Una casa de fuego
Diego Orduño Guerra – Edición 475
Este ensayo fue uno de los tres trabajos ganadores en el segundo concurso de escritura Ética y Vida Examinada, convocado por el Departamento de Formación Humana del ITESO
Este hogar, este fuego es, según la milenaria
experiencia, la sede de lo hogareño…
Y lo que allí se enciende es la vida misma.1
Estoy por finalizar mis estudios en la Escuela de Arquitectura del iteso, y al mismo tiempo finaliza un periodo de mi vida mucho más largo, durante el cual fui formado en instituciones de la Compañía de Jesús. Entré al Instituto de Ciencias cuando tenía tres años, en 1998; ahora —21 años después— estoy por egresar de la universidad. Como conclusión para estas etapas de estudio me he propuesto hacer el esfuerzo de integrar las dos grandes dimensiones que han tomado parte en mi formación: la ignaciana y la arquitectónica. En ese sentido, siento necesario arrojar la pregunta: ¿qué tiene que aportar la arquitectura ante la crisis de sensibilidad y aislamiento contemporánea? Y es que no puedo negar que, desde principios del siglo xx, la arquitectura fue de las disciplinas que, dentro de la modernidad, más celebraron su utilitarismo y las poderosas lógicas de mercado; sus consecuencias han sido malestares, insensibilidad, violencia, desconexión, superficialidad, ruido…
Debieron pasar algunos años de rumiar ideas para que pudiera reconocer las piezas del rompecabezas; creo que esos años han rendido fruto: ahora intuyo que tomar una pausa, mirar hacia el interior, hacer silencio, revindicar los afectos y los sentidos (que tan maltratados han estado ya desde hace años), son elementos que pueden llegar a ser trinchera para, desde la arquitectura, hacer frente a la vorágine de ruido y vértigo que caracteriza a nuestro tiempo.
Las siguientes reflexiones, lejos de ser una teoría de la Arquitectura, son una serie de ideas, coincidencias, constantes e intereses que fueron haciéndose presentes en un camino muy personal. Ahora son, para mí, vida y hogar.
1. La arquitectura no es un objeto, es una propuesta para estar en el mundo
Confieso que entré a la Escuela de Arquitectura casi por accidente, porque me gusta dibujar. Desconocía lo que la arquitectura es y lo que puede llegar a ser; así, no tomó mucho tiempo para que las teorías acerca de composición, color, simetría, secuencia y demás, se quedaran cortas a la hora de proyectar. Luego parecieron hasta estériles. Una de las primeras grandes lecciones que tuve como arquitecto fue dejar de concebir la arquitectura como objeto.
Ahora me doy cuenta de que a lo largo de los años, desde el inicio y hasta los últimos semestres, todas mis inquietudes han sido la misma inquietud. Siempre, las preguntas e indagaciones, los intereses que parecían diversos y las dudas —que podrían parecer muchas—, en el fondo fueron una sola pregunta. O quizás es una la que rige a todas las demás, y no he hecho más que darle vueltas a esa misma cuestión… Es la pregunta acerca de la trascendencia de la arquitectura; o la trascendencia del hombre por medio de la arquitectura. Puedo formular la pregunta de la siguiente manera: si la arquitectura no es —únicamente— un objeto, entonces ¿qué es?
Durante mi tiempo en la universidad recuerdo semestres en los que me la pasé preguntándome por las posibilidades narrativas de la arquitectura, primero por su dimensión temporal, luego me fui interesando cada vez más en la filosofía: ¿sería posible una arquitectura sin límites definidos a la manera apolínea? También me pregunté si hay arquitectura capaz de provocar el sentimiento de profunda conciencia de estar en un lugar; y, lo contrario, si hay arquitectura capaz de hacer que una persona dude acerca del tiempo y del lugar en los que está; y toda ésta, además de interesante, ¿sería arquitectura buena? Me pregunté sobre la arquitectura para la muerte; y para los procesos culturales en general, arquitectura que, creo, responde a ámbitos mucho más grandes que los del individuo, en los que el hombre participa de lo que le supera. Eso me llevó a los fenómenos religioso, estético y ético, y, finalmente, a lo que tienen en común: cierta manera de trascendencia (con lo que está ahí desde antes y seguirá después), la relación con la otredad. A todas luces, me parecía que las enseñanzas tradicionales en torno a la composición visual se quedaban cortas cuando uno se plantea estas preguntas. Y es que, al cuestionarme por la arquitectura, lo hacía por la manera de estar en el mundo: por la manera más correcta, por la más bella, por el compartir y encontrarse: encontrarse con la naturaleza, las personas, los dioses, los objetos y conmigo mismo.
José Luis L. Aranguren habla de dos sentidos de ethos,2 la raíz etimológica de ética, que a mi parecer arrojan luz acerca de la naturaleza de la arquitectura. El primero y más antiguo significaba residencia, morada, lugar donde se habita; es evidente que guarda una relación muy estrecha con la arquitectura. De ahí parte Helene Weiss para tratarlo ahora como lugar que el ser humano porta en sí mismo, su actitud interior. El segundo sentido es de Zubiri: modo de ser, carácter. Cuando se revisan en detalle, pueden ser leídos con ojo arquitectónico. El más antiguo es evidente, no hace falta ahondar demasiado. La interpretación de Weiss es quizá menos clara, pero puedo afirmar que, cuando la arquitectura es trascendental, sostiene a aquel mundo interior que porta el hombre; hay casos, como el de la casa de Luis Barragán, que se presentan al visitante como una extensión de la personalidad de quien la habitó por años; me recuerda a Hugo Mujica, que se refirió alguna vez a la casa como “el cuerpo del cuerpo, la piel de la piel”.3 Un tercer sentido ya omite la palabra lugar, y en apariencia es el más distante de la arquitectura, pero sólo en apariencia. Mi modo de ser es necesariamente en el mundo y en relación con los seres que lo conforman; he de recordar que cualquier arquitectura, más que conjunto de ladrillos, es siempre una propuesta para estar en el mundo de cierto modo. El proyecto arquitectónico es, cuando se hace a conciencia, proyecto de mí mismo (o de nosotros mismos); me conformará a mí tanto como yo a él.
El dilema que se plantea no es menor. Habré de proponer maneras de estar en el mundo para otras personas; más que edificios, habré de imaginar modos de estar en el mundo para otros. Creo que en cierto momento tuve algo así como una revelación: para ver hacia afuera con claridad he de voltear hacia adentro, como Ignacio propuso hace 500 años.
2. El hogar y la Compañía tienen algo en común: haber surgido del fuego interior
Si tuviéramos que tomar una imagen,
una imagen en torno a la cual concretar la casa,
centrarla, esa imagen es, sin duda, la del fuego.4
Ignacio propuso hacer silencio para luego regresar al mundo con los afectos y la sensibilidad afinados, para poder fundar con él relaciones fecundas, de vida. Carlo Maria Martini es muy claro cuando contrapone la experiencia de los ejercicios espirituales con características del tiempo actual, como la sucesión desordenada de imágenes de la televisión, las posibilidades ilimitadas de la internet y la escucha casi continua de música, muchas veces a volumen estruendoso.5 Verdaderamente encontré en la espiritualidad ignaciana una respuesta a los problemas que se me presentaban.
Según Alfonso Alfaro, la Compañía surgió de un incendio, el de las iluminaciones de san Ignacio.6 Ahora que trato de dar sentido a la arquitectura desde la propuesta ignaciana, me parece muy bella la coincidencia de que tanto la arquitectura como la espiritualidad de Ignacio hayan nacido de un fuego interior. En el caso de Ignacio, en el interior de sí mismo, y se concretó en su propuesta contemplativa. En el caso de la arquitectura, en el interior del hogar, de la cabaña construida para proteger el fuego. Luego esa cabaña se petrificaría para los dioses en el templo dórico, y después en otras arquitecturas; pero seguirían conservando la hoguera en su interior.
Desde los inicios de la historia, y en los dos casos que comento, el fuego propició el encuentro y la vida; no es una cuestión menor que la televisión haya ocupado el lugar del fuego (y luego los dispositivos móviles, que, por más beneficios que hayan traído, generan aislamiento).7 Los encuentros valiosos siempre suceden en intimidad, como aquella que se siente con amigos alrededor de una fogata. Hay que decirlo: la intimidad sucede respecto de alguien, porque de lo contrario sería aislamiento.
La pérdida del fuego en la casa hace ver un aspecto mucho más profundo, ontológico; el de la pérdida, para el hombre moderno, de su espiritualidad y su fe en el otro. Lo grave es que verdaderamente necesito del otro para vivir, y he perdido mis herramientas para vincularme: el silencio, la escucha, la afectividad y los sentidos.
La figura del fuego es símbolo de que la buena arquitectura posibilita el encuentro íntimo entre las personas y el mundo; ahora como arquitecto, yo creo, como escribió Sándor Márai, en un mundo y un hombre que se han entregado el uno al otro.
Ite, inflammate omnia.
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Notas al pie
1. Hugo Mujica, La casa y otros ensayos, Vaso Roto, Barcelona, 2008, p. 20.
2. José Luis López Aranguren, Ética, Alianza, Madrid, 2001, pp. 21-22.
3. Hugo Mujica, op. cit., p. 12.
4. Ibid., p. 19.
5. Carlo Maria Martini, “Los ejercicios y la educación estética”, en Artes de México, núm. 70, 2004, p. 10.
6. Alfonso Alfaro, “La lumbre de la zarza: un arte entre ascética y mística”, en Artes de México, núm. 70, 2004, p. 62.
7. Juhani Pallasmaa, Habitar, Gustavo Gili, Barcelona, 2018, pp. 30-35.