La seducción del hombre blanco

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La seducción del hombre blanco

– Edición 416

“No existen indicios visibles de rencor contra los blancos, aunque quizá se trate de una farsa”, decía un informe secreto del gobierno antes de la liberación del lider sudafricano.

El día en el que Nelson Mandela salió de la cárcel, al gobierno sudafricano le preocupaba lo que los funcionarios denominaban, en conversaciones privadas, el factor ayatolá. Varios miembros del gobierno habían mantenido conversaciones secretas con Mandela durante cuatro años y creían tenerlo calado. Pero ¿y si lo habían interpretado mal? ¿Y si los había engañado? ¿Era posible que hubiera estado fingiendo ser un pacificador y que, en realidad, su intención fuera exhortar a las masas negras a alzarse contra sus opresores, contra los mismos que lo habían tenido 27 años encerrado en prisión? ¿Y qué ocurriría si las masas eran incapaces de contener sus emociones, sus años de ira contenida, y la liberación de su líder acababa transformándose en el catalizador de una orgía de venganza?.

Un documento de los servicios de información del gobierno, recogido por las autoridades penitenciarias, y reproducido en la biografía autorizada de Mandela, recién publicada por Anthony Sampson, enumeraba en tono admirativo los rasgos del dirigente. Pragmático, filosófico, idealista, disciplinado. Pero los autores del documento añadían una nota de cautela: “No existen indicios visibles de rencor contra los blancos, aunque quizá se trate de una farsa espléndidamente interpretada por su parte”.

Niel Barnard, jefe del Servicio Nacional de Información de Sudáfrica entre 1980 y 1992, mantuvo más de 60 reuniones secretas con Mandela antes de que éste saliera en libertad. Su cabeza le decía que Mandela no estaba fingiendo. Pero el hombre al que denominaban el superespía del apartheid, albergaba en su corazón el temor de que las cosas se descontrolaran y la pesadilla producida por la conciencia culpable de la Sudáfrica blanca se hiciera finalmente realidad. “Lo que nos angustiaba era saber si iba a ser posible superar las 24, 48, 72 horas siguientes sin que hubiera un gran levantamiento popular —explicaba Barnard en una reciente entrevista—. ¿Recorrería el país a la manera del ayatolá? ¿Saldrían cientos de miles de personas dispuestas a arrasarlo todo?”

Por motivos que no se explicaron en su día, el hecho es que Mandela salió de la cárcel, el 11 de febrero de 1990, con más de dos horas de retraso sobre el horario previsto, con el consiguiente aumento del suspense general (aunque el entonces ministro de Justicia, Kobie Coetsee, declaró más tarde que se quedó más tranquilo cuando las autoridades de la prisión le explicaron que el motivo del retraso era que Winnie Mandela había ido a la peluquería). También se retrasaron las primeras palabras en público de Mandela, porque en el lugar del acto, una gran plaza de Ciudad del Cabo, había una muchedumbre tan caótica que el coche del líder negro no podía llegar hasta allí. De forma que lo llevaron a un tranquilo barrio a las afueras de la ciudad para esperar que se restaurase la calma. En ese barrio vivía una joven pareja blanca con sus dos hijos, unos gemelos de un año. Como millones de personas perplejas en todo el mundo, los padres estaban siguiendo el espectáculo por televisión.

Richard Woolf, que trabajaba de médico en la zona, y su mujer, Vanessa, oyeron que alguien llamaba a la puerta. Era un vecino para decirles que Mandela estaba sentado en un Mercedes Benz estacionado delante de su casa. “Al principio no le creímos, pero allí estaba, era Nelson Mandela”, recuerda el doctor Woolf. “Nos levantamos y le miramos asombrados. Todo el mundo tenía la atención puesta en él, y él estaba delante de nuestra casa. Nos quedamos contemplándole, hasta que bajó la ventanilla y nos hizo una seña para que nos acercáramos, mientras decía: ‘Vengan aquí’. Me aproximé con Simon, uno de nuestros hijos. Enseguida percibí que tenía una presencia asombrosa. Pero, al mismo tiempo, era muy cordial, muy animado. Nos preguntó si podía cargar a Simon. Así que se lo pasé, lo cogió por la ventana y lo columpió en su rodilla. Daba la impresión de que estaba encantado de tener un niño en brazos”.

La última vez que aquel ayatolá bondadoso había tenido a un niño en brazos había sido nueve años antes, gracias a la amabilidad de sus guardianes en la cárcel.

Winnie Mandela había ido a visitarlo con su primer nieto, de apenas tres meses, envuelto en una manta. Había dos guardianes de servicio. Mandela, que normalmente sólo tenía contacto con su mujer a través de una gruesa ventana de cristal, pidió a los guardianes que le dejaran cargar al niño, algo que no había hecho desde hacía 20 años. Los guardianes, ambos blancos, intercambiaron miradas nerviosas. Pero no pudieron resistirse a la petición de Mandela. “Tomé al niño por la puerta posterior —recuerda uno de ellos, llamado Christo Brand— y llamamos a Mandela”. “Le pusimos al niño en brazos sin previo aviso y le dijimos que tenía que mantenerlo en secreto. Podíamos perder nuestros puestos. Respondió: ‘Oh’, cogió al niño y lo besó. Había lágrimas en sus ojos. Nadie supo jamás que Mandela había visto al niño”.

¿Qué tenía Mandela para que los guardianes estuvieran tan dispuestos a complacerlo, a confiar en él, incluso poniendo en peligro el trabajo que les daba de comer? ¿Por qué Niel Barnard, el impasible jefe de los servicios de información del apartheid, se fiaba de él como para recomendar al presidente F. W. de Klerk que lo dejara en libertad y empezara a negociar los términos de la transición a la democracia? Son muchas las razones por las que Mandela ha conseguido tranquilizar, seducir y ganarse a la Sudáfrica blanca. Pero, en esencia, esas cualidades que vio la familia Woolf, la combinación de una “presencia asombrosa” y un toque de calidez y humanidad, son las que convencieron, primero, a sus guardianes en la prisión, luego a sus interlocutores secretos de la Administración, después al Gobierno del presidente De Klerk y, por último, a la población blanca del país en su conjunto, de que era un dirigente de quien todos los sudafricanos podrían sentirse orgullosos.

Incluso De Klerk, que quizás haya sido el último presidente blanco de Sudáfrica, reconoce el papel indispensable que Mandela desempeñó para que el país se alejara del precipicio que lo llevaría a una confrontación sangrienta y alcanzara, como es el caso en la actualidad, un grado de estabilidad política que no se había visto desde que llegaron los primeros colonos blancos, en 1652.

“Si el presidente Mandela fuera más joven y estuviera dispuesto a continuar otro mandato en su cargo, y si la Constitución previera dos votaciones distintas —una para la presidencia y otra por un partido político—, estoy absolutamente convencido de que el presidente Mandela obtendría un porcentaje de los votos totales muy superior al que conseguiría el cna como partido”, afirmaba De Klerk en una entrevista este mismo año; un comentario significativo si se tiene en cuenta que las previsiones dicen que el Congreso Nacional Africano (cna), el partido de Mandela, obtuvo 66.35% de los votos en estas elecciones generales. “En mi opinión, es muy respetado por la inmensa mayoría de los sudafricanos —proseguía De Klerk—. Admiran y valoran la moderación que ha aportado a todo el proceso, su compromiso con la construcción del país y su comprensión de los temores y las aspiraciones de nuestra gran diversidad cultural”.

No siempre fue así. En los años cuarenta, cuando Mandela era un joven activista, se oponía de forma visceral al destacado papel que varios dirigentes indios y algunos comunistas blancos habían asumido dentro del movimiento de liberación. La población india estaba bien representada en Sudáfrica y había heredado de Gandhi —cuyo primer contacto con las injusticias políticas se produjo durante su estancia en Sudáfrica, a principios de siglo— una tradición de protestas pacíficas. Sin embargo, Mandela, lleno de orgullo juvenil, creía que los africanos sólo debían ser dirigidos por africanos.

Y llevaba sus objeciones a auténticos extremos. Cuando veía a algún comunista blanco que conocía caminando por la calle en dirección a él, cruzaba a la acera del otro lado. En una ocasión, durante una reunión política, recurrió a la violencia. “Mandela atacó a los comunistas y a los indios —recuerda Wolfie Kodesh, un comunista blanco del que más tarde se hizo amigo—. Agarró a Yussuf Cachalia cuando estaba arriba de una plataforma y lo lanzó fuera de ella como si fuera un perro”. Cachalia también llegó a ser amigo suyo más adelante, cuando Mandela comprendió que, frente a la represión creciente del apartheid, el cna no podía permitirse el lujo de desdeñar a aliados de ningún tipo.

Pero incluso después de adoptar sin reservas la filosofía esencial del cna del no racismo, Mandela siguió siendo, a los ojos de sus camaradas, un agitador. Siempre el primero de los líderes del cna en ofrecerse como voluntario para ser detenido desafiando leyes injustas, fue asimismo la primera figura de la organización que defendió, en una decisión muy controvertida, el abandono de la resistencia no violenta, el método de lucha escogido por el cna desde su fundación, en 1912. Habló con pasión en favor de empuñar las armas. Y venció. Cuando se fundó Umkhonto we Sizwe (La Lanza de la Nación), en 1961, Mandela fue designado su jefe.

“Muchos lo veíamos como una especie de Garibaldi —recuerda Joe Matthews, entonces un camarada muy allegado en el cna y viceministro en el gobierno de Mandela—. No como un pensador sino como un guerrero, el tipo valiente que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que entrañara peligro. Era un hombre que no conocía el miedo, que quizá no tenía todos los elementos en cuenta”.

Cuando el soldado fue a la cárcel, después de que lo condenaran a cadena perpetua en 1964, empezó a revisar todas sus ideas. Con la casi totalidad de la dirección del cna —no sólo él— en prisión, empezó a meditar en la soledad de su celda diminuta sobre los límites de lo que era políticamente posible. Maharaj, miembro de su gabinete, llegó a la cárcel de máxima seguridad de Robben Island en 1965, y permaneció muy cerca de Mandela durante 12 años. “La cárcel lo hizo más comedido —afirma Maharaj—. La prisión te da la posibilidad de relajarte y decir: ‘Muy bien, no hay ningún momento culminante, ningún plazo’, y te permite el lujo de analizar, punto por punto, la forma de obtener las cosas”. ¿Qué cosas quería obtener Mandela? ¿Para qué utilizó la oportunidad de planificar sus pasos y aprovechar la nueva autodisciplina a la que obligaba la cárcel? Sus objetivos eran dos: cambiar por completo la relación con las autoridades de la prisión y humanizar Robben Island, a la que consideraba un microcosmos de la Sudáfrica del apartheid. Y prepararse para el día en el que el gobierno blanco se viera obligado a negociar con la oposición negra.

Estas dos ambiciones parecían muy improbables a mitad de los años sesenta. El sistema penitenciario era brutal. Trabajos forzados, obligación constante de silencio, una carta cada seis meses; ropa y comida que ofrecían escaso alivio ante las inclemencias del invierno en el Atlántico meridional.

En cuanto a la política, fuera de la cárcel, la resistencia negra había sido aplastada. Parecía que el apartheid, como el comunismo en el bloque soviético, perduraría eternamente. Sin embargo, Mandela no perdió nunca su visión optimista. Como escribió a una amiga desde la cárcel: “La cosecha ha quedado simplemente aplazada, no destruida”.

Mandela sembró las semillas de la liberación en sus tratos con los guardianes de la prisión, un grupo muy representativo de la sociedad caracterizada por el racismo más impenitente del mundo. “Conoce a tu enemigo” era un principio cuyo uso podía resultar muy útil en prisión y, un día, con el propio gobierno. Se propuso enseguida aprender el idioma de los guardianes, afrikáans (“la lengua de los opresores”) y su historia. Después empezó a estudiar el proceso que seguían sus mentes, con el fin de influir en ellas para sus propósitos.

“Un día, íbamos a trabajar —recuerda Maharaj— y nos empujaban para que camináramos más aprisa. De repente, Mandela se pone en primera fila y nos susurra a todos: ‘No cedáis ante las amenazas. Seguid andando a vuestro paso normal’. No había ninguna discusión con los guardianes. Ningún desafío patente. Era una forma callada de conservar en nuestro interior una parte que el guardián se veía impotente para dominar”.

Esta actitud, según Walter Sisulu, empezó a alterar la correlación de fuerzas. Por primera vez, las autoridades penitenciarias se vieron forzadas a dialogar con los presos. “Porque, cuando no conseguían que nos moviéramos, tenían que preguntarse qué podían hacer —explica Sisulu, que pasó 25 años en la cárcel con Mandela—. Entonces decidieron reconocer a nuestra dirección. Ése fue un momento muy importante”.

Era una guerra de nervios, como decía otro preso, una guerra de desgaste. Pero, al mismo tiempo, Mandela hacía hincapié en la necesidad de convencer a los guardianes de que dejaran de tratarlos, en palabras de Maharaj, “como a monos en el zoo”. Mandela opinaba que no eran los presos quienes necesitaban rehabilitación —que era la postura oficial—, sino los guardianes. “Descubrimos formas de comunicarnos con ellos, charlar con ellos y, por más groseros que fueran, neutralizar su grosería”, explica Maharaj para describir otro elemento del método de Mandela.

El fruto fue inmediato. Los guardianes empezaron a mostrar la inferioridad que sentían con respecto a nosotros, debido a nuestra preparación y a nuestro comportamiento; hasta el punto de que empezaron a pedirnos que les ayudáramos en sus estudios y a acudir a nosotros en busca de consejo cuando tenían conflictos con sus superiores”. Paso a paso Mandela iba imponiendo su voluntad a los guardianes. Eso es lo que descubrió George Bizos, su abogado durante casi cuatro decenios, durante una visita a la isla.

“Había con él ocho guardianes —recuerda—. Los presos no suelen marcar la pauta a sus vigilantes, pero era evidente que, en su caso, es lo que hacía. Me dijo ‘Hola’ y le devolví el saludo. De pronto se apartó y me dijo: ‘Perdona, George, no te he presentado a mi guardia de honor’. Y me presentó a cada uno de los guardianes por su nombre. Estaban absolutamente asombrados, pero se comportaron como si verdaderamente fueran una guardia de honor. Me dieron la mano con todo respeto”.

Si los guardianes eran, en su mayor parte, hombres sencillos, afrikáners procedentes del medio rural, en Niel Barnard, Mandela encontraría, muchos años después, a un adversario al que numerosos observadores políticos sudafricanos consideraban el Maquiavelo del presidente P. W. Botha en los años ochenta. Sin embargo, una vez más, la mezcla de majestuosidad y cortesía de Mandela consiguió —tal como reconoce Barnard en la actualidad— desarmar sus defensas y logró su objetivo de aplacar las sospechas y los temores que corrían por la sangre afrikáner del funcionario.

Barnard conoció a Mandela, sobre todo, durante la última etapa de los cuatro años de conversaciones secretas en la prisión. Durante el último año de encarcelamiento de Mandela, el lugar de encuentro era una casa en el recinto de la prisión Victor Verster, cerca de Ciudad del Cabo. Lo trasladaron a la casa —con piscina y cocinero a su disposición— un año antes de su puesta en libertad, cuando el gobierno pensó que aquel hombre sería el futuro presidente de Sudáfrica y que le convenía tratarlo bien.

En una entrevista, Barnard recordaba con asombro y afecto las extraordinarias maneras de Mandela cada vez que lo visitaba. “Cuando entraba en la casa de Victor Verster, tomaba mi saco con gran educación y me decía: ‘Doctor Barnard, deje que le ponga aquí el saco’. Y yo le decía —por cierto, yo siempre le hablaba en afrikáans y él me respondía en inglés— le decía: ‘Hombre, señor Mandela, verdaderamente no hace falta. Sigo siendo joven. Deje que lo haga yo’. El viejo —me gusta llamarle viejo, cariñosamente— era siempre el hombre más educado que pueda usted imaginar”.

El Servicio Nacional de Información de Barnard fue, dentro del gobierno del apartheid, la primera institución que llegó a la conclusión de que un acuerdo político era la única solución para los problemas de Sudáfrica. A mitad de los años ochenta, el gobierno sudafricano estaba aislado en el extranjero y asediado en el interior por un movimiento negro de protesta lleno de ira pero bien organizado. Muchos sectores de la administración, empezando por el presidente Botha, estaban en desacuerdo con la idea de hablar con la oposición negra. Botha, antiguo ministro de Defensa, creía que la mejor respuesta era —en palabras de Barnard— “luchar hasta el final”.

Las fuerzas de seguridad de Botha hacían incursiones en los estados africanos vecinos, asesinaban y torturaban a activistas del cna, fomentaban de forma clandestina conflictos mortales entre facciones negras rivales. Con el tiempo, al ver que las presiones nacionales e internacionales sobre su gobierno no hacían sino aumentar, Botha empezó a comprender que estaba cavando su propia tumba. O, como dice su antiguo ministro de Justicia, Kobie Coetsee: “Nos habíamos acorralado nosotros mismos en un rincón”. Se acercaba a gran velocidad el momento de cruzar el abismo político que separaba a blancos de negros. Nunca hasta entonces se había dignado ningún miembro del gobierno a reunirse con un líder del cna. Había llegado, por fin, el instante para el que se había preparado Mandela durante más de 20 años. Botha, no sin algunas dudas, autorizó a Coetsee a entablar un contacto inicial con él. A finales de 1985, Mandela fue operado de la próstata en un hospital “sólo para blancos” de Ciudad del Cabo. Coetsee lo visitó como por casualidad.

“Era un genio. Me di cuenta desde el momento en el que lo conocí —recuerda Coetsee, que fue ministro de Justicia entre 1980 y 1994—. Era un dirigente nato. Se mostró cordial. Estaba sentado en una silla, con la bata del hospital; pero hasta esa ropa la llevaba con dignidad”. Al volver a la cárcel, Mandela fue enviado a una celda de aislamiento. En su soledad tomó una decisión histórica. Escribió a Coetsee para proponerle conversaciones. Pero el gobierno de Botha seguía dividido entre la necesidad de negociaciones y el impulso de guerra. Pasó un año, hasta que una noche, de repente, llegó un coche a recogerlo para llevarlo a la residencia oficial de Coetsee en Ciudad del Cabo, vestido con un traje que le proporcionaron las autoridades de la prisión.

Tanto Coetsee como Mandela —en su autobiografía— han explicado que el objetivo de ambos era crear una atmósfera de normalidad, como si fueran dos señores que se tomaban tranquilamente juntos un jerez. Nada podía estar más alejado de la verdad, puesto que Mandela era, literalmente, prisionero del ministro de Justicia del apartheid. No sólo eso: el simple hecho de que Coetsee formara parte del gabinete quería decir que apoyaba la brutalidad a la que se enfrentaban los camaradas de Mandela en la calle. Pero el dirigente negro, que se había preparado para este momento a lo largo de sus tratos con el salvajismo inicial de sus guardianes, tenía muy en cuenta su objetivo estratégico global. Desarmó a Coetsee con su amabilidad.

Coetsee se dejó arrastrar de tal forma a la farsa de normalidad, se olvidó hasta tal punto de sí mismo, que empezó a sentirse sobrecogido ante Mandela, un hombre del que hoy le gusta destacar que posee las clásicas virtudes romanas: honestas, gravitas y dignitas. Coetsee estaba tan embelesado que llegó a confesar a Mandela que sus conversaciones eran escuchadas en secreto. Mandela utilizó este dato con resultados eficaces.

El objetivo de Mandela era asegurar la puesta en libertad de todos los presos políticos, restaurar la legalidad del cna e iniciar un proceso sobre la forma de realizar la transición hacia el gobierno de la mayoría. “Al fin —explica Coetsee—, las pláticas escuchadas en secreto sirvieron para que quienes las realizaban pudieran comprender mejor a aquel hombre, siempre lleno de sinceridad y dignidad. Y, en mi opinión, fue su sinceridad sobre el futuro lo que resultó muy convincente”.

Mandela necesitaba pruebas visibles de que el gobierno pensaba con seriedad en el cambio político. Y las obtuvo. Primero, en forma de una reunión muy anunciada con P. W. Botha, una invitación muy cordial a tomar el té en la que Mandela le sedujo con sus conocimientos sobre la guerra que los “luchadores de la libertad” afrikáners habían librado contra los británicos a principios de siglo.

Luego, en octubre de 1989, después de que P. W. Botha se viera forzado a dimitir tras haber sufrido un derrame cerebral, el presidente De Klerk puso en libertad a Walter Sisulu y a otros presos de edad avanzada. El 2 de febrero de 1990, De Klerk anunció el levantamiento de la prohibición que afectaba al cna y a otros pequeños movimientos de resistencia de la población negra. La última pieza del rompecabezas que había estado componiendo Mandela mediante su labor meticulosa encajó en su sitio con su propia liberación, nueve días más tarde, que preparó el camino para las negociaciones formales cuyo resultado serían las elecciones de abril de 1994; las elecciones que  lo convertirían en el primer presidente negro de Sudáfrica. m.

2 comentarios

  1. Sencillamente interesantísimo
    Sencillamente interesantísimo y profundo el artículo, lleno de valores y de una fortaleza a prueba de todo.

  2. Me da sentido en la coyuntura
    Me da sentido en la coyuntura tensa de ésta recesión, recordar los modelos de crecimiento y evolución en nuestros retos de integración social.

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