Francisco se desnuda para cubrir la desnudez del papa
Leonardo Boff – Edición 434
Inocencio III fue sensible a Francisco y a los doce compañeros que lo visitaron, desharrapados, en su palacio de Roma, para pedirle permiso para vivir según el evangelio. Conmovido y con remordimientos, el papa les concedió un permiso oral. Corría el año 1209. Francisco no olvidaría este gesto generoso.
Saben los historiadores que el papa del tiempo de san Francisco, Inocencio III (1198-1216), llevó el papado a un apogeo y esplendor como nunca los había habido antes ni los habrá después. Hábil político, consiguió que todos los reyes, emperadores y señores feudales, con algunas excepciones, fuesen sus vasallos. En su regencia estaban los dos poderes supremos: el Imperio y el Sacerdocio. Ser sucesor del pescador Pedro era poco para él. Se declaró “representante de Cristo”, pero no del Cristo pobre, que andaba por los polvorientos caminos de Palestina, profeta peregrino, anunciador de una radical utopía, la del Reino del amor incondicional al prójimo y a Dios, de la justicia universal, de la fraternidad sin fronteras y de la compasión sin límites. Su Cristo era el Pantocrator, el Señor del Universo, cabeza de la Iglesia y del Cosmos.
Esta visión favoreció la construcción de una Iglesia monárquica, poderosa y rica, pero absolutamente secularizada, contraria a todo lo que es evangélico. Tal realidad sólo podía provocar una reacción contraria entre el pueblo. Surgieron los movimientos pauperistas, de laicos ricos que se hacían pobres. Predicaban por su cuenta el Evangelio en la lengua popular: el evangelio de la pobreza contra el fasto de las cortes, de la sencillez radical contra la sofisticación de los palacios, la adoración al Cristo de Belén y de la Crucifixión contra la exaltación de Cristo Rey todopoderoso. Eran los valdenses, los pobres de Lyon, los seguidores de Francisco, de Domingo y de los siete siervos de María de Florencia, nobles que se hicieron mendicantes.
A pesar de este fasto, Inocencio III fue sensible a Francisco y a los doce compañeros que lo visitaron, desharrapados, en su palacio de Roma, para pedirle permiso para vivir según el evangelio. Conmovido y con remordimientos, el papa les concedió un permiso oral. Corría el año 1209. Francisco no olvidaría este gesto generoso.
Pero la historia da sus vueltas. Lo que es verdadero e imperativo, llegado su momento de maduración se revela con fuerza volcánica. Y se reveló en 1216 en Perugia, adonde fue el papa Inocencio III a uno de sus palacios.
Súbitamente, el papa muere después de 18 años de pontificado triunfante. Pronto se oyen los sonidos lúgubres del canto gregoriano proveniente de la catedral pontificia. Se entona el grave planctum super Innocentium (“el llanto sobre Inocencio”).
Nada detiene a la muerte, señora de todas las vanidades, de toda la pompa, de toda gloria y de todo triunfo. El ataúd del papa está frente al altar mayor cubierto de oropeles, joyas, oro, plata y los signos del doble poder sagrado y secular. Cardenales, emperadores, príncipes, monjes y filas de fieles se suceden en la vigilia. El obispo Jacques de Vitry, llegado de Namur y nombrado después cardenal de Frascati, es quien lo cuenta.
Es medianoche. Todos se retiran apesadumbrados. Solamente la luz vacilante de las velas encendidas proyecta fantasmas en las paredes. El papa, en otro tiempo siempre rodeado de nobles, está ahora solo con las tinieblas. Y, de pronto, unos ladrones entran sigilosamente a la Catedral. En pocos minutos despojan al cadáver de todas las ropas preciosas, del oro, la plata y las insignias papales.
Ahí yace un cuerpo desnudo, ya casi en descomposición. Se hace realidad lo que Inocencio III dejara registrado en un famoso texto suyo sobre “la miseria de la condición humana”. Ahora ella se muestra con toda la crudeza en su verdadera condición.
Un pobrecito, sucio y miserable, se había escondido en un rincón oscuro de la catedral para velar, rezar y pasar la noche junto al papa. Se quitó la túnica rota y sucia, túnica de penitencia, y con ella cubrió las vergüenzas del cadáver ultrajado.
Siniestro destino de la riqueza, grandioso el gesto de la pobreza. La primera no lo salvó del saqueo, la segunda lo salvó de la vergüenza.
Y concluye el cardenal Jacques de Vitry: “Entré a la iglesia y me di cuenta, con plena fe, de cuán breve es la gloria engañosa de este mundo”.
Aquel al que todos llamaban Poverello y Fratello nada dijo ni nada pensó. Sólo hizo. Quedó desnudo para cubrir la desnudez del papa que un día le aprobara el modo de vida. Francisco de Asís, fuente inspiradora del papa Francisco de Roma. m
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