David Foster Wallace o el lenguaje inagotable
José Israel Carranza – Edición 438
Se ha querido ver en la obra de Wallace una de las más implacables críticas al estado de descomposición y malestar de las sociedades contemporáneas. Hay eso, pero también una corroboración de que las posibilidades del lenguaje son insospechables e inagotables.
Dos hombres juegan ping-pong en la cubierta de un barco. Uno es el jugador profesional, contratado para entretener a los pasajeros; otro es un pasajero cuya presencia en ese barco, un crucero de lujo por el Caribe, se debe al cometido de escribir un largo ensayo encargado por una revista: es, pues, un escritor que, si bien no va de incógnito, se guarda de revelar su identidad a todo mundo. Por ahora es el pasajero que juega, la mañana del sexto día, cuando se ha propuesto experimentar todas las atracciones que el crucero pone a su disposición —antes ha pasado buena parte del tiempo vagando por las doce cubiertas y casi todos sus recovecos, de día y de noche, o bien recluido voluntariamente en su camarote, cuyo lujo lo fascina y lo deleita sin cesar, en particular en lo concerniente al baño—. No es la primera vez que se enfrenta al jugador profesional: ya han forjado una rivalidad estimable aunque un poco absurda: el pasajero es mucho mejor que el jugador profesional, y el marcador entre ambos es de ocho juegos ganados por el primero y uno solo por el segundo. “Hemos alcanzado los dos ese nivel casi zen de habilidad en el ping-pong en el que prácticamente es el juego el que nos juega a nosotros —las arremetidas, las piruetas y los remates son puestas en práctica automáticas de una especie de armonía intuitiva entre mano, ojo y ansia primitiva de matar— de una forma que deja la parte frontal de nuestros cerebros libre y capaz de entablar un parloteo ocioso mientras jugamos”. Al pasajero, desde el sábado que abordó, lo ha intrigado, casi de modo obsesivo, el tema de los tiburones: incluso pidió que se le facilitara una cubeta con desperdicios de la cocina para usarla como señuelo a fin de hacer que algún escualo se aproximara al casco del barco —una idea ridícula: no sólo el contenido de la cubeta se habría dispersado por completo antes de tocar el agua, sino que desde esa altura hubiera sido muy difícil distinguir una aleta temeraria que llegara a husmear—. Éste es el penúltimo día de la travesía; mañana, en Fort Lauderdale, mientras espere el avión que lo llevará de regreso a Chicago, comenzará a darle forma al “collage sensorial hipnótico”, el lucidísimo registro de todo cuanto vio y experimentó en una semana absolutamente alucinante, aunque quizás menos alucinante que el registro en sí: la constatación de que el máximo placer imaginable es idéntico a la peor desesperación: “Hay algo insoportablemente triste en los Cruceros de Lujo masivos. […] La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, desesperar, pero es una palabra seria, y la estoy usando en serio. Para mí denota una adicción simple: un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y de que, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda”.
“Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, como terminó titulándose aquel ensayo/crónica, quizás sea el acceso más sensato a la obra de David Foster Wallace. Porque el ingreso principal, la novela La broma infinita (la segunda del autor, que estallaría en el firmamento de la literatura contemporánea como una supernova, un fenómeno deslumbrante que difícilmente se repetirá en varias generaciones), puede conducir a una experiencia de lectura tan extraña y desasosegante que el propio juicio se descubra violentado de modo temible. (O quizás sea precisamente por estas razones por las que haya que empezar por ahí.) Vertiginosa y extenuante, ficción incontenible en su capacidad de construir y diseccionar e interpretar un universo cuyas prolijas informaciones, conforme se multiplican sin cesar y saturan el entendimiento, paradójicamente parecen ir vaciándolo, La broma infinita es a la vez una novela sobre la adicción y sobre la imposibilidad y sobre la angustia, y una vivencia angustiosa y una novela imposible y peligrosamente adictiva. (¿De qué trata? Es difícil decirlo, pero acaso sea innecesario proponerse averiguarlo: subvertidas todas nuestras expectativas, nuestra comprensión se ve arrasada y llega un momento en que eso deja de importar. Y es fascinante.)
Se ha querido ver en la obra de Wallace una de las más implacables críticas al estado de descomposición y malestar de las sociedades contemporáneas. Hay eso, pero también una corroboración de que las posibilidades del lenguaje son insospechables e inagotables, tanto como la extrañeza del mundo y de la vida. Wallace abrevió la suya ahorcándose el 12 de septiembre de 2008. Apenas unos días antes había ido al quiropráctico. “Uno no va al quiropráctico si está pensando en suicidarse”, reflexionó su viuda después. m
Algunos libros de David Foster Wallace
:: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Mondadori, 2009)
:: La broma infinita (Mondadori, 2011)
:: El rey pálido (Mondadori, 2011)
:: La escoba del sistema (Pálido Fuego, 2013)