De la denuncia a la invitación

De la denuncia a la invitación

– Edición 480

Imagen de la pelicula «Little Miss Sunshine».

El cine no ha sido indiferente a los maltratos que padecen los excluidos del mundo. A menudo ha exhibido inequidades y ha denunciado injusticias. Hollywood, no exento de oportunismo, es impulsor de la corrección política, y recientemente se ha sumado a las exigencias de visibilidad o equidad de diferentes grupos sociales. Es el mensaje explícito en la adjudicación del Óscar a Mejor Película a 12 años esclavo (2013), Moonlight (2016) y Green Book (2018), protagonizadas por personajes afroamericanos; en las dos últimas se trata, además, de homosexuales.

Pero una cosa es la denuncia y otra, la propuesta. Así, son escasas las películas que abordan la inclusión o que invitan a la reflexión sobre ella. Se concentran principalmente en dos cuestiones en particular: el racismo y la discapacidad (al teclear “Películas inclusión” en Google, ésta acapara las ligas sugeridas). Si la lengua ha encontrado vías para la inclusión —aunque muchas son eufemismos tan oportunistas como complacientes—, el cine está haciendo más detrás de la cámara que frente a ella.

La mejor película que he visto relacionada con estos asuntos es un cortometraje de animación: Ian, una historia que nos movilizará (2018), dirigido por Abel Goldfarb y producido por Juan José Campanella. Aquí vemos cómo la inclusión es del que la trabaja, no una concesión al quejoso. También he visto, cómo no, largometrajes que invitan a la inclusión por medio de historias protagonizadas por los excluidos: ancianos, extranjeros, indígenas, gays, transgéneros, discapacitados. Como éstos:

Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006), de Jonathan Dayton y Valerie Faris

Olive, de siete años, ha sido invitada a participar en un concurso de belleza. Para llegar, se lanza a la carretera en una combi con mamá, papá, hermano, tío y abuelo. Al principio la convivencia es problemática y tortuosa, pero conforme se desplazan, se mueven: avanzan. Terminan siendo lo que el dif y Hollywood mandan que sea una familia: un grupo funcional. En éste caben el tío suicida, el abuelo narcomenudista y el hermano daltónico. La inclusión es más que tolerancia, es apoyo, nos dice la historia. Y la familia es un buen principio.

Milk (2008), de Gus Van Sant

En su filmografía, Van Sant ha privilegiado a los excluidos, por lo general a jóvenes que padecen por no encajar. En esta cinta acompaña a un activista gay que se las arregla para obtener un puesto público. El cineasta sigue rutas conocidas por la superación personal, exhibe la homofobia y consigue trazar puentes de empatía con el enjundioso personaje protagtonista. A ello contribuye el buen desempeño que consigue de Sean Penn, quien aprovechó el Óscar por su actuación para lanzar un discurso político con tintes igualitarios.

El octavo día (Le huitième jour, 1996), de Jaco Van Dormael

Desde su primer largometraje, el belga Jaco Van Dormael convocó a Pascal Duquenne, quien padece síndrome de Down. En esta cinta, Pascal da vida a un joven que escapa de un asilo para enfermos mentales y se cruza con un hombre infeliz (Daniel Auteuil). Van Dormael muestra cómo el supuesto enfermo mental tiene una mejor comprensión de la vida y una capacidad más desarrollada para sobrellevarla. La amistad que surge entre ambos se convierte en una afectiva —y memorable— invitación a la inclusión. Duquenne y Auteuil compartieron el premio a mejor actor en Cannes.

Gran Torino (2008), de Clint Eastwood

Walt Kowalski (Eastwood) es un anciano malhumorado. Excombatiente de la guerra con Corea, debe “aguantar” a la numerosa y ruidosa familia coreana que vive en la casa contigua. La convivencia no buscada, sin embargo, le permite descubrir la calidez de sus vecinos. Con una sólida narrativa, detrás de la cámara Eastwood deja claro por qué es considerado “el último gran clásico”; frente a ella da vida a un personaje entrañable, rico en matices, que vive un doble proceso de inclusión: abre su casa al otrora enemigo y es bien recibido por ellos.

Roma (2018), de Alfonso Cuarón

La participación en el rol principal de Yalitza Aparicio, joven de origen mixteco, dio más de un pretexto para la reflexión. Ella interpreta a Cleo, que es niñera y doméstica. La cinta subraya su valor en la familia para la que trabaja; queda claro, no obstante, que no es un miembro de ella. Roma hizo (más) visibles los prejuicios raciales y clasistas de México, y ha sido factor de inclusión: coadyuvó a mejorar la legislación relativa al trabajo doméstico; Aparicio apareció en numerosos medios de comunicación y es ahora una influencer.

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