Retrorrecomendaciones
José Luis Zárate – Edición 448
“Predecir el futuro es mucho más fácil. Se ve a la gente a tu alrededor, la calle donde vives, el aire que respiras y predices más de lo mismo. Al diablo con más. Yo quiero mejor”, decía Ray Bradbury. A continuación, cinco libros que intentaron mirar, más y mejor, el futuro
El futuro ya no es como en el pasado.
Hubo una generación que creyó en los sueños de la carrera espacial y que iríamos al trabajo en estratocohetes para viajes largos y en jet-pack para los cortos, y que un robot electrónico sería el encargado de todas esas tareas cansadas y repetitivas que no merecían la atención del ser humano.
Era un futuro vintage en el que no existían los efectos secundarios de la Guerra Fría y la racionalidad regía al mundo y la última palabra acerca de los problemas de la sociedad siempre la tenía la ciencia.
Hubo un tiempo en que los editores de Ciencia Ficción jugaron a que la literatura fuera divulgación y las historias esbozos de futuros posibles.
No duró, por supuesto, principalmente porque la imaginación desbordaba de todo ese tecnicismo.
Ray Bradbury fue un rebelde (tan poético y suave él) que simplemente utilizó Marte como metáfora de la soledad, el sinsentido y el vacío de un Estados Unidos rural que se extinguía.
Había arenas azules y suaves brisas y ciudades desmoronándose en el borde de canales que, para entonces, sabían que no existían.
Pero, ¿qué importaba?
En palabras del propio Bradbury: “La gente me pide que prediga el futuro, cuando todo lo que quiero hacer es prevenirlo. Mejor aún, construirlo. Predecir el futuro es mucho más fácil. Se ve a la gente a tu alrededor, la calle donde vives, el aire que respiras y predices más de lo mismo. Al diablo con más. Yo quiero mejor”.
Quiero hacer unas retrorrecomendaciones, obras que miraron ese futuro que es cosa ya del pasado.
2001 (por supuesto: novela y película), de Arthur C. Clarke
Clarke y Stanley Kubrick nos presentaron un futuro factible. Había densas especulaciones filosóficas y se coqueteaba con algo de teología cósmica (que se disfrutaba mejor con música de Pink Floyd y ciertas sustancias ilegales), pero, por primera vez, el futuro propuesto por la carrera espacial se mostraba mundano. No sólo héroes con láser podían disfrutar del mañana. Había oficinistas en la luna, azafatas y llamadas telefónicas intrascendentes y 550 palabras de instrucciones para usar un baño en gravedad cero. Pan Am nos llevaría a la Luna.
Yo, robot, de Isaac Asimov
¿Y si Skynet fuera Gandhi y no Hitler? ¿Si las inteligencias artificiales no desearan más que la felicidad de sus creadores? Una utopía donde las máquinas sólo desean que las dejemos servirnos guiadas por el raciocinio y la bondad de las tres leyes de la Robótica que ponen al hombre como fin último de la existencia y las máquinas nos arrebatan el destino de la humanidad porque no somos lo suficientemente listos para tenerlo en nuestras manos. Padres electrónicos, sabios mecánicos, genios viviendo, no en la lámpara, sino en la electrónica. ¿No será maravilloso el mundo cuando existan computadoras personales?
20,000 leguas de viaje submarino, de Julio Verne
Si bien el Capitán Nemo es un científico loco, el Nautilus es, simplemente, un aparato. Móvil en lo móvil. Mediante la mecánica es posible construir la maravilla. Los instrumentos casi mágicos de Verne no son para el gran público. Los tienen sociedades millonarias, genios incomprendidos, nobles de otros países. Bueno, no se equivocó, siempre han estado fuera de nuestros presupuestos, pero podemos ser testigos: navegar bajo los hielos del polo, visitar la sumergida Atlántida, descubrir el mundo desde otra perspectiva. Miro las imágenes de Marte, los primeros planos de un cometa, el close-up de Plutón, y me digo que seguimos observando lo increíble desde los aparatos de Julio Verne.
Neuromante, de Willam Gibson
Hubo un tiempo en que internet era territorio salvaje, Far West electrónico, donde sólo los vaqueros de consola podían imponer la ley en la anarquía digital. En el futuro virtual que imaginaba Gibson, en los años ochenta viviríamos dentro de las máquinas y nuestro entorno sería el ciberespacio. Tendríamos conectores en la nuca y entraríamos a la red plagada de peligros y maravillas. Algo así como Matrix con gráficos de Commodore 64. ¿Cómo íbamos a saber que en vez de meternos en la máquina meteríamos la máquina en nuestras vidas? Facebook no es más que otro mundo virtual, pero ya no lo vemos. El infierno digital está plagado de gatitos en YouTube.
Se ha perdido una niña, de Alberto Chimal
Una obra breve que nos habla del sueño espacial ruso, del futuro utópico soviético. Una niña descubre, gracias a un libro de un mundo paralelo, un portal que la llevará a vivir ese sueño que sabemos que no se cumplió, a ese futuro derribado por mil circunstancias. Pero los sueños persisten. Y algunos son tan grandes que pueden contener un mundo para unos pocos.