Proyecto Juárez
Liliana Pedroza – Edición 492
Cinco artistas contemporáneos llegan a esta ciudad fronteriza para desarrollar sus proyectos. No creerás lo que pasó después…
Recortaba las últimas noticias culturales de un periódico local: una publicación más de las vivencias de un maestro normalista, otra inauguración colectiva de pintores con un único cuadro. Con dos meses de servicio social en el instituto de cultura, lo único que esperaba de la mañana era a doña Rosa con sus empanadas de piña. “Llevo 80 horas”, repasé como lo haría un recluso, “me faltan 400”. “Ya te toca ir al aeropuerto”, me dijo la secretaria. Amontoné las páginas sobrantes en un altero con publicaciones anteriores. “Todavía no termino”, le dije señalándole las notas sobre la mesa. “Apúrate, ya te está esperando Gregorio”, me entregó una cartulina. Desde la puerta del edificio, mientras me acomodaba la camisa, vi al chofer fumando un cigarro a la sombra de un árbol. Me saludó levantando la barbilla y se subió a la camioneta. De camino miró de reojo la cartulina que decía con letras grandes: Phuong Nguyen. “Y ése de dónde viene”, me preguntó. “De Vietnam, Goyo”. “¿A poco?”. Era la primera vez que recogía a un visitante, pero no era el primero de ese grupo que llegó a la ciudad. En total eran cinco: un español, un canadiense, un belga, un alemán y el vietnamita, a quien esperábamos a la salida de los vuelos internacionales. En la oficina me habían dicho que eran unos artistas conceptuales financiados con fondos europeos para un proyecto: el Proyecto Juárez. Nadie sabía en realidad de qué se trataba, sólo que por un acuerdo internacional el instituto ejercía de anfitrión. Rentaron una casa para ellos y a lo largo de la semana fueron a recogerlos. Ese día era viernes, nadie quería salir tarde del trabajo, por eso me mandaron. El vietnamita hizo un ademán tímido hacia nosotros cuando distinguió el cartel con su nombre.
En la oficina nadie hablaba de los extranjeros, no entendía por qué aquel grupo no les causaba interés. “Ay, Carlitos, a cada rato llega gente como ésa”, me dijo Leti sin dejar de rellenar un oficio y me mandó a sacar unas copias. En el pasillo estaba Fabián contando chistes a los compañeros. Frente a la fotocopiadora se me acercó el director y me dijo: “Ve a darles una vuelta, para ver si siguen vivos. Dile a Gregorio que te lleve”. Dejé los papeles sobre la máquina y busqué a Goyo. Cuando llegamos al domicilio toqué varias veces a la puerta. Como no me abrían, me asomé por una ventana. “Tóqueles más fuerte”, me gritó la vecina que tendía su ropa en el patio de al lado, “deben estar dormidos, ayer tuvieron fiesta hasta tarde”. Escuché ruido en el interior y al poco me abrió un muchacho güero, alto, con una bata rosa de dormir que le quedaba corta. Con sus ojos legañosos divisó a Goyo en la camioneta y lo saludó levantando la mano. “Vengo del instituto de cultura para ver qué se les ofrece”. Me dejó pasar y se encaminó a uno de los cuartos. En la sala no había más que latas de cerveza y botellas de vodka vacías dispersas, además de restos de cocaína en la mesita de centro. Me senté a esperar. El güero salió vestido con una minifalda, una blusa de tirantes y unos zapatos de doble plataforma. “¿Cómo se me ven?”, se palpó unos senos abultados. “Me operé antes de venir para acá, es parte de mi proyecto”. Se tambaleó un poco, hizo equilibrio planeando con las manos. “Es que todavía no me acostumbro”, dijo mirando sus tacones. Me pidió que lo lleváramos al centro de la ciudad. Se llamaba Marc y era el de Bélgica. Había llegado a Juárez “para explorar la violencia desde una perspectiva femenina”. “Ya que se operó se las hubiera puesto más grandes”, le dijo Goyo, socarrón. “¿No les parecen bien?”, preguntó con su marcado acento francés. Levanté los hombros sin decirle nada. Nos detuvimos frente a la Plaza de Armas porque Marc vio a un compañero. “Allá va Borja”, lo señaló. Entre la gente distinguimos a un hombre con una correa de perro al cuello llevado por una mujer mayor. “Pobrecillo, desde hace días puso anuncios en el periódico para alquilarse, pero nadie lo llamó. Tuvo que pagarle a esa señora que ahora lo trae paseando”, nos explicó Marc forcejeando con la manija para abrir la puerta. Cuando bajó, corrió a pasos cortos, por la falda estrecha, para alcanzar a su amigo. “Gracias”, gritó a lo lejos cuando ya nos daba la espalda.
“Estos gabachos, están todos locos”, dijo Leti cuando le conté. Me alcanzó un billete de veinte para que le comprara un refresco y siguió jugando al solitario en la computadora. Yo estaba en exámenes finales de la carrera, por lo que estudiaba en las horas muertas del servicio social, o sea, casi siempre; no tenía mucho tiempo para distraerme, aun así busqué en el clasificado el anuncio de Borja, supuse que era ese que decía: “Se alquila cuerpo como juguete o animal de compañía. 27 años, tez blanca, complexión delgada, 1.70 de estatura”. Lo recorté y lo guardé entre las hojas de mi cuaderno, luego traté de concentrarme en mis apuntes sobre autores del Siglo de Oro español. Debo reconocer que una tarde, vencido por la curiosidad, me acerqué a la casa de los extranjeros después de un examen. Iba a tocar cuando pasó la vecina. “Uy, joven, no están, hace días que no recalan por acá”. Miré el barrio y me sentí observado; me dio vergüenza insistir, por eso no regresé. “Otro día que me manden del instituto”, me dije de camino a la parada de camión.
Pero lo cierto era que nadie se acordaba de los extranjeros hasta la mañana en que la policía llamó al instituto de cultura. Leti entró al despacho del director y al poco éste salió apurado del edificio. Habían detenido a cuatro de ellos. Durante unas horas hubo un silencio expectante en la oficina. Al mediodía me acerqué al corro de empleados para escuchar la noticia en boca de la secretaria: “Al canadiense se le ocurrió dinamitar un terreno baldío de la Anapra, los agarraron antes de que volara un maniquí que llevaba una guadaña. La policía pensó que eran de una secta satánica. Ya los dejaron libres”. La gente volvió a sus escritorios, como si nada. Esa semana estuvo movida: a los dos días hubo una redada en un bar y los agarraron con una bolsa de anfetaminas. Al siguiente se llevaron al belga de emergencia al hospital, le extrajeron los implantes debido a una infección. “Se puso a llorar, no quería que se los quitaran”, me contó Goyo, a quien le había tocado ir por él.
Ignoro si el plazo de la residencia de los artistas había terminado, o si una llamada del director del instituto apresuró su estancia, el caso es que al lunes siguiente me mandaron a acompañarlos de regreso al aeropuerto. Subieron cuatro a la camioneta. “Falta uno”, dije. “¿Y el vietnamita?”. “¿Cuál?”, preguntó Marc, extrañado. Goyo arrancó. Durante el trayecto supe que el español se llevaba la correa con la que había sido paseado y un pedestal en el que simuló ser la Estatua de la Libertad en una tienda de artesanías mexicanas; el canadiense, luego de su intervención artística frustrada, hizo un video a partir de un comercial de pañales; el alemán pintó un cuadro que representaba la ciudad a base de sangre, sudor y lágrimas, es decir, ésos fueron sus materiales, “técnica mixta”, explicó; el belga puso sus implantes de silicona en una cajita de cristal y se los llevó como equipaje de mano; en su otra maleta llevaba, como prueba de su estancia, avisos de búsqueda de mujeres desaparecidas que arrancó de algunos postes y ruteras. “No la chingue”, reculó Goyo, “esos volantes los pegan los familiares”. No me costó mucho trabajo encontrar a esos extranjeros en internet, el Proyecto Juárez iba a exhibirse en un museo de arte contemporáneo de París. “Artistas en la frontera más peligrosa del mundo”, era el título de la nota del periódico digital. Le di al botón de imprimir. La guardaría con el resto de recortes, para la bitácora de actividades que coordina el instituto.