Thomas Pynchon. El genio elusivo
José Israel Carranza – Edición 416
Una mañana del verano de 1760, el agrimensor inglés Jeremiah Dixon escribió una comedida carta dirigida “Al señor Charles Mason, ayudante del Astrónomo Real”, quien desempeñaba sus funciones en el observatorio de Greenwich. “Si bien es cierto que en mi trabajo recurro con mucha más frecuencia a la aguja magnética que a las estrellas”, decía Dixon luego de presentarse, “espero contrarrestar mi falta de experiencia en los asuntos del firmamento con diligencia y una rápida comprensión, virtudes que me caracterizan”.
La respuesta no fue menos atenta: “Deseándole un viaje al sur tan bueno como lo permitan los extraordinarios caminos del Señor, aguardo su llegada con un ánimo felizmente rescatado —por la fama de usted, en todas partes conocida— de los duendes del recelo, una excepción que no podría ser más grata en la vida por lo común desasosegada de su seguro servidor: Charles Mason”.
Los dos personajes comenzaban a anudar así, con una cortesía que pronto quedaría dinamitada por el trato cotidiano, el lazo que los ataría en la vivencia de un sinfín de aventuras insólitas, pero también en la posteridad que ha seguido recordando sus nombres indisolublemente unidos: Mason y Dixon, los científicos que al servicio de Su Majestad trazaron la línea que terminaría dividiendo al Norte del Sur en lo que sería Estados Unidos —un deslinde que se hizo, originalmente, para resolver un conflicto fronterizo entre las colonias de Maryland y Pensilvania…
Pero eso es historia, y las reconstrucciones de la historia, por escrupulosas que pretendan ser, jamás pueden jurar fidelidad a los hechos mismos que relatan, siempre infinitamente más complejos que los precarios vestigios (fechas, nombres, piedras) que podemos ir reconociendo. Por ello, acaso convenga confiarse más bien a la literatura, que facilita las precisiones indispensables para una comprensión mejor. Porque en el trato de los señores Mason y Dixon, por ejemplo, prevaleció desde el principio una suspicacia que apenas disimulaban tantas caravanas y tantos respetos: Mason confesaría que, al recibir la comunicación de Dixon, estuvo a punto de romperla, aunque se apiadó de “aquella honrada alma rústica que me creía un sabio. ¡Aaah! Amarga decepción”. Y Dixon, por su parte, revelaría que había podido escribir su carta sólo gracias a que no estaba borracho… El caso es que, forzados por la burocracia, tenían que avenirse a trabajar juntos, y la empresa que los aguardaba no iba a ser fácil: tenían que desplazarse hasta Sumatra con tal de consignar el tránsito de Venus por el Sol (el 6 de junio de 1761), un fenómeno astronómico para cuya observación se movilizó una gran cantidad de expediciones científicas por varios rincones del planeta…
Pero esto sigue siendo historia, y en la colaboración de Mason y Dixon hay mucho más que las hazañas y las desventuras de una pareja de investigadores zarandeados por las procelosas aguas de su tiempo: hay, digámoslo de una vez, la materia de una novela formidable, colosal no sólo por sus dimensiones, sino también por los incontables relatos que van ramificándose en sus páginas, obra de ingeniería fantástica e imposible cuyo autor, también, es uno de los escritores más fascinantes del último medio siglo en la literatura mundial.
Nadie sabe quién es, para empezar. Se sabe que se llama Thomas Pynchon, y que tal nombre firma otras seis novelas y un libro de cuentos; hay un puñado de fotos suyas —nada asegura que sean auténticas: en una está vestido de marino—, y, cuando en 1974 le fue concedido el National Book Award (uno de los galardones literarios más prestigiosos en Estados Unidos), envió a un payaso para que lo recogiera: “Quiero agradecer a Breznev, a Kissinger —el verdadero presidente de Estados Unidos— y a Truman Capote”, rezaba su mensaje de aceptación. La revista Time dio una vez con él, en los inicios de su carrera: había sido elogiosamente reseñada su primera novela, V., y Pynchon, que vivía en la ciudad de México, brincó por la ventana de su apartamento y se largó corriendo.
Encima, sus libros tienen fama de ser dificilísimos. Y puede que lo sean: son laberínticos, están sobrecargados de información, nunca se sabe a ciencia cierta quién está hablando ni qué es lo que sucede. Aunque tales obstáculos poco importan: son novelas que exigen, sí, leer muy de cerca —y es que están urdidas con una aleación insospechable de realidad y ficción—, pero al cabo el milagro ocurre y sobreviene el deslumbramiento. El propio Pynchon —quien no resultará extraño a los lectores de Jorge Luis Borges, de Italo Calvino o de Georges Perec— lo dijo alguna vez: “¿Por qué las cosas tendrían que ser fáciles de entender?”. m.
1 comentario
Quedó corta la
Quedó corta la interpretación; esos arduos procedimientos narrativos, hacen literatura?
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