Una y otra y otra vez
José Israel Carranza – Edición 507

Las rutinas sólo las ejerce quien puede permitírselas. Y, además, rara vez son fruto de la casualidad: detrás de ellas hay siempre un propósito
Se cuenta que Immanuel Kant era tan escrupuloso en el cumplimiento de sus paseos diarios que los habitantes de Königsberg (su pueblo natal, del que sólo se alejó una vez en la vida, por unos cuantos minutos) ajustaban sus relojes cuando lo veían pasar. Dado a rituales elaborados que tenían por objeto conjurar toda amenaza de que ocurriera algo imprevisto, el profesor Kant seguía un programa estricto para acostarse (su criado lo envolvía en una especie de mortaja cada noche), para levantarse, para comer, para recibir visitas, e incluso estaba prescrito en qué orden debían intervenir sus invitados y en qué momento retirarse. Puede pensarse que el autor de la Crítica de la razón pura se precavía así de distracciones, y que gracias a ello la filosofía occidental lleva el rumbo que Kant le imprimió. O puede pensarse que era un neurótico monumental.
En todo caso, lo cierto es que las rutinas sólo las ejerce quien puede permitírselas. Y que, además, rara vez son fruto de la casualidad: detrás de ellas hay siempre un propósito. Por eso pueden ser tan estimulantes para la imaginación literaria. En la determinación que alguien, por ejemplo el personaje de una novela, tiene para apegarse a lo mismo, hay siempre algo al menos sospechoso. Y a menudo sorprendente.
La vida digna: Stoner, de John Williams (Fiordo)
William Stoner es un profesor que descubrió muy joven su amor por la literatura, pero no ha sido capaz de concretar ninguna de las ilusiones suscitadas por ese amor. Cautivo en un matrimonio irremediablemente desdichado, sus días transcurren sin demasiadas variaciones, limpios de sobresaltos y, sólo en apariencia, también escasos en alegrías. Pero debajo de esa vida rutinaria trabaja una obstinada perseverancia en la felicidad, que tiene la particularidad de parecerse a la melancolía y a una profunda comprensión de lo que significa una vida digna.
La errancia incesante: Austerlitz, de W. G. Sebald (Anagrama)
Empecinado en dar con las explicaciones de su identidad, Austerlitz ha hecho de la errancia una forma de la rutina. Como sobreviviente del exterminio nazi gracias a que, de niño, lo separaron de sus padres y lo enviaron a vivir lejos para salvarlo, ahora deambula por varias ciudades de Europa ejerciendo el exhaustivo arte de la memoria, como si su mera existencia se propusiera la preservación de un pasado permanentemente amenazado por nuestra desaprensión o nuestro hastío. El narrador lo va encontrando a lo largo de los años, de forma aparentemente azarosa. Pero la verdad es que el azar no existe, así que esos encuentros se vuelven también una peculiar práctica de la rutina.
El trastorno del amor: Lo que queda del día, de Kazuo Ishiguro (Anagrama)
Stevens es un mayordomo inglés que, por más de 30 años, ha seguido fielmente los pasos de su padre al servicio de una mansión aristocrática. Su profesionalismo exige no solamente una atención esmeradísima a todos los detalles, sino además la observancia rigurosa de rutinas sin las cuales podría desmoronarse el mundo en el que viven él y su amo y el numeroso cuerpo de servidores que Stevens comanda. Hasta que un día sucede algo a la vez terrible y maravilloso: llega a trabajar en la mansión un ama de llaves cuyas belleza y alegría amenazan con trastornar la vida de Stevens… Esta hermosísima novela tiene, detrás de esa historia de amor, un trasfondo político y social de suyo fascinante. La rutina también puede ser una forma de salvación.
Una hazaña irrepetible: El rey pálido (DeBolsillo)
Es posible que la civilización no haya concebido nada más tedioso que la burocracia. Y, en especial, la burocracia impositiva. El impenetrable lenguaje del fisco es apenas uno de los aspectos más visibles y descorazonadores de los intrincados rituales que siguen los contribuyentes y los recaudadores en un mundo agobiado por sus ansias de exhaustividad y despojado de todo vestigio de compasión e imaginación. Maquinales y abocadas a la profusión de lo abstruso, las vidas que transcurren en ese universo de luces mortecinas, paredes grises, silencios y zumbidos, pantallas y libros de contabilidad, se antojan como las más aburridas que pueden existir. David Foster Wallace, como nadie más que él habría podido conseguirlo, demuestra en esta novela todo lo contrario. Logró hacer con ese universo rutinario una de las hazañas narrativas más asombrosas de todos los tiempos.