Los jesuitas y la Independencia: entrevista con Alfonso Alfaro
Enrique González – Edición 415
El historiador Alfonso Alfaro, director del Instituto de Investigaciones Artes de México, habla sobre el impacto que tuvo la expulsión de los jesuitas de la Nueva España en los procesos que culminaron la independencia de México.
Tal como sucede con los enormes bloques glaciares que el cambio climático fractura a diario, el reino de la Nueva España —mucho antes siquiera de que se atisbara la posibilidad de que existiera una nación llamada México— vio cómo aparecían en su estructura numerosas grietas que desembocaron en la guerra de Independencia iniciada por el cura Miguel Hidalgo hace ya 200 años.
En 1767, más de 40 años antes de que Hidalgo saliera con sus hombres desde el pueblo de Dolores, tuvo lugar una de las más graves, profundas y aún no reparadas grietas: la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios del vasto Imperio español.
Para Alfonso Alfaro, historiador y director del Instituto de Investigaciones Artes de México, la herida que significó la supresión de la Compañía de Jesús en la sociedad que pronto se llamaría México, no está ni con mucho cerrada. Si se quiere preservar, reconstruir, independizar o fundar una nación, no resulta muy práctico echar al mar a quienes, a lo largo de dos siglos, habían construido todo un andamiaje social, educativo, científico y tecnológico, y educaban por igual a las clases más marginadas (los indígenas), que a los peninsulares de la parte más alta en la pirámide social novohispana.
“Cuando los jesuitas se fueron, el país perdió una elite intelectual que tenía contacto orgánico y natural con las elites empresariales porque eran sus parientes, sus amigos y habían sido educados en sus colegios. Es el tipo de heridas que ya van dos siglos y todavía no cicatrizan”.
¿A qué se refiere Alfaro cuando habla de elite intelectual?
“Eran capaces de ‘montarse’ al hebreo y al griego; eran capaces de tener información de China, de la India, de Flandes, de Bohemia, de Estados Unidos, y de comunicar todo eso en náhuatl y en pápago y en la tarahumara. Ésa era la elite del país: una elite con contactos con el mundo, con su pasado, con la modernidad tecnológica y con la raíz más profunda del país. Lo que yo creo que le hace falta al país es una elite capaz de hacer eso, es lo que el país perdió y no ha podido reconstruir. Tardó un par de siglos en construirse una elite (siglos XVI al XVIII); en una mañana se desbarató y llevamos dos siglos y todavía no podemos reconstruir una elite de esa funcionalidad, de esa envergadura, de ese dinamismo”.
Francisco Javier Clavijero. FOTO: Cortesía Artes de México
El eje Clavigero
Para que algo empiece a existir, primero ha de ser pensado, luego nombrado, luego impreso. La peor tinta es mejor que la mejor memoria. Francisco Xavier Clavigero, uno de los jesuitas expulsados de la Nueva España y cuyos restos reposan desde 1970 en la Rotonda de las Personas Ilustres de la ciudad de México, era uno de los líderes de esa congregación de criollos que, por primera vez entre los habitantes del virreinato, se reconocen a sí mismos como “mexicanos”.
Es un Clavigero (y junto a él todos sus hermanos expulsados) que escribe su Historia antigua de México con la convicción de ser un ciudadano nacido en este territorio, al que los jesuitas amaban con devoción. Lo demostraron en sus textos escritos desde el exilio en Italia.
“Nos dieron una memoria. La memoria es algo que se fabrica, y ellos fabricaron una memoria nacional. No la inventaron, siguieron un proceso que ya venía desde los tiempos de Góngora, de Sor Juana… La memoria venía fraguándose, ellos la consolidaron y le dieron una forma tan clara, tan precisa, que es la que hasta la fecha seguimos teniendo”, expone Alfaro.
“¿En qué consiste esa memoria? Consiste en decir que éste es un país que tiene razones para sentirse distinto por la grandeza y el prestigio de su tradición prehispánica, y que tiene otro polo de dignidad en la altísima valoración del territorio de esta tierra específica. Además de la tierra y lo prehispánico, está la gran tradición hispánica: el país forma parte del universo hispánico y por tanto está insertado en las culturas del globo, y todo esto se hizo en el marco del catolicismo, del cristianismo. Son esos cuatro elementos indisolubles que ellos proponen como la imagen de la nación, una nación con un suelo digno de ser amado, con unas culturas dignas de ser admiradas. Esos cuatro elementos siguen fungiendo como vínculo vertebrador. Eso es lo que nos dieron y es lo que todavía no se nos acaba”.
Los jesuitas le dan a lo que sería México un “relato de origen”, escribe Alfaro en el número especial de la revista Artes de México, “Los jesuitas ante el despotismo ilustrado”: “Es extraordinario, es el tipo de cosas que se miden por siglos”.
Hoy, en un 2010 marcado por una profunda crisis financiera, una cruenta “guerra contra el narco”, así como la creciente militarización del país, hay quienes afirman que los festejos por el Bicentenario de la Independencia nacional cayeron en mal momento.
Alfaro, tal vez guiado por esa cualidad de los jesuitas echados de la Nueva España que él mismo describe —“No se consumen en lamentos, sino que se ponen a trabajar”—, piensa exactamente lo contrario: el hecho de que coincidan los 100 años de la Revolución con los 200 de la Independencia en medio de ésta situación, es una oportunidad única para mirarnos a la cara.
“Cuando uno está en el mar, hay corrientes superficiales y corrientes muy profundas. El tiempo sirve para eso: entre más se desciende encontramos las grandísimas corrientes de fondo y, con independencia de lo que pase arriba, van por el mismo camino. Es una ocasión excepcional para encarar las grandes corrientes de fondo que hacen la vida de nuestro país: la relación entre los diversos grupos que la forman, el proyecto de sociedad que se tiene y la relación entre el territorio y el mundo”, considera el investigador.
“Las respuestas a esos problemas gravísimos en los que estamos ahora inmersos, tenemos que buscarlas en esas corrientes de profundidad y no esperar encontrar soluciones amarradas con un hilito”.
Independiente, pero acéfala
Las corrientes profundas. Aquellas que se esfumaron en 1767 con la expulsión de la Compañía de Jesús, aquellas que dejaron de humidificar los lazos culturales, sociales y educativos entre las distintas poblaciones de la Nueva España, quebrantando así la comunicación entre el norte árido con el húmedo sur; entre el cristianismo y las corrientes de pensamiento europeas y asiáticas con las mesoamericanas, o entre las ricas ciudades mineras y los boyantes puertos que traían del resto del mundo especias, libros e ideas revolucionarias de Francia.
Francisco Xavier Clavigero, quien admiraba a Benjamin Franklin como constructor de un país que desde sus orígenes independientes le dio prioridad a la ciencia, al desarrollo tecnológico y a las relaciones comerciales con el resto del mundo: Estados Unidos. Desde su exilio forzado escribió copiosos trabajos dirigidos a mejorar el futuro de su nación, la mexicana. Al igual que sus hermanos jesuitas, creía firmemente que el desarrollo de la tecnología, la medicina, la metalurgia, la astronomía, la física, las matemáticas y la filosofía era el camino para construir una potencia científica, un país vigoroso.
“Una parte muy hermosa y enternecedora —y ahora difícilmente valorable— de su aportación (de todos los jesuitas), consiste en los textos que escriben en latín y las traducciones del griego al latín, así como los textos literarios en español. Tratan de decirle a Europa: ‘Miren de lo que somos capaces. Si se considera que un pueblo es digno de admiración o de respeto por la envergadura de su producción literaria y científica, vean lo que somos capaces de hacer: nuestro latín no es inferior al de ustedes, nuestro conocimiento de las culturas clásicas no es inferior al de ustedes’”, relata Alfaro, sentado justamente en la terraza del centro cultural universitario que lleva su nombre como homenaje: la Casa ITESO Clavigero.
Amputadas las redes sociales y materiales construidas por los jesuitas desde el siglo XVI (su sistema educativo abarcaba a todas las clases sociales), no sólo se inició el trámite de divorcio entre la corona y la Nueva España, acelerado por la invasión francesa que depuso al rey Fernando VII, sino que se abrió la caja de Pandora que resguardaban los criollos ilustrados, quienes no pudieron ignorar más la larga serie de inequidades étnicas, políticas, comerciales e industriales que aquejaban a la mayor parte del territorio virreinal, muchas de las cuales siguen insultantemente vigentes, como el hecho de que el segmento de la población más marginado de México siga siendo el indígena.
“La mayor catástrofe en términos sociales de la historia del país en lo que respecta a la expulsión de los jesuitas, es decir, uno de los efectos más negativos que no hemos podido subsanar, es el hecho de que el país se quedó sin elites en el momento de la expulsión de la Compañía, y ha tardado muchísimo en irlas reconstruyendo”.
“De haber sido un país extraordinariamente cosmopolita, nacimos como un país terriblemente provinciano. Es trágico, porque [hoy] no tiene contacto con esa base indígena, no tiene contacto con el pasado, no tiene contacto con el mundo —los problemas que tenemos para definir una agenda geopolítica con el mundo son tan grandes— y hay una dificultad para enraizarnos con las culturas vivas populares, no sólo las indígenas. No hemos podido construir elites capaces de estar funcional y orgánicamente ligadas de forma natural con esos tres puentes”, lamenta Alfaro.
Llegó septiembre de 1810. Han pasado 43 años desde que los jesuitas dejaron la Nueva España. La fuerza de su compromiso intelectual no es la misma entre la clase criolla ilustrada que busca independizarse de la corona española, aunque es innegable que subsiste en las acciones y los escritos de sacerdotes, como el propio Hidalgo o como José María Morelos y Pavón. Ambos estudiaron en colegios jesuitas.
Constructores de la Independencia
La guerra de Independencia no fue sino la consecuencia de un proceso de descomposición de la estructura novohispana que llevaba décadas incubándose y que la invasión napoleónica de la Península Ibérica vino a apuntillar, dándoles a los criollos mexicanos la oportunidad de preguntarse: “¿Se puede vivir mejor siendo independientes de los europeos?”.
“Si 1821 marca el momento en que el divorcio entre la metrópoli y la Nueva España es pronunciado, 1808 y 1810 señalan el inicio del proceso que conduciría a la ruptura; pero 1767 [año de la expulsión de los jesuitas] es el momento de la infidelidad que destruye la confianza, hace imposible la convivencia y condena ineluctablemente al fin del vínculo”, argumenta Alfaro en “Los jesuitas ante el despotismo ilustrado”.
Pero, ¿realmente se les puede dar ese peso a los jesuitas como iniciadores del proceso independentista?
“El peso sí lo tienen —responde el historiador—. Ellos no son actores, ellos no lo propugnan, no lo buscan, no lo pretenden. La gran paradoja es justamente que son protagonistas, pero no son actores. Los protagonistas principales del proceso son los modernizadores de la corte de Madrid que deciden romper un orden social existente pensando en reemplazarlo por algo más, pero sí hay un momento clave en la destrucción del orden anterior, y es la supresión de uno de los órganos más importantes de cohesión del sistema imperial existente: la Compañía de Jesús”.
“En un segundo momento, los jesuitas sí tienen un papel totalmente activo. Aquí, desde donde estamos, ¿qué es lo que nosotros sugerimos, aconsejamos, proponemos que hagan ustedes que se quedaron? Desde su exilio proponen al país, a la sociedad de la que fueron expulsados, pautas para organizarse en el futuro, y en ese sentido creo que no pueden llamarse precursores de la Independencia, pero sí pueden llamarse constructores de la nación, que es una cosa finalmente mucho más importante”.
El pensamiento jesuita también influyó en Hidalgo y Morelos, en sus ideales de crear una sociedad sin esclavos, con una mejor distribución de la riqueza y capaz de tomar decisiones por sí misma, consciente de su pasado y atenta a su futuro (considérese el texto “Los sentimientos de la nación”, obra del segundo), una clara herencia del trabajo hecho por la Compañía de Jesús en el siglo XVIII.
La memoria del país está y siempre estará en juego, sobre todo en años como éste, cuando las corrientes profundas convergen en forma de números tan identificables como 1810, 1910, 2010.
País mestizo, país aún de castas donde diez por ciento de la población controla ochenta por ciento de los recursos; país de enlace entre el norte, el centro y el sur del continente americano, México vio nacer sus primeros trazos de memoria colectiva e identitaria de la mano de los jesuitas.
“Le dieron al país algo valiosísimo que es prácticamente lo único que tenemos en común las poblaciones tan diversas que estamos en este país: una imagen compartida de lo que somos como sociedad. Y eso ellos lo edificaron básicamente utilizando un recurso extraordinario, que es una de las cosas que más nos faltan ahora: la memoria”, señala Alfaro.
Formaron, “una patria común a los criollos (como ellos), mestizos e indígenas; una matriz cultural en la que podía realizarse la fusión de ambas herencias, la indígena y la europea”.
Lograron, entre muchas otras cosas, convertir la palabra México en un signo de vinculación, cuando antes no era más que el nombre de una ciudad y una etnia, “una especie de gran metonimia o sinécdoque” que todos empiezan a reconocer como propia más allá de tribalismos, ideologías o filiaciones religiosas.
¿Se ve algo de esta amplitud de ideas en las actuales elites nacionales, en la sociedad civil?
Una pregunta para tener en mente antes y después de los fuegos artificiales, los desfiles y los bailes folclóricos que se replicarán por todo el país el 15 y el 16 de septiembre de 2010. m.