Regalar un libro
Joaquín Peón Íñiguez – Edición 479
La mayoría de mis regalos son libros porque, presupongo, son lo mejor que puedo dar de mí, a sabiendas de que ni siquiera los escribí.
Desconozco cómo sería mi persona sin los libros que me regalaron. Mi Dios, con quien solía platicar a modo de rezo, falleció a mis 10 años; pero cuando cumplí 16, mi padre me regaló El libro del desasosiego y, al leerlo, sentí cómo mi alma despertaba de su muerte. A través de la lectura me conozco y desconozco, estrecho vínculos y me doy en conversación.
La mayoría de mis regalos son libros porque, presupongo, son lo mejor que puedo dar de mí, a sabiendas de que ni siquiera los escribí.
A mi madre, quien llama a diario a su madre nonagenaria, le regalé Apegos feroces, de Vivian Gornick,pues narra la charla de una anciana migrante y su hija.
A P., mi amiga brasileña que lucha por el bosque mexicano, le regalé un estudio sobre Hannah Arendt porque pensé que le interesaría conocer cómo entiende la acción en función de la política.
Una vez en un intercambio de regalos obsequié un Tavares sólo para desconcertar a esa persona y sacudir su idea de literatura.
Y a veces también salgo ganón. Hace años, G. me obsequió El atlas de las islas remotas, de Judith Schalansky, gentil esfuerzo enciclopédico que compendia decenas de islotes donde yo ya nunca voy a ser.
Una docena de años antes, yo le di a G. un ejemplar de Las cartas a Theo porque deseaba compartir con ella la experiencia de Van Gogh pensando el color.
Regalar un libro puede ser un acto de acompañamiento. Hace meses no sabía cómo ayudar a un familiar poseído por depresión. Le compré Un lugar común, amoroso ensayo de Olivia Terova, para darle a entender que existe una comunidad sorora, creyente y practicante de los cuidados, lista para abrazarla.
A veces uno mismo se regala libros para apapacharse, orientarse o discutirse. Amo mi amor y leo cómo otros aman. Pienso mi pensamiento y leo cómo otros piensan. Tengo a mis espaldas una edición de Los pequeños tratados, de Quignard, todavía envuelta en su plástico, como una cajita musical a la que nunca le han dado cuerda.
Incluso me he regalado libros a modo de protesta. Vete a la mierda, demogorgon trasnacional, le digo, me digo, y salgo con los cuentos completos de Onetti bajo la chamarra, campante de haberme sorprendido con ese detallazo.
Y es que los libros no son baratos. Por eso entre lectores nos obsequiamos recomendaciones con la dulzura de quien se vulnera en una carta.
El otro día, por ejemplo, mi amigo E. tartamudeaba al relatar un enamoramiento que lo tomó por sorpresa, como si ya no se creyera capaz de tales pasiones. Aaah, ya entendí, intervine en su momento, lo que a ti te pasa lo expresa Efraín Huerta en “Éste es un amor”.
Unos días más tarde recibí un mensaje de E. Se apresenció en un gesto cariñosísimo para comentarme que Bruno Schulz tiene un par de novelas sobre el tema de mi tesis. Fotografió un pasaje en que un niño abraza las piernas de su padre.
A mí sólo me interesa la lectura para vincularla con la vida. Y viceversa.
Parece apenas ayer, pero fue hace meses, cuando mi amigo D. me envió un extenso mensaje de voz donde me urgía leer a Cˇartˇarescu. Era como un médico recetando medicina, como un adolescente confesando amor, pero no era ninguna de los dos.
En cambio, fue ayer, aunque parece que fue hace siglos, que mi amigo A. me mandó un whats con un fragmento de Thomas Mann. No estoy seguro, pero sospecho que contiene un insulto cifrado —y lo merezco por desatender nuestra amistad—.
El par de años que vivimos juntos me acostumbré a verlo en el jardín, leyendo en voz alta a sus parejas. Se lo aprendí y ahora gozo de leer así con mi compañera. Ella me lee Teoría King Kong, provocador ensayo de Virginie Despentes, para estimular nuestra conversación en torno al género. Yo le leo a Lucia Berlin para conversarla y ensanchar nuestra humanidad.
“Tienes que leer al Gran Nicanor”, decía exaltada M., a quien hasta la fecha quiero muchísimo, en referencia a Parra, cuando ambos teníamos 18 años. Y en realidad me estaba dando un regalo.
Lo había olvidado y tal vez debí empezar por ahí: en una ocasión, M. vendió sus libros más queridos para ayudar a un amigo al que no le alcanzaba para comprar un boleto de regreso a Uruguay, a tiempo para enterrar a su madre.