Excavación

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Excavación

– Edición 476

Desde ahí descubro que allá arriba, en la esquina, donde comienza la cortina, al inicio del librero, justo ahí, se marcan las formas de las hojas de un helecho pequeño, de un color cobre puntilloso, apeñuscado, susurrante. Con la nariz quiero tocar las hojas rozando mi piel.

Hoy descubrí una protuberancia en el techo de la casa. Es un techo blanquecino, a veces gris, manchado de humedad y, sospecho, algún tipo de mineral, pues las manchas son de color cobre. La protuberancia me recuerda esas imágenes en las piedras que, al ser partidas por la mitad, revelan pececillos, plantas, insectos. En este caso, la protuberancia es, claramente, la columna vertebral de un pez del tamaño de la palma de mi mano, la cual mido, escrupulosamente, alcanzando el techo y rozando la línea punteada, salteada, de la columna vertebral del pez. Supongo que es un pez. Bajo el blanco del techo —que sabemos falso, pues es una capa, una cobertura estética, inventada, no el verdadero material vivo dentro del llamado techo, pared o piso— yace un pez muerto hace millares de años. Es una línea de puntos saltones, como lo sería la pista de una constelación, de poder tocarla al estirar la mano. Se distinguen, a un nivel menor de sobresalto, tímidamente erupcionados, los hilillos de las espinas que, supongo, formarían la explanada del cuerpo de un pez. O, ahora que lo pienso, lo que podría ser una pequeña mantarraya. Soy una mujer que mira con el cuello torcido hacia arriba los peces del Pleistoceno sin saber sus nombres, pienso. Soy una mujer que desconoce que vive el Pleistoceno. Porque de pronto creo —no: estoy segura— que esos peces no están volando sobre mi cabeza (es decir, flotando emparedados dentro del techo de mi casa), sino que yo estoy aguantando la respiración en un oasis, un cenote, un ojo de agua cavernoso donde, entre mis ojos y la capa delgadísima de la superficie del agua, respiran un pez, dos, cinco, y se mueven como aves en parvada a mi derredor, azules y amarillos, entre moluscos inofensivos, erizos negros, bivalvos y caracoles, estrellas de mar color naranja. Tengo una lanza de punta de piedra, una punta con forma de pez, ovalada y aplastada, bella y colorida para confundirlos, pero no logro atravesarlos. Salgo a respirar: una fuerte bocanada. Aquí no huele a pasto, ni a río ni a piedra. Huele a musgo. Soy una mujer joven del Pleistoceno. Una mujer de mi edad verdadera ya sería abuela o bisabuela, estaría esperando en alguna de las cuevas secas, molesta por el llanto y los mocos de la descendencia. Esta mujer joven que soy, sobre el sofá, equilibrando fuerza con muslos todavía firmes y estilizados, es una mujer todavía más joven que se divierte en el Pleistoceno y que no quiere volver sin un pez incrustado en su lanza, no por hambre, sino por ego, porque ha apostado algo, porque compite con un hombre joven, más joven que ella, bonito de rostro, lampiño de tórax. Soy una mujer joven de América del Norte, me digo. No soy una Neandertal ni nada de eso, soy la misma homo sapiens que apaga el televisor con el control remoto y se pone lentes progresivos y ajusta la vista y ahora ve, además de la pista de vértebras e hilillos de espinas, un ojo. Que me mira. Ya está en mi lanza, ni siquiera supe cómo lo atrapé, es mío y le gané al mocoso ese que me mira con deseo todo el tiempo, aunque yo ya tenga hijos y los amamante, orgullosa, entre las mujeres viejas. No soy de ningún hombre, me parece que le digo al pez incrustado en el techo. Escucho lejos —a través de las paredes— el agua que corre de un excusado. En el ojo de agua cavernoso salgo a respirar y miro el pez que se mueve, desesperado, en la punta de mi lanza y miro su ojo que me mira, resignado. Eres mío, le digo al joven que sale a respirar desde otra parte y todo el oxígeno de la caverna es nuestro y ya sabemos qué hacer con él. Mi sexo despide un olor fuerte, que me excita, esté sola o acompañada. Me reclino en el sofá, cierro las persianas. No, mejor me arrodillo. El joven más joven que yo parece niña, y eso también me excita. Mi lanza a un lado. El ojo del pez, ahora saltón, protuberante. Los jadeos del joven niña, sobre mí. Desde ahí descubro que allá arriba, en la esquina, donde comienza la cortina, al inicio del librero, justo ahí, se marcan las formas de las hojas de un helecho pequeño, de un color cobre puntilloso, apeñuscado, susurrante. Con la nariz quiero tocar las hojas rozando mi piel. El muchacho ha cortado helechos, pero no estamos enfermos como para comerlos. Toca con ellos mis senos, mis mejillas, mis muslos, mientras sujeta mis manos sobre mi cabeza y por eso sacudo el rostro y la nariz entre las ramas, para defenderme, lúdica, del cosquilleo. Ésta fue mi caverna, pienso, mientras me disuelvo a solas una tarde de jueves. Éstos, mis helechos. Giro sobre mí, me sigo amando. Mi pez. Caigo a la alfombra, siento frío. Lo bueno de vivir en un primer piso es el contacto con la tierra, dijo una vez mi abuela. Del segundo para arriba no existen, no están sobre la tierra, no compras nada. Pero la tierra, dije yo, la tierra tiene cosas que no sé. ¿Dónde estará el rostro ahora del joven niña, si no está bajo el techo ni bajo las paredes? Mis manos quisieran levantar las losetas del piso que no me dejan ver lo que vive debajo, la realidad. Tengo mucho frío. La caverna se ha vuelto oscura. El sudor se nos seca de los cuerpos. El agua está helada. Pero hay que hundirse en ella, con la pesca recolectada en una malla hecha por las mujeres viejas con las ramas de los helechos: ah, sí, sí sirven para algo, pero las hemos dejado tiradas, terrestres, de su lado del paisaje, y nosotros hemos vuelto a cruzar hacia fuera de la caverna, aguantando la respiración, nadando con los ojos abiertos por las aguas cristalinas de ese mar que se secó hace siglos. Aquí debajo está mi joven niña, pienso arañando las losetas color tierra del piso que esconden la tierra verdadera. Pero impávidas, encementadas, me dejan frente a cuadrados perfectos que no huelen a nada, sin ojo de agua. Ya no podré nadar, no podré cruzar, no podré verlo. Mi marido llega a eso de las nueve y me encuentra llorando, sola, como siempre, sin nadie de quien hablar, sin nada nuevo que contarle. .

 

MAGIS, año LX, No. 502, noviembre-diciembre 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de noviembre de 2024.

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