. Fuera de eso, las nubes no deben de tener muchas razones para ocuparse de nosotros. Están en lo suyo.
Y acaso por eso es imposible advertir en qué momento comienzan a formarse y en qué momento terminan de disiparse. Nunca sabemos cuándo nacen ni cuándo mueren. Seguramente por eso son el mejor emblema de la eternidad.