Una bicicleta turquesa (carta de las heroínas)
Nydia Pando – Edición 479
Lo habíamos visto andar en bicicleta por la cuadra. Una bicicleta turquesa, con campanilla y tonos plateados en las ruedas. Su cabello sucio y su piel blanca. Su cuerpo delgado y sus rodillas huesudas se asomaban al pedalear. Yo no sabía que las cosas estaban así acá. De veras no sabía. Te vas dos meses y la tierra abre la boca para tragarse todo lo que te daba certeza. ¿Por qué cuando pasa esto nadie dice nada?
Te escribo desde casa de tía Mirina. No voy a poder volver esta semana tampoco. Te lo había prometido. Te escribo más bien para disculparme. Perdón, carajo. No sé si voy a poder volver, así, en general. Las cosas se complicaron, Andrés. Se me fue de las manos. Te había prometido volver, pero las cosas se complicaron y entendí que mi deber estaba acá. Yo vengo de otra parte, lo sabes, y las cosas se estructuran de otra manera de este lado del mundo. Tendrás que entenderlo. Un día navegas hacia tus sueños y al otro escuchas las sirenas. Las escucho ahora, Andrés. Esto ha sido una odisea.
Lo habíamos visto andar en bicicleta por la cuadra. Una bicicleta turquesa, con campanilla y tonos plateados en las ruedas. Su cabello sucio y su piel blanca. Su cuerpo delgado y sus rodillas huesudas se asomaban al pedalear. Yo no sabía que las cosas estaban así acá. De veras no sabía. Te vas dos meses y la tierra abre la boca para tragarse todo lo que te daba certeza. ¿Por qué cuando pasa esto nadie dice nada?
Todo mundo sabe y nadie dice nada.
Aquí, todos los vecinos sabían. Asomaban sus rostros por las ventanas. Las cortinas se corrían varias veces al día y la gente buscaba cubrirse los rostros. No sé si se avergonzaban de ser ellos o de que nos tocó a nosotras. Lo cierto es que nadie aguantaba y mejor ya no salían. Yo llegué también para verlo todo por la ventana. Él pedaleaba lento cuando pasaba por la casa. Esperaba la interacción, el conflicto, el choque, la más mínima provocación. Nada ocurría, nadie se atrevía. La gente miraba por las ventanas. Tía Mirina hacía como que no lo veía a él, pero se asomaba igual desde arriba en su recámara. Te digo, pasaba por nuestra casa. Sabíamos que había sido él. Sabía que sabíamos. Pasaba sonriendo. Pasaba y pasaba y no pasaba nada.
Pasó también cuando yo empecé a salir a barrer. Tía Mirina había dejado de barrer la calle y parecía el hogar de nadie, el hogar tragado por la tierra, el hogar secuela de un naufragio. Pero era el hogar de Eli. Tú sabes eso. No sé para qué lo repito. A lo mejor es para mí. Para recordarme que siempre hay que hacer justicia, a como dé lugar. Recuperar el hogar, a como dé lugar.
Las primeras veces yo llamaba a la patrulla, a pesar de que mi tía me había dicho que no tenía sentido. Casi nunca decía nada, pero para eso sí encontraba palabras. Llamaba y no hacían nada. Cuando me enteré de cómo había sido, hasta miedo me dió. Primero mi tía lo contó entre sueños. Después Eli lo murmuró dormida. Al final lo soñé yo, perdida en la marea. Yo barría con coraje y miedo y me agarraba del palo de madera dispuesta a partirlo en dos sobre su cabeza si se me acercaba. Si se acercaba a una de nosotras. Pero se hacían las seis y él volvía a pasar. Los vecinos miraban. Tía Mirina pendiente. Eli en un sueño profundo que tú seguramente nunca has conocido.
Pasaba y pasaba, Andrés, y no pasaba nada.
Supe que lo había vuelto a hacer porque aquí todo se sabe. Aunque no salgas. No salíamos. Nomás yo salía a lo más importante. Nomás yo salía y trataba de no perder de vista lo importante. Tía Mirina ya no hacía mucho más. Nomás hacía como que no lo veía pasar desde su ventana. El rostro hundido. La piel amarilla. Seco el llanto y pendiente en vano de Eli. Yo barría con el palo más que con la escoba, empuñándolo. Él pasaba. Escalofríos. Cada vez más rabia, Andrés, tú no puedes entenderlo. Las cosas se estructuran de otra manera en este lado del mundo. Los hogares pueden ser tragados por la rabia del mundo y reaparecer en forma de naufragio. Ésta era la casa de Eli. La policía no hacía nada. Lo volvió a hacer. Otro hogar engullido al borde del hundimiento.
Pasaba y pasaba y no pasaba nada.
Luego, pasaron cosas. Me tocó cortar el pasto la semana pasada. Tía Mirina temblaba mirando por la ventana. El cristal absorbía sus lágrimas y escribía sus palabras en silencio. Era cumpleaños de Eli. “Eli”, murmuré mientras tomaba el recogedor y la escoba, neurótica, “éste tenía que ser tu hogar”. Busqué las enormes tijeras y les saqué filo con un cuchillo. Mientras lo hacía, silbaba con nostalgia, y me decía a mí misma que hoy se contendría. Hasta el ser más perverso debe guardar un poco de misericoria en él, ¿no, Andrés? Así, creí que no iba a pasar, como por respeto. Por respeto después de lo que le hizo a Eli. Pero pasó. Sus rodillas huesudas, su cabello sucio, su rictus inmundo, el rostro de Eli adormecida por el quinto somnífero cuando pardeaba la tarde. ¿Tú sabes las heridas que nos quedan en el cuerpo, Andrés, después de que nos pasa eso? La médica nos dijo que las llagas tomarían meses en sanar. La atravesaron entera.
Subí las escaleras para cerciorarme de que Tía Mirina miraba por la ventana. En su recámara a oscuras, miraba absorta, desprendida de sí misma, vigilante derrotada. El reflejo de su rostro sobre el cristal me acabó por consumir. Leí sus palabras sobre la ventana. Oscurecía más pronto en esta víspera. Nadie salió, Andrés. Nomás se asomaron con cautela. Tía Mirina hizo como que no se asomaba. Salí empuñada a su encuentro. Corté y corté, sudando. Con todas mis fuerzas. Me quedé sorda de esfuerzo. Me quedé nublada de conocer mi fuerza. Mi respiración se entrecortaba y mi propio aliento me mareaba. Cayó a dos metros la bicicleta. Sentí la mirada fija de Tía Mirina sobre la ventana. Los vecinos me miraron echarlo todo a las bolsas de basura. Pasó un carro a toda velocidad y destrozó la bicicleta. Me cubrí la boca de susto. Hice un rictus. Entré a la casa.
Encontré a Eli despierta, desconcertada. Me miró con lágrimas en los ojos y me preguntó qué había pasado. Ha sido toda una odisea, le dije, pero ésta es tu casa. Escucho las sirenas, dijo Tía Mirina, palpitante, roja de vida. Un día navegas hacia tus sueños, Andrés, y otro naufragas en Lemnos.
Pasó lo que debía pasar, pero no pasa nada, les respondí tranquila.