Una cocina del siglo XVIII en Uruapan

Ilustración para el Sensus-probar de Jaime Lubín

Una cocina del siglo XVIII en Uruapan

– Edición 406

Ilustración para el Sensus-probar de Jaime Lubín

Lo mejor de Uruapan es que está en Uruapan y ahí vive una mezcolanza, diría batidillo, de cosas bellas y nobles que me resulta delicioso y complicado distinguirlas, apreciarlas y descubrir sus misterios. No hay nada mejor que intentar alzar las enaguas del misterio para ver qué hay debajo.

Y en esas andanzas a las que soy tan afecto me encontré una espléndida cocina, casi intacta, del siglo XVIII. Amplia, umbrosa, en sus muros resuenan los dimes y diretes entre la patrona, las mayoras y las ayudantas que, en ese espacio mágico, debieron de haber pasado buena parte de su vida.

En el muro frontal hay un abanico inmenso de jarros de barro, acomodados en círculos que forman una figura que jala la vista a su centro. Los fogones de piedra, ladrillo y barro, restaurados con no muy buena fortuna, ofrecen la esencia real del ámbito creativo y culinario.

El menaje de la cocina luce abundante. Es posible ver varios molcajetes de diversos tamaños y capacidades, desde el pequeñito de pocos centímetros de diámetro hasta uno mayor para las salsas de una fiesta grande con cuetes y repique de campanas. Aquí en Uruapan gustan de lanzar fuegos pirotécnicos a la menor provocación y la noche se pinta de colores mientras las nubes platican de tormentas.

La delicadeza de estos utensilios se destaca en la cestería y los cedazos para la elaboración de quesos. Las ollas son magistrales y enormes y revelan que no cualquiera puede manejarlas. Vienen de todas las michoacanas villas, de Acámbaro y Capula, de Santa Clara y Pátzcuaro, de Ziracuaretiro y Angahuan.

Cucharas, cucharones, molinillos, palas, bateas, prensas y tablas de picar son numerosos, con su canto de maderas viejas y usadas que guardan los secretos de una gastronomía generosa en los aromas y texturas que conocieron y que sólo los espíritus sensibles pueden adivinar. Mole, chocolate, café del bueno y mil verduras de todos los colores; flores mágicas usadas como filtros amorosos y pócimas benignas y no tanto. Los garabatos cuelgan de una viga del techo, nostálgicos, añorando sus itacates y canastos, para que ningún gato gordo se los coma.

Los dueños de la casa son esmerados y la cuidan a su mejor modo y manera. El color general de la casa es un rosa rabia que poco favor hace a la finca, de mayores proporciones y con un patio uruapense que me inspiró a dibujar una verbena virreinal, de aquellas que se usaban en Uruapan, donde siempre se puede nacer de nuevo entre los floripondios que custodian el Cupatitzio, el río que canta.

Llueve como el diluvio universal. Y para ver llover y no mojarse, nada mejor que un atole verde y corundas recién hechas, bañadas en salsa de un prodigioso equilibrio de chiles y especias para una tarde llena de nubes doradas.

Como regalo posprandial, una taza de café, una copita de licor de changunga realmente añeja y los besos de la mismísima emperatriz de las flores. m.

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