Pietà

Pietà

– Edición 480

Pietà, por Vincent van Gogh

Mi bonito, ¿quién no iba a caer a sus pies? Esa boquita rosada y esa piel de porcelana. Se me prendía al cuello, asustado, cuando lo dejaba en el suelo para hacer las cosas de la casa. Me lo colgaba como un monito mientras yo barría o doblaba la ropa limpia. Tiempo estuvo así: guindado de mí sin soltarme y la señora cuando veía me lo arrancaba del cuello

Está tan mareado que camina torcido. Parquea como puede en el garaje ese carro que es como una nave. Se baja tan mal que tengo que cogerlo del brazo, pero él se suelta bravo porque es orgulloso, siempre ha sido, desde chiquito, y se le caen las llaves porque tirarlas no las tira, que él sí tiene una educación y viene de un buen hogar, y yo me tengo que agachar a recogerlas del suelo. Qué bonito es, con ese pelo de miel con mantequilla, qué limpia y qué bien planchada su ropa siempre, qué perfumado, un príncipe que atraviesa el garaje y parece que se va a tropezar en cualquier momento y yo con el cuerpo echadito para adelante y los brazos atentos para atajarlo, por si acaso. Así se pone el mundo a su alrededor. Toda la gente nada más con verlo ya está a sus servicios aunque él no haya abierto la boca todavía. Pobrecito, intentar hablar como si la lengua no le bailara, como si fuera un adulto y no un niñito aprendiendo a hablar. Yo le enseñé a hablar. Él se demoró, más que mi hijo, por ejemplo, que desde chiquitito ya dijo mamá, papá, teta, agua, y todo lo demás que dicen los niños para hacerse entender y para hacerse querer. Pero él no y entonces yo me puse a hablarle todo el día, cosas de adultos y de bebés, todo mezclado, lo que sea que se me pasara por la cabeza, de mi barrio, del problema del alcantarillado, de la papilla de zanahoria blanca, qué rica, que cada vez que llueve es un desastre por mi zona y que la basura y los perros muertos van flotando por la calle y nosotros en esa agua tenemos que caminar para venir a trabajar, de los ratones, qué plaga, de que necesitaba un gato, un gato gordo y comelón, todo. Él nomás me quedaba viendo con esos ojotes azules que era una delicia porque se sentía como la mirada del Niño Dios, como que el Divino Niño te mirara, y un día que yo estaba quejándome sobre el precio del arroz, él dijo adó. O sea, arroz, balbuceó arroz y yo pegué un grito que ni que hubiera visto el milagro de la Virgencita, pero no le confesé nada a la señora porque las señoras son celosas de uno y capaz que por ahí me despedía por hacer que el niño haga lo que ella no pudo y peor que dijo arroz, una palabra de empleadas. Quién sabe. Me lo callé, pero él ya empezó a señalar cosas y a nombrarlas. Como si hubiera estado esperando el permiso y yo el día anterior le había dicho que hablara —hable nomás, mi niño—, que nadie lo haría callar porque él era el rey del mundo y que dijera lo que quisiera, que se lo inventara: ya aprenderíamos nosotros su idioma. La primera vez que dijo mamá se refería a mí, no a la señora. Yo ese día sentí que volé, que me alcé de la tierra. Mi bonito, ¿quién no iba a caer a sus pies? Esa boquita rosada y esa piel de porcelana. Se me prendía al cuello, asustado, cuando lo dejaba en el suelo para hacer las cosas de la casa. Me lo colgaba como un monito mientras yo barría o doblaba la ropa limpia. Tiempo estuvo así: guindado de mí sin soltarme y la señora cuando veía me lo arrancaba del cuello, pero el berrinche era tan espantoso que había que volverlo a trepar. Mi hijo desde bebecito se quedaba tranquilo y callado cuando yo me iba a trabajar y lo cuidaba la vecina, como si supiera, ¿no? Como haciéndose grande más rápido. Pero mi niño no. Mi niño no me dejaba ni ir al baño y a veces yo tenía que hacer mis cosas cogiéndole la mano, como un animalito. Me pongo nerviosa y él me suelta una cachetada para que me tranquilice, me dice malas palabras, pero no le digo nada porque él no hace eso por grosero, sino que a veces se pasa un poquito con los tragos. También es que anda con esos amigos que son mala gente, que van con él y se aprovechan y quién sabe qué cosas le ofrecen. Él por educado les acepta. Yo le enseñé a decir gracias y por favor. La señora me dijo que no le enseñara a decir mande, dios le pague o no sea malito, que eso era para otro tipo de personas, no para el niño. También el señor le hacía bastantísimo al trago y esas cosas capaz que se heredan. El señor sí que era terrible cuando venía mareadito, uy, mejor correr. A mi niño yo me lo metía conmigo a mi cuarto cuando lo escuchaba llegar porque ese señor arramblaba con lo que encontraba por el camino. Esa violencia no la he visto yo en nadie. No me he de olvidar que un día el perro, el Bobi, le empezó a ladrar quién sabe por qué. Ese perro ya era viejo, estaba medio ciego, no mataba ni una mosca. Un santo mi Bobi, mi viejito. Yo a ese perrito lo críe desde cachorrito, así era, ve, entraba en una mano. Eso era cuando la señora no se podía quedar encinta, entonces el señor le compró el perrito para distraerla de tanto médico que le decía que ella era la del problema, que lo del señor funcionaba perfecto, aunque que yo sepa el señor nunca se hizo pruebas. A mí me dio una vergüenza tan grande cuando me preñé que no le dije nada hasta que ya no podía ocultar la barrigota y ella me la vio y me dijo vas a ser mamá, qué lindo. Años intentó la señora quedarse encinta, se hizo todos los tratamientos, yo le ponía las inyecciones, pobrecita, pero nada. Ahí sí que la casa era como las casas encantadas de las películas, puro llanto, como que penaban y todo. La casa sin hijos, ¿no? Como un desperdicio. Después se fueron a adoptar a mi niño al extranjero porque, como decía la señora, iba a ser raro para la gente que siendo ellos tan blancos tuvieran un hijo morenito, como los de aquí, y que en cambio mi niño era perfecto, como si hubiera salido de su vientre, porque el bisabuelo del señor, ese que fue presidente, había sido así: blanco, rubio, ojos azules. Blancorubiojosazules, repetía la señora. Pero bueno, antes de eso fue una fiesta cuando llegó ese perro. La señora me dijo que era finísimo, hijo, nieto y bisnieto de perros con pedigrí, pero la verdad es que el Bobi actuaba igual que los perros runas de mi barrio: se comía las zapatillas, la basura, se robaba la carne y había que darle con el periódico en el hocico. Lo que sí era que comía una comida que costaba más de lo que me pagaban a mí por eso de que era finísimo, como repetía la señora. Bueno, la cosa es que ese día al Bobi le dio por ladrarle al señor y él que venía tomadito le mandó una patada en la barriga que el perrito nomás hizo mjum y ahí quedo tiesito. Mi niño quería ir a ver qué le había pasado a su perro y yo como loca distrayéndolo para que no vaya. Qué nomás me tuve que inventar. Yo no sabía cómo explicarle. Ahí le mentí que el Bobi se había ido al cielo porque ya era mayorcito y tuve que consolar a esa criatura que era un mar de lágrimas porque había crecido con él, cabeza con cabeza. Era lindo verlos a los dos, mi Niño Dios y su animalito como esas estampas de la iglesia. La señora enseguida que supo voló al centro comercial y le compró otro perro, carísimo, hermoso ese perrito, pero mi niño ya no se entusiasmó, más bien lo trataba mal, a veces venía cojeando el animal. Mientras yo lavaba la ropa lo escuchaba gemir y ya sabía que era mi niño el que le estaba haciendo algo, no por malo, por curioso, que él era bien curioso y a veces se ponía a ver qué pasaba si quemaba a las hormigas o aplastaba a los pajaritos. Me lo terminaron regalando a mí y mi hijo y ese perro se enamoraron de inmediato: Bobi le puso también, tanto había oído hablar del Bobi de mi niño, también quiso su Bobi propio. Por esa época fue que el doctor me dijo que mi hijo no andaba bien de su cabeza, que algo malo tenía, degenerativo dijo, crónico dijo, y ahí fue que la señora me pagó un neurólogo también carísimo para que lo viera y dijo lo mismo, degenerativo y crónico, las peores palabras del mundo. Le recetó unas pastillas que tenía que tomar de por vida para que no le dieran sus ataques, pobrecito. Años de años nos vivió el buen animalito, bien fiel, cuando se murió el Bobi mi hijo sí entró en una oscuridad que ya no hubo cómo sacarlo. Mi niño me grita que lo ayude. Se pone vulgar, por los nervios. Intenta sacar del carro a la señorita Ceci que está bien perjudicada, dormida parece, desmayada. Ay esa niña, que dios me perdone, a mí nunca me gustó: malcriada, antipática, con esa voz chillona ordenándole a mi niño que hiciera esto y dejara de hacer aquello. Y siempre con esos vestidos chiquititos, esos escotes, esos tacos, ese rubio que como la señora bien dice es más falso que billete de quince, las uñazas. Uy no. Habiendo tanta niña linda, de familia conocida, de aquí de la urbanización, todas locas por él. No, no me gustó nunca a mí esa muchacha para mi niño, pero ya cuando ellos son grandes no hay cómo decirles nada. De chicos sí, todo lo que uno les dice hacen, pero ya de grandes se mandan solos y si uno se atreve a opinar enseguida la ponen en su lugar que es la cocina y el silencio. Yo creo que también esa relación era para molestar a la señora que se volvía loca cuando llegaba mi niño con la señorita Ceci, uh, cómo se ponía, ni salía del cuarto. ¿Ya se fue esa mujer?, me preguntaba. Y yo tenía que ir a ver. Y a veces los escuchaba haciendo sus cosas en el cuarto de mi niño y me moría de la vergüenza porque para mí seguía siendo ese bebé que me colgaba del pescuezo como un mono. No, señora, la señorita Ceci sigue aquí. Me daba terror que la dejara embarazada, capaz que esa avivata era lo que quería, sacarle un hijo a mi niño y arreglarse la vida para siempre porque los niños como mi niño no abundan, hay uno en un millón o menos. Me grita que lo ayude a entrar a la señorita Ceci que está, como se dice, ida. Ni entre los dos podemos. Me manda a traer la carretilla del patio. Ahí la tiramos, como un saco de papas. Cuando la toco la siento helada a esa chica, pero mi niño siempre anda con el aire acondicionado del carro a full. A él no le gusta sudar y tampoco tiene por qué sudar. Mijo, le digo, mijo ¿qué pasó? Él no me contesta, nomás está viendo cómo meter a la señorita a la casa y que no esté asomado ningún vecino. Cuando ve que yo me aturullo y no sé cómo más ayudarlo me grita, me dice cosas horribles, que me va a botar como a un perro, que le va a decir a la señora que soy una ladrona, que va a matar al loco de mi hijo que es una carga para la sociedad, pero eso lo dice porque está con sus tragos, él a mí me adora, a veces creo que más que a la señora, por eso no me resiento ni nada, sigo nomás ahí empujando esa carretilla con la chica despatarrada, quién sabe dónde se le cayó un zapato. Cuando se prende la luz automática ya le veo la cara a la señorita y ahí es cuando suelto esa carretilla y se me cae la boca al suelo y me tapo la cara porque aunque nunca he visto un muerto yo sé que así se ve un muerto. Mijo, mijo, ¿qué pasó mijo? La luz se va y viene, viene y va y cada vez que nos ilumina veo peor y peor la cara de esa muchacha. La han masacrado. Tiene un ojo hecho papilla, la nariz echando sangre ya seca, la boca hinchada. Mijo. Él me ordena que me calle, que tiene que pensar, y yo me lo quedo mirando y le veo que tiene la camisa manchada. Él se mira las manos, llenitas de sangre, y ahí es que le hablo como cuando era chico: venga mijo lindo, venga que yo lo curo. Lo meto por la entrada de servicio. En mi cuarto lo acuesto, le quito toda la ropa, le limpio con una toalla húmeda su cuerpo, le doy friegas con colonia, le pongo cremita antiséptica en las manos, le sobo sus ricitos rubios y le canto hasta que se duerme como cuando era chiquito. No se preocupe por nada, mi bebé, que yo lo cuido, le digo. Guardo su ropa ensangrentada en una funda para llevármela a mi casa. Mi hijo es casi de su misma talla. .

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MAGIS, año LX, No. 498, marzo-abril 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de marzo de 2024.

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