La eternidad del pasajero
Territorio del faje involuntario, del apretón de todos y de nadie, del piquete de ombligo y costilla, pista de los pisotones sucesivos, plataforma del contacto accidental, el Sistema de Transporte Colectivo permite que seis millones de desconocidos se toquen a diario sin identificarse.
En vagones, pasillos, andenes y escaleras, la proximidad es tan grande que impide conocer a alguien. Un país anónimo se desplaza bajo tierra: seis millones de usuarios, la misma población de México en 1810. Los mexicanos que hicieron la patria cabrían en ese recinto subterráneo.
Marco Antonio Cruz entra al torrente de la multitud en tránsito para detectar lo que puede ser fijado. En el bastión de los desplazamientos encuentra figuras detenidas. Son los novios, los enamorados bajo la tierra. Ajenos a la prisa, ceden a la eternidad que dura un beso.
El estruendo no es para ellos, tampoco la celeridad. Quietos, extasiados, suspenden el tiempo y el espacio. No tienen otro horizonte que ellos mismos. La muchedumbre, la demasiada gente, la raza, el paisanaje, los metronautas de a montón, la tribu enterrada y sin embargo viva, se mueve sin que ellos lo noten.
El amor es una inmovilidad que no significa espera. El que ama ya llegó. No posa: vive en sosegada plenitud. Las parejas captadas por Cruz no aguardan otro destino que estar ahí; no muestran la rigidez de la estatua, ni las esforzadas poses de quienes acatan una orden. Congeladas por la dicha, repiten en silencio la súplica de Fausto: “Detente, instante, eres tan hermoso”.
El mundo carece para ellos de subsuelo o superficie. ¿Adónde van, dónde transbordan? Se orientan por señales interiores. Su ruta es un trayecto de latidos; su mapa, una infinita geometría de gestos.
Los amorosos se desentienden de todo lo que no sea su placer. Este aislamiento esencial se realza en el más insólito de los lugares: el metro hipergregario, hecho para millones de desplazados. Tal vez la causa secreta del movimiento sea destacar a quienes se detienen. Su fijeza importaría menos sin la prisa de los otros.
Marco Antonio Cruz rescata a los que están quietos por amor. En sus excepcionales fotografías, las parejas aparecen rodeadas de un vacío protector, encapsuladas por su afecto: remansos, islas en la marejada.
Cruz entra a un territorio en fuga, donde todos buscan un atajo o una salida, para registrar la energía en reposo, la apasionada calma del afecto.
En “Manuscrito hallado en un bolsillo”, Julio Cortázar plantea un desafío superior: encontrar el amor en el metro. Rara vez los transportes se prestan para el cortejo. ¿Cómo encontrar la permanencia en tránsito? El protagonista de Cortázar fracasa. Decepcionado, se arroja a las vías del metro. Como anuncia el título, de él sólo queda un manuscrito.
Los amantes retratados por Cruz se conocieron en otra parte, lejos del Sistema de Transporte Colectivo que vuelve anónimos a los que se rozan por obligación. No buscaron ahí pactos azarosos como el personaje de Cortázar; llegaron de fuera para realzar la solidez de su destino.
Amar es transgredir. En el bastión del movimiento, los novios se detienen porque les da la gana. Con total falta de respeto a la realidad, dejan que el resto del mundo se vaya a Indios Verdes. En el tiempo sin tiempo del amor, se entregan a sí mismos.
En nuestro acelerado devenir ignoramos su presencia. Pero alguien los descubre para revelar su mensaje. Maestro de la mirada, Marco Antonio Cruz practica una estimulante paradoja: sus pasajeros son eternos.
Texto: Juan Villoro