Gioconda Belli: la apuesta por sobrevivir

Foto: EFE/Kiko Huesca

Gioconda Belli: la apuesta por sobrevivir

– Edición 493

Foto: EFE/Kiko Huesca

Autora de una obra que no puede entenderse sino en comunión con la historia de su país, Nicaragua, esta escritora peleó en la revolución que la liberó de una dictadura y hoy vive en el exilio por culpa del actual régimen; pese a esta ironía, su obra se aferra a una vocación vital que parece incansable

Quizá Gioconda Belli ya sospechaba que las cosas no iban a ser tan sencillas, allá en 1979, cuando, según lo cuenta ahora, las sandinistas se dieron cuenta de que los sandinistas no iban a hacer nada por ellas. De esa inquietud nació la sarcástica pero necesaria broma que fue el Partido de la Izquierda Erótica, quizá la única izquierda en la historia de América Latina que ha tenido éxito: imaginado en la novela El país de las mujeres (2010), denunciaba que sólo cierta forma del amor y de la pulsión por la vida, la representada por Eros, iba a propiciar el futuro, en contraste con cualquier revolución latinoamericana que estuviera segura de que iba a conseguirlo por la vía política.

En cambio, la izquierda nicaragüense de la vida real o estaba equivocada o se traicionó a sí misma, como tantas otras latinoamericanas. Pero la Izquierda Erótica, que no tenía intenciones de gobernar, pasó a la historia. Y la historia de la poeta Gioconda Belli (Managua, 1948) ha parecido reivindicarla cada vez que tuvo la oportunidad: como sandinista triunfante en la revolución de 1979, luego como exiliada por parte de los dueños del sandinismo en el siglo XXI, y como autora de El país de las mujeres y de numerosas obras de narrativa y poesía que apuestan por el amor —para el que la política simplemente no tiene tiempo.

La poeta, escritora y relevante voz política nicaragüense Gioconda Belli está de nuevo en el ojo público desde que el gobierno de su país, acusado de dictadura, la incluyó en una lista de 94 “traidores a la patria” a quienes expatrió, incluyendo activistas, críticos e intelectuales. Ella ya vivía en el exilio y desde 2022 hacía público su apoyo al joven político de izquierda Gabriel Boric, quien se convertiría en presidente de Chile, país que le concedió a Belli la nacionalidad.

Sergio Ramírez y Gioconda Belli forman parte de la lista de personas que fueron despojadas de la nacionalidad nicaragüense por una corte de Managua. Foto: Atilano Garcia/SOPA

Desde entonces, Gioconda Belli ha sido una referencia para pensar la más reciente crisis de Nicaragua, atizada por numerosas denuncias de violaciones a derechos humanos y abusos cometidos por el régimen de Daniel Ortega. Aunque en 2023 la escritora, durante una entrevista en televisión, usó unas tijeras para romper su pasaporte en vivo, lo cierto es que a los 74 años de edad insiste en la terquedad de quien ha enarbolado su condición disidente como mujer y como poeta para dotar de sentido a su condición natal: como nicaragüense, una eterna revolucionaria, siempre incómoda para el poder, ya sea el que regentea un país de Centroamérica, o bien el que condena a las mujeres a no hablar de su menstruación, de su menopausia o de su placer sexual.

Traducida a más de 20 idiomas, merecedora de numerosos premios —incluyendo el Sor Juana Inés de la Cruz de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y, en 2020, el español de Poesía Jaime Gil de Biedma—, Belli es, al primer encuentro de cualquier lector de literatura latinoamericana, una mujer que alza la voz acerca de su placer y su sufrimiento. Aunque la revolución de Nicaragua haya devenido en una dictadura que recuerda en mucho a la de la dinastía Somoza, que derrocó, un poema de esta autora cifra una terca esperanza propia de la gente dedicada a las revoluciones, como lo sabe cualquier mujer: “Sobreviví, como sobreviviremos todas”.

“Ahora vamos envueltos en consignas hermosas…”

Gioconda Belli nació en Managua el 9 de diciembre de 1948, como hija de un empresario y de la actriz de teatro Gloria Pereira, en una familia que integraba la élite del país. Estudió en Nicaragua y luego en España y obtuvo un diploma de Publicidad y Periodismo en Estados Unidos; se casó en Nicaragua a los 18 años y a los 21 fue mamá por primera vez —tiene cuatro hijos de tres matrimonios—. En 1970 empezó a publicar poesía, en la época en que, como muchos otros y muchas otras jóvenes de Nicaragua, también comenzó a militar en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la respuesta guerrillera y política organizada contra la dictadura de los Somoza.

Después de una intensa etapa guerrillera, el Frente se dedicó a convocar a militantes de sectores diferentes para organizar la oposición también desde la actividad política. La lucha armada llegó a las ciudades en 1978, venció al gobierno de Anastasio Somoza Debayle en 1979 y el sandinismo debió dedicarse a reorganizar al país. La guerra le había costado casi 50 mil muertes a Nicaragua y, aunque había obtenido gran visibilidad internacional, dejó un país empobrecido y prácticamente sin recursos.

Revolución sandinista, 1979. Foto: EFE

La literatura y la lucha se juntaron en la vida de Belli. Al tiempo que debutaba en la poesía, fungió como correo clandestino para el sandinismo y se ganó la persecución del régimen. Se hizo rápidamente visible, primero publicando en el suplemento cultural del periódico La Prensa Literaria y luego reuniendo el poemario Sobre la grama (1972), libro que es una celebración del amor, del erotismo y del placer, del descubrimiento del cuerpo como territorio de comunión con la persona amada, y, por causa de versos como “hasta que mi sexo explotó como granada”, la fuente de muchas continuas declaraciones de Belli acerca de la sorpresa que, aún hoy, produce en el mundo el hecho de que las mujeres expresen su erotismo.

El libro coincidió con la emoción de su primer matrimonio, pero, también, con el descubrimiento de la actividad política, que le dio la convicción de que la revolución valía la pena. Algunos estudiosos han dicho que el gran tema de la poesía de Belli no es la sola reflexión sobre el erotismo, sino el modo en que la vincula íntimamente con su propia patria convulsa pero decidida a renacer. Con los años, ella ha hablado de la Revolución precisamente como “un hecho erótico, dador de vida”. Cuando Sobre la grama fue reeditado en 2017, dio una entrevista a El País en la que sintetizó así esta juventud emocionada: “Esa revelación me llevó a la poesía, a mi reconocimiento como mujer y a la revolución. ¡Podía cambiar el mundo!”.

La lucha política la obligó a exiliarse —vivió en México en 1976—, pero no dejó de escribir ni de participar en la oposición, y su intensa actividad en foros de varios países la convirtió en una vocera clave para el sandinismo. En 1977 publicó Línea de fuego, un segundo libro de poesía en el que se fortalece la voz luchadora: abraza la necesidad de participar en la transformación de un país, aunque lamenta la violencia y la muerte. Con el premio Casa de las Américas para ese título se consolidó su visibilidad internacional, antes de cumplir los 30 años de edad.

Foto: Gioconda Belli / Facebook

Voces como las de Claribel Alegría (1924-2018) y Ernesto Cardenal (1925-2020) son referencias inmediatas para quien se pregunta por la poesía nicaragüense del siglo XX, heredera del fundamental Rubén Darío (1867-1916), en reconocimiento de una generación que atrajo a su obra el interés por los problemas sociales de su país. Pero esta vocación tocó a la generación de Gioconda Belli con un tono diferente, atizado por la intensidad de la guerra civil que derivó en el derrocamiento del somocismo. Fueron varias las poetas que produjeron obras preocupadas por la relevancia de las mujeres en la transformación política y dedicadas a pensar el renacimiento de Nicaragua, como Vidaluz Meneses y Daisy Zamora, pero entre sus contemporáneas es Belli, probablemente, la más conocida a escala internacional.

Y en todo caso, esa vinculación de su intimidad con su país es una marca permanente en su poesía; analogía directa, en ocasiones: en “Metamorfosis”, incluido en Mi íntima multitud, de 2003, escribiría, por ejemplo: “Tengo la patria atravesada en el cuerpo / creciendo sus cordilleras en mis pulmones / extendiendo sus valles en mi vientre, sus grandes ríos anegando mis piernas…”.

Muy famoso es “Soy como un inmenso país”, donde se describe “poblada de aldeas” y resume: “Soy como un inmenso país / un país anárquico / donde gobierna la poesía el estado de ánimo las fases de la / luna / donde mi vida y yo somos libres / y no hay llaves en las puertas”.

En los ochenta, Belli renunció a la vida política: trabajó con el nuevo régimen, pero éste no logró consolidar programa suficiente, al grado de que perdió las elecciones de 1990. En 1993, junto con otros varios militantes, rompió con el Frente y la amenaza de control totalitario que representaban dos líderes en específico. Con su familia, salió del país cuya promesa había celebrado sin saber que sería efímera: “Ya no hay oscuridad, ni barricadas, / Ni abuso del espejo retrovisor / Para ver si me siguen […] Ahora vamos envueltos en consignas hermosas, / Desafiando pobrezas, / Esgrimiendo voluntades contra malos augurios…”.

Gioconda Belli y Ernesto Cardenal, defensor de la teología de la liberación en América Latina y ministro de Cultura del gobierno surgido tras la revolución sandinista. Foto: Gioconda Belli / Facebook

El hombre fuerte y la poeta

Para entender a Nicaragua hay que pensar en sus hombres fuertes, pero es imposible terminar de entenderla sin las mujeres. Por ejemplo: para entender a Nicaragua hay que pensar en Daniel Ortega, pero no puedes hacerlo sin pensar en Rosario Murillo, su esposa, otra poeta.

Nacido en 1945, Daniel Ortega Saavedra ha sido el hombre fuerte de Nicaragua por 26 años: ahora mismo acumula 16 consecutivos como presidente, desde su llegada al cargo en 2007, pero también lo fue entre 1985 y 1990, mientras el Frente Sandinista organizaba la administración pública. Previamente coordinó la Juntade Reconstrucción entre 1981 y 1984.

Ortega fue militante y guerrillero desde finales de los años sesenta: estuvo siete años en la cárcel y, refugiado en Costa Rica, en 1978 se casó con la poeta Rosario Murillo Zambrana (1951), quien también era guerrillera sandinista y también publicaba en el periódico La Prensa. Juntos se han vuelto la pareja central para la Nicaragua del siglo XXI: desde que ella se convirtió en vicepresidenta en 2017, sus críticos los identifican como cabezas de un régimen modélicamente dictatorial. En 2018 enfrentaron una oleada de protestas que sacó a la calle a medio país, en lucha contra una reforma al sistema de seguridad social. La indignación se hizo evidente en todo el mundo, entre denuncias de que la pareja presidencial usaba a grupos parapoliciales para sofocar los levantamientos.

Muchas voces afirmaban que “la Chayo” era el verdadero poder represor: la responsable de orquestar la censura mediática y la política de seguridad interna. Se le reconocía, así, la lealtad mostrada a la carrera política de su marido desde que en 2007 había sido su jefa de campaña presidencial y luego su vocera, apoderada de la radio oficialista. Muy temprano, al arrancar el reinado de Ortega y Murillo, llegaron las denuncias del acoso contra cualquier voz crítica en el país.

Pero 2018 fue el punto de quiebre: la violenta represión incluyó más de mil desapariciones y al menos 450 muertes, de acuerdo con la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH). La Comisión Interamericana de Derechos Humanos documentó hasta 2019 un mínimo de 777 detenciones. La condena internacional incluyó sanciones de algunos países. El oficialismo hizo una oferta de diálogo con una amnistía, que también fue señalada como pretexto para no investigar la violencia policial. En 2020, con la pandemia por covid-19, el gobierno nacional fue acusado de ignorar la emergencia y agravar la crisis sanitaria.

Las elecciones de noviembre de 2021 empeoraron la situación: Ortega y Murillo fueron reelegidos en un proceso electoral marcado por la inhabilitación de partidos opositores y por la detención de precandidatos y candidatos. Es el quinto periodo presidencial consecutivo de Ortega. El aislamiento internacional, con directas críticas de parte de gobiernos como el de Estados Unidos, no parece haberlo debilitado.

Daniel Ortega, presidente de Nicaragua. Foto: EFE/Jorge Torres

Por el contrario, las denuncias de acoso contra grupos sociales diversos son repetidas desde entonces: en febrero de 2022, la Asamblea Nacional aprobó una serie de iniciativas de Ortega para declarar en la ilegalidad a varios actores sociales que habían sido críticos del régimen, con base, entre otras cosas, en una ley que exige transparentar financiamientos del extranjero. La decisión de retirar personalidad jurídica a foros, agrupaciones públicas, centros culturales y, sobre todo, decenas de organizaciones no gubernamentales (ONG) alcanzó a cinco universidades, incluyendo la icónica Universidad Politécnica, que había osado alojar en 2018 a decenas de estudiantes que participaban en las protestas de Managua y les ofreció protección contra la represión policial. A cambio, el gobierno pudo, desde 2022, retirar bienes e intervenir edificios de algunos espacios universitarios.

En ese mismo envión contra voces críticas, la presidencia decidió también reducir subsidios a instituciones como la jesuita Universidad Centroamericana (UCA) —una de las más prestigiosas entre las privadas del país, y que también había refugiado en su campus a cientos de civiles que sufrieron persecución desde las primeras marchas de 2018—, en lo que fue leído como un modo de castigar a estudiantes que requieren becas para estudiar en escuelas privadas. El gesto del oficialismo fue tan explícito que uno de los diputados del sandinismo, Wilfredo Navarro, aseguró que la UCA “es un centro de terrorismo”. De acuerdo con una nota del medio Nicaragua Actual, Navarro, igual que Ortega, realizó algunos estudios en la UCA, que en los ochenta se pronunció a favor de la revolución sandinista.

A la denuncia de acoso contra las universidades, los jesuitas de Centroamérica han añadido la advertencia de que sacerdotes de la Compañía de Jesús han sufrido directas amenazas de muerte, de las cuales han responsabilizado al régimen de Ortega. El caso más visible en aquel momento fue el del sacerdote José Alberto Idiáquez, SJ, quien fue rector de la UCA y responsable de abrir el campus a las personas perseguidas en la represión a las protestas de 2018. Idiáquez integraba la Mesa de Diálogo nacional propuesta para buscar una salida pacífica a la violencia en el país y las amenazas fueron leídas como una forma de desalentar su participación.

Por el contrario, el liderazgo de los jesuitas de Centroamérica, con una carta firmada por el provincial Rolando Alvarado, hizo pública su decisión de responsabilizar a Ortega y Murillo de cualquier agresión que sufrieran religiosos como Idiáquez. Y aunque la atención internacional sobre el caso pareció distender durante un tiempo la agresión a los jesuitas, lo cierto es que la ofensiva gubernamental no cesó: todavía en diciembre de 2022 había arrestos y causas judiciales contra sacerdotes sospechosos de “propagar noticias falsas”.12

“No sé cuándo dispuse rebelarme”

Aunque no es el primer revolucionario devenido cuasidictador, el caso de Ortega supone una ironía que sus críticos también denuncian: en 1979 el sandinismo abanderó la liberación nacional y cuatro décadas después se dedicó a corromperla. Como todos los demás artistas e intelectuales de los setenta y ochenta, Gioconda Belli se halló, en el nuevo siglo, enemiga de su gobierno, así que se fue a vivir a España y allá se quedó hasta que la expatriaron en el contexto de la persecución contra los críticos. A su contemporáneo Sergio Ramírez, Premio Cervantes de Literatura, lo acusaron de lavado de dinero. En un gesto simbólico muy directo, la Asamblea Nacional incluyó a la Academia Nicaragüense de la Lengua entre las ONG declaradas ilegales.

En una entrevista a la BBC en 2022, la escritora reflexionó sobre la violenta vuelta de tuerca a cargo de los triunfadores de 1979: “Quedamos los que sobrevivimos el triste final de esos tiempos, el de la revolución que se comió a sus propios hijos”. En esa charla se pronunciaba por una izquierda latinoamericana que admitiera que había caído en la trampa del autoritarismo y que debía reinventarse en torno a la justicia social, y admitía que Nicaragua era el último ejemplo de la deriva de las izquierdas.

En contraste con la profunda decepción por la situación política de su país, Belli no dejó de escribir ni de figurar como poeta, novelista y ensayista, habitual de sus temas y su visión que los vincula: las mujeres, su libertad y su sexualidad, como símbolo de la disidencia, la rebeldía, la libertad y la valentía; el feminismo, de expresión individual en cada mujer, como la gran revolución del siglo XX. La sensualidad que le fue alabada a su poesía antes —o exagerada como rareza provocadora y “pornográfica”—, ahora encarnada en los cuerpos adultos y ancianos.

Firma de libros durante la Feria Internacional del Libro Guadalajara en 2014. Foto: FIL/Bernardo De Niz.

Su reflexión sobre la vejez, opuesta a la juventud que se exige al cuerpo femenino, se ha convertido en uno de los rasgos de su poesía más reciente: “No sé cuándo dispuse rebelarme. / No aceptar que sólo se me concedieran como válidos / los diez o veinte años con piel de manzana / sentirme orgullosa de las señales / de mi madurez”, dice, por ejemplo, en “Sabor de vendimia”.

Y ocurre así que su poesía y sus novelas cobran un sabor distinto pasados los años, cuando a Nicaragua parecen afectarla los mismos azotes de autoritarismo que ya había derrotado a finales de los setenta. Ella lo había comparado ya con el mito de Sísifo: un país condenado a empezar de nuevo cada tanto.

Lo recuperó en varias ocasiones, de forma señalada en los artículos y ensayos recopilados en El país bajo mi piel (2001), pero el resto de su trabajo está cruzado por esa doble inquietud: desde la primera novela, La mujer habitada, de 1988, hasta Las fiebres de la memoria, de 2018, en la que rastreó la historia de su abuela. En sus poemarios está presente en todo momento: “¿Dónde escondo este país de mi alma / para que nadie más me lo golpee?”, escribió en “Canción de cuna para un país suelto en llanto”, el poema con el que aceptó la nacionalidad chilena.

Pero poco antes había combinado así su presente con el recuerdo del primer exilio, en el poema “Despatriada”: “No tengo dónde vivir. Escogí las palabras. Allá quedan mis libros, mi casa, el jardín, sus colibríes […] Me fui con las palabras bajo el brazo. / Ellas son mi delito, mi pecado, / ni Dios me haría tragármelas de nuevo”.

Desde los feminismos del siglo XXI, tan renovados y complejos, podría escucharse de nuevo su poema “8 de marzo”, en el que se lamenta de que el mundo masculino les conceda flores a las mujeres sólo un día del año: “Queremos flores de los que no se alegraron cuando nacimos hembras en vez de machos. Queremos flores de los que nos cortaron el clítoris, y de los que nos vendaron los pies. Queremos flores de quienes no nos mandaron al colegio para que cuidáramos a los hermanos, y ayudáramos en la cocina. Flores del que se metió en la cama de noche, y nos tapó la boca para violarnos, mientras nuestra madre dormía…”.

Entre la tristeza que cabe suponer por la situación de su país —tan pequeño que lo ha llamado “portátil”—, comprobar la intensa vitalidad de su literatura es una sorpresa para cualquier lector, y acaso un presagio para su agitada Nicaragua, como si la madurez no fuera sino otro lugar desde donde seguir luchando. O para sobrevivir, como pide a quienes experimentan la menopausia, porque una mujer es “mucho más que una fábrica de humores / o de óvulos”, según dice en “El pez rojo que nada en el pecho”:

“Tirá los tampones / las toallas sanitarias. / Hacé una hoguera con ellas en el patio de tu casa. / Desnúdate. / Bailá la danza ritual de la madurez. / Y sobreviví / como sobreviviremos todas”.

Foto: EFE/ Jeffrey Arguedas

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