Calor que no hace arder, no es calor
Juan Pablo Gil – Edición 487
Delante del calor de la zarza que no deja de arder, Moisés se dispone a colaborar con Dios para que la cosa no se enfríe: “Anda, que te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelita”
Algunos materiales expuestos al calor son propensos a hacerse maleables. El artesano, por ejemplo, se ayuda del calor para manejar el vidrio o el metal. El calor, en este caso, no acaba con el material, sino que lo prepara para que el artesano pueda moldearlo y convertirlo en algo bueno y bello. Y también en algo útil. De este modo, podemos hacer uso de objetos como un martillo, unas tijeras o un refractario para ensaladas.
De la misma manera, el ser humano fue creado por Dios como algo bueno: “Y vio Dios que era bueno” (Génesis 1, 31) y como algo bello: “¡Qué bella eres, amor mío!” (Cantar de los Cantares 1, 15), pero en algunos momentos del camino llegamos a perder nuestra consistencia. Resultado de ello es el descuido por nuestro planeta, al contaminarlo o al permitir que lo contaminen; la violencia, la corrupción y la impunidad son, penosamente, escenarios con los que hay que lidiar día a día en nuestra sociedad; las preocupaciones que trajo la covid-19 no bastaron para apaciguar rencillas, sino que ahora se tensa una guerra que está dejando miles de muertos.
Por ello, cabría preguntarnos: ¿cuál es el calor que necesitamos las personas para hacernos moldeables?, ¿qué necesito cambiar de mí para recuperar mi mejor versión?, ¿quién es el artesano que, al conocerme, me moldea y me prepara para ser más útil a mis semejantes?, ¿qué tipo de persona necesito ser para contrarrestar el mal en nuestra sociedad?
Dios se deja moldear por la realidad que vive la gente que sufre nuestras inconsistencias: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos”, le dice a Moisés. Y éste, delante del calor de la zarza que no deja de arder, se dispone a colaborar con Dios para que la cosa no se enfríe: “Anda, que te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas” (Éxodo 3, 1 y ss). Moisés se dispone a ser útil a su gente, como también Dios se dispone a servirles al solidarizarse en sus desgracias. A uno y a Otro los hace arder el calor de Dios y el calor de los que más necesitan.
En nuestro interior existe un calor en espera de ser removido, de ser puesto en práctica. San Ignacio de Loyola, que sabía de ello, les pedía a sus jesuitas, cuando los enviaba de misión, que con ese calor fueran a encenderlo todo para transformar la realidad en algo bueno y bello. De hecho, a su amigo y compañero san Francisco Javier, se le representa iconográficamente con un calor en el pecho, como símbolo de su servicio apostólico. Y, más recientemente, el jesuita san Alberto Hurtado animaba a vivir a sus contemporáneos como fuegos que encienden otros fuegos, con servicio eficaz para quienes más lo necesitaban en el Hogar de Cristo.
Ese calor que no se apaga, que resiste el frío de la indiferencia, la violencia y el dolor, se sigue posando sobre nuestros corazones para moldearnos como discípulas y discípulos de la paz y la justicia. Ojalá nos dejemos moldear en caluroso servicio de quienes más nos necesitan.