La Jornada Ignaciana
Alexander Zatyrka, SJ – Edición 506

La visión de la ética cristiana no es el rechazo sistemático a los bienes de la creación sino, más bien, aprender a administrarlos para que sean fecundos en amor
En anteriores entregas comentamos que los Ejercicios Espirituales de san Ignacio son una didáctica espiritual para reconocer nuestra identidad personal en Cristo y vivirla a plenitud. Esto conlleva hacernos conscientes de la manera particular como el Señor ha querido encarnar el amor en nosotros.
También implica conocer cuáles son “nuestros cinco panes y dos pescados” para ponerlos en las manos del Señor y recibir de Él las instrucciones sobre la mejor manera de convertirlos en don de vida para nuestros hermanos y hermanas. Para esto es fundamental tener libertad ante esos dones, renunciar a vivir apegados a ellos; y entregarlos, gastándolos con alegría en favor del prójimo.
La Jornada Ignaciana consiste en tres meditaciones que están llamadas a acompañar al discípulo en su proceso de conocer y seguir al Señor, optando por nuestra vocación personal. Más que una serie de propósitos o metas por conseguir de manera voluntarista, son un autoexamen con el fin de ver “si el amor a Cristo me basta” para elegir seguirlo en toda circunstancia.
Cuando nos sentimos sostenidos por el amor de Cristo no tenemos necesidad de buscar otra seguridad. En cambio, cuando seguimos actuando en función de nuestra inseguridad, convertimos los dones y talentos —que están ahí para ser usados como oportunidades para amar— en riquezas que no estamos dispuestos a gastar en favor de nuestros semejantes o para la construcción de la comunidad. De esta manera, un don se puede pervertir en la riqueza. Lo que se nos ha confiado para amar y servir se convierte en una dependencia y en una cárcel. El ejemplo clásico son los recursos económicos. Las personas los pueden administrar para cubrir sobriamente sus necesidades y hacer el bien, o apegarse tanto a ellos que les llevan a los extremos de la acumulación y la avaricia.
San Ignacio propone tres meditaciones que nos ayudan a ver qué tan libres nos mantenemos con respecto a nuestros dones y talentos.
La primera de las meditaciones se conoce como “Las dos banderas” (EE 136–148) y el texto dice:
El cuarto día, meditación de dos banderas, la una de Cristo, sumo capitán y Señor nuestro; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana natura. La sólita oración preparatoria.
El primer preámbulo es la historia: será aquí cómo Cristo llama y quiere a todos debajo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debajo de la suya.
El segundo, composición viendo el lugar; será aquí ver un gran campo de toda aquella región de Jerusalén, adonde el sumo capitán general de los buenos es Cristo nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer.
El tercero, demandar lo que quiero; y será aquí pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para de ellos me guardar, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para le imitar.
El primer punto es imaginar así como si se asentase el caudillo de todos los enemigos en aquel gran campo de Babilonia, como en una grande cátedra de fuego y humo, en figura horrible y espantosa.
El segundo, considerar cómo hace llamamiento de innumerables demonios y cómo los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular.
El tercero, considerar el sermón que les hace, y cómo los amonesta para echar redes y cadenas; que primero hayan de tentar de codicia de riquezas, como suele, para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo, y después a crecida soberbia; de manera que el primer escalón sea de riquezas, el segundo de honor, el tercero de soberbia, y de estos tres escalones induce a todos los otros vicios.
Así por el contrario se ha de imaginar del sumo y verdadero capitán, que es Cristo nuestro Señor.
El primer punto es considerar cómo Cristo nuestro Señor se pone en un gran campo de aquella región de Jerusalén en lugar humilde, hermoso y gracioso.
El segundo, considerar cómo el Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etcétera, y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos estados y condiciones de personas.
El tercero, considerar el sermón que Cristo nuestro Señor hace a todos sus siervos y amigos, que a tal jornada envía, encomendándoles que a todos quieran ayudar en traerlos, primero a suma pobreza espiritual, y si su divina majestad fuere servida y los quisiere elegir, no menos a la pobreza actual; segundo, a deseo de oprobios y menosprecios, porque de estas dos cosas se sigue la humildad; de manera que sean tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza; el segundo, oprobio o menosprecio contra el honor mundano; el tercero, humildad contra la soberbia; y de estos tres escalones induzcan a todas las otras virtudes.
Habría que empezar por aclarar que esta no es una meditación acerca del pecado, sino una ayuda para aprender a mantener la libertad de corazón. Sirve para conocer los mecanismos con los que suele entramparnos el mal espíritu, usando la meditación propuesta por Ignacio para desenmascarar los obstáculos concretos a nuestro seguimiento de Jesús. Se trata de crecer en lucidez frente a nuestra capacidad de autoengaño, en el entendimiento de que las transgresiones no son sólo el mal y el pecado, sino también aquello que nos llevó a caer en ellas, la fuente de todo pecado: el egoísmo.
Ignacio explica la progresión del autocentramiento: el mal surge de un ejercicio egoísta de la voluntad. Esto, a su vez, viene de creer que merecemos más que los demás. Esta actitud la desarrolla el que ha acumulado riquezas sobre las que construye su seguridad. Riqueza es todo apego a cosas y circunstancias que me llevan a sentirme primero, “preferible” a los demás (vanagloria), y después a sentirme constitutivamente superior a los demás (soberbia). Es evidente cómo este proceso de perversión hace imposibles el amor y la comunión.
Es primordial subrayar que la visión de la ética cristiana no es el rechazo sistemático a los bienes de la creación sino, más bien, aprender a administrarlos para que sean fecundos en amor, es decir, como vehículos/oportunidades para amar. Los puritanismos e integrismos no conducen al amor. En el uso de los bienes tenemos que aprender a hacerlo desde el corazón y no desde los dictámenes del ego.
Es importante hacer notar que “riqueza” (bienes materiales o mentales de los que me he vuelto dependiente) no es únicamente capacidad económica. Pueden convertirse en “riquezas” las cualidades, la salud, la autoridad, el dinero, la sexualidad, la personalidad, la inteligencia, la energía, los cariños, los roles que desempeñamos, los puestos que tenemos, etcétera.
Incluso, podemos convertir en “riqueza” una enfermedad, una discapacidad, o cualquier situación que nos lleve a pensar que somos dignos de privilegios y que estos nos convierten en “preferibles” frente a otras personas. Son apegos a cosas y circunstancias que nos llevan a servir al ego y sus caprichos, olvidándonos del prójimo y sus necesidades.
Ignacio nos sugiere pedir la gracia de distinguir los dos caminos. Por un lado, el de Dios, fincado en la pobreza (desapego/generosidad), la humildad, la solidaridad, el amor como don de sí dando vida. Y, por otro, el del mal espíritu, que consiste en la idolatría a nuestras falsas seguridades, la vanagloria y la soberbia, encerrase en sí mismo y, por eso, enfrentar finalmente el vacío y la muerte. En nuestra próxima entrega presentaremos las otras dos meditaciones de la Jornada Ignaciana: “Los tres binarios” y “Los tres modos de humildad”.
Para seguir reflexionando
:: Visita el sitio web de Alexander Zatyrka, SJ: “El camino
de la mistagogía”.