El mensajero: Georges Adéagbo
Dolores Garnica – Edición 431
Los especialistas se refieren a las instalaciones de Adéagbo bien como poemas, como oráculos o como “constelaciones”. Su obra es tan caótica como los archivos que guardamos en la memoria, como esos sueños que nos revelan mucho de nosotros mismos al despertar.
Inspiración plástica y concentración mística. El africano Georges Adéagbo (Benín, 1942) niega ser artista, él es “un mensajero” designado para descifrar y descubrir el destino, la sustancia, los tiempos y las fuerzas físicas y metafísicas que componen un lugar, cosa, persona, iconografía, geografía, espacio e, incluso, nación o civilización. Arqueólogo siempre en busca de secretos mediante la instalación y un poco de adivinación, la sorpresa y un espíritu sencillo para iluminar y resaltar esos vínculos entre cada número, color, historia o tema con un solo destino, Adéagbo investiga el ritmo de las cosas y revela desde ellas la naturaleza y la forma de su contorno.
De proceso contemplativo, Adéagbo llega a un lugar específico y elegido por él, para desplegar por el suelo algún libro abierto señalando una página o un texto, recortes de periódicos, algo escrito en su muy particular francés, objetos encontrados en el entorno sin importar tamaño o utilidad (desde una piedra hasta botellas, basura, ropa, colillas de cigarros, boletos del transporte público y cuanto llame su atención), esculturas africanas encargadas con estrictas especificaciones a artesanos de su ciudad, Cotonú, con fin de representar en toda su obra sus raíces, orígenes y perspectivas —quizá su única constante—. Luego lo ordena todo a partir de un extraño método numerológico que lo lleva a encontrar relaciones, por ejemplo, entre su fecha de nacimiento y la fecha de muerte de Abraham Lincon, o entre el cumpleaños de su madre y la suma de la fundación de la Bienal de Venecia, o bien a partir de los colores de lo encontrado, o según los temas planeados con tal de esclarecer un fenómeno. “Yo camino, pienso, veo, paso, regreso, recojo los objetos que me atraen, voy a casa, leo cosas, hago notas, aprendo”: así ha descrito su proceso creativo.
Georges Adéagbo estudió Leyes en Cotonú (no es la capital de Benín, pero sí su ciudad más importante), donde todavía reside y trabaja. En 1968 viajó a Francia para seguir estudiando, pero regresó en 1971 por asuntos familiares. Vive en la pobreza, más por decisión que por necesidad, y, alejado de su comunidad (negó su herencia y no se encargó del negocio de su padre), ha permanecido aislado. Varias veces ha sido internado en clínicas mentales. En 1993 comenzó su primera instalación en casa: una inmensidad de cosas encontradas para demostrar que “el hombre existe entre el destino y el libre albedrío”. Un curador francés la descubrió durante una caminata turística por la ciudad (por si se duda del destino), capturó su rara sabiduría en fotografías y regresó a París para volver a Adéagbo famoso. Lo demás es una historia de reconocimientos que para el artista tiene poco interés: en 1999, por medio de una instalación, realizó una versión del león de Venecia para la bienal de esa ciudad, y obtuvo el Premio de Honor. Después lo buscaron las galerías de París, Nueva York y Londres, y su trabajo era ya una leyenda en la Documenta 11, en 2002.
Los especialistas se refieren a las instalaciones de Adéagbo bien como poemas, como oráculos o como “constelaciones”. Su obra es tan caótica como los archivos que guardamos en la memoria, como esos sueños que nos revelan mucho de nosotros mismos al despertar. Él toma dictado de lo que dicen las cosas tiradas, expuestas, creadas alrededor de un algo para definirlo. Recoge los detalles y forma relaciones basadas en teorías y métodos surrealistas; por eso sus obras resultan toda una revelación visual y reflexiva: ¿cómo es que alguien dice tanto con objetos? ¿Cómo es que nuestros objetos dicen tanto de nosotros? Un postre visual y reflexivo: Adéagbo siempre dice algo, desarrolla una hipótesis específica y, aunque suene extraño, normalmente logra desarrollarla e incluso ¿comprobarla? mediante sus objetos, como un serio ensayo visual.
Para Canibalismo, en la Bienal de São Paulo en 1998, descubrió mucho sobre las raíces negras que relacionan a dos continentes alejados. En Venecia distribuyó su pieza por toda la ciudad para explicar la influencia de África en una de las ciudades más bellas del mundo a partir de la imagen del león. “No recabo todo lo que encuentro, sólo recolecto lo que es parte de la historia de mi vida y de la historia del sitio con el que estoy trabajando”, escribió el africano que asegura que las leyes universales de la naturaleza gobiernan la vida de quien sea, donde sea. De ese misterio, de esa revelación escondida, él es sólo el mensajero, más que el creador. Quizá no haya labor más noble para un artista. m