Lo que da la vida

Lo que da la vida

– Edición 486

Libro «Opus Gelber», de la argentina Leila Guerriero

Ya sea que los escritores procedan por alusiones o mediante la detección de lo inadvertido, algo tiene siempre de prodigioso esa ilusión por la que creemos vivir lo que estamos leyendo.

Hacer ver, antes que mostrar: cuando la literatura se propone este cometido, y lo logra, hay una alta probabilidad de que el resultado sea memorable. Es arduo, desde luego: el autor ha de encontrar la forma de que su imaginación aliente, e incluso dirija, la imaginación del lector, a fin de que sea ésta la que por su cuenta llegue a fabricar lo que aquél necesitaba. ¿De qué recursos tiene que valerse la escritura para conseguir esta transferencia? ¿Será cosa sólo de poner en juego determinadas destrezas técnicas? Claudio Magris, por ejemplo, ha dicho que descubrió en Borges el poder insospechable de la alusión: en lugar de nombrar las cosas, limitarse apenas a apuntar a ellas, insinuarlas, proporcionar los indicios para que la inteligencia del lector acabe de recorrer el camino.

“Por los detalles entra en las obras la vida”, anotó el amigo de Borges, Adolfo Bioy Casares, y tal vez esa afirmación deba entenderse como el principio operativo de su ficción, en el otro extremo: al surtir sus historias con datos precisos, minuciosos, que podrían juzgarse incluso como irrelevantes en la medida en que su ausencia difícilmente afectaría el decurso de los acontecimientos, esas historias a menudo fantásticas adquieren toda la verosimilitud que asignamos a los hechos de nuestra existencia tangible, de este lado de la página. Es posible que Bioy adquiriera ese aprendizaje de Balzac, uno de los observadores más atentos de la parte de la realidad que conocemos como la vida real. En todo caso, sea que procedan por alusiones o mediante la detección de lo inadvertido, algo tiene siempre de prodigioso esa ilusión por la que creemos vivir lo que estamos leyendo.

“Abre los ojos. Mira”

El autor de esta maqueta del universo declaró alguna vez que, desde muy temprano, casi al mismo tiempo que supo que quería ser escritor, se dio cuenta también de que carecía por completo de imaginación. Lejos de arredrarse, lo que hizo fue imponerse reglas cada vez más complicadas, a fin de que su escritura se viera forzada a dar continuamente con soluciones y, entonces, fuera emergiendo la obra. En este libro, lo que hizo fue, digamos, retirar la fachada de un edificio del centro de París y observar absolutamente todo lo que había dentro: todas las existencias de los inquilinos presentes y pasados, y también todas las historias de los objetos que poseían. El resultado es, nada menos, lo que el título dice: un instructivo para comprender cómo funciona la vida.

La vida instrucciones de uso, de Georges Perec (Anagrama)

Entrar en la cascada

“¿Qué se siente al estar vivo? Viva, te plantas de pie bajo una cascada. Te alejas deliberadamente de la orilla del sueño; te quitas la ropa polvorienta, decides el camino a seguir, descalza por las rocas resbaladizas, contienes la respiración, eliges tu punto de apoyo y entras en la cascada”. O bien, si no hay una cascada en las inmediaciones, entras en la prosa de Annie Dillard, una escritora para quien la experiencia de la lectura no tiene por qué diferir, en lo más mínimo, de la experiencia del mundo, con los infinitos modos que tiene de afectar nuestros sentidos y revelarnos, para nuestro más categórico asombro, que estamos vivos. La abundancia es una colección de ocasiones preciosas para que nos acordemos de eso.

La abundancia, de Annie Dillard (Malpaso)

La vida extremada

Comisionado para redactar un testimonio que originalmente tendría fines publicitarios, David Foster Wallace se embarcó en un crucero y pronto descubrió que aquello iba a ser más bien una expedición al encuentro de las condiciones más extremosas de la naturaleza humana. Los días y las noches que pasó abordo de ese barco atestado de personas enfrascadas en divertirse a como diera lugar —principalmente jubilados, miles de jubilados— dieron como resultado no sólo una crónica hilarante y desmesurada (aquello del texto de promoción turística quedó para mejor ocasión), sino también la prueba de lo que una mente como la del autor de La broma infinita puede hacer cuando su materia de trabajo es la inconcebible vida misma.

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de D. F. Wallace (Random House)

Virtuoso y virtuosa

“Retrato de un pianista”, reza el subtítulo. Pero es mucho más que eso. La periodista Leila Guerriero intuyó que en el departamento del barrio de Once, en Buenos Aires, donde vive voluntaria y casi totalmente recluido Bruno Leonardo Gelber, había un enigma poderoso. Y tocó a la puerta para descifrarlo. Se encontró así, para su maravilla —y para la nuestra—, con la memoria inagotable de Gelber, informada por una vida vasta y llena de proezas, gloria, amores, lujos, excesos y la música más hermosa que existe en la Tierra. El modo en que Guerriero da cuenta de lo que esa memoria le entrega, de esa existencia que todavía ahí, desde el Once, sigue siendo deslumbrante, sólo puede equipararse con la experiencia de oír tocar a Gelber. Se necesitaba que una virtuosa como ella interpretara esta obra maestra.

Opus Gelber, de Leila Guerriero (Anagrama)

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