Policía Comunitaria en Guerrero: la justicia de todos
Daniela Rea – Edición 432
Este texto forma parte del libro Entre las cenizas: historias de vida en tiempos de muerte (editorial Sur Plus), escrito por diez miembros de la red Periodistas de a Pie. En este capítulo, Daniela Rea —quien también coordinó la edición junto con Marcela Turati— revisa la historia de la policía comunitaria de la Montaña de Guerrero. Así como las comunidades indígenas se unieron para protegerse de los delincuentes, el libro recoge testimonios de ciudadanos que se organizan en todo el país para resistir a la violencia.
Ahí vienen. Por la vereda de tierra los hombres suben hasta la cima del pueblo. Uno tras otro a pasos lentos, algunos andan descalzos. Ése, de brazos fuertes y caminar holgado, es Trinidad, quien hace unos meses intentó secuestrar a un taxista. Unos metros más allá anda el joven Raúl, de mirada altanera, aún orgulloso de haber matado a un muchacho en una riña. También se acerca José, culpable de asesinar a uno que intentó violar a su mujer.
En la cima del pueblo, bajo un árbol que extiende generoso sus ramas, aguardan otros hombres armados con escopeta o rifle al hombro. Se miran y se saludan con camaradería, mixtecos, tlapanecos, nahuas, mestizos.
“¿Cómo le va?”, se preguntan, chocan las manos, se palmean la espalda como si recién terminaran una cascarita de futbol, pero lo que ocurre aquí es el encuentro entre delincuentes y sus vigilantes, los policías comunitarios.
Cansados del silencio y la complicidad del gobierno con los criminales, los indígenas de la Montaña de Guerrero se organizaron desde hace casi 20 años para vigilar su territorio. Escogieron entre sus vecinos a los más capaces y respetados, los armaron con escopetas y machetes, y formaron su propia guardia. De manera paralela, crearon un sistema de justicia que desde entonces intenta controlar la inseguridad y la violencia en las zonas más pobres del estado, al sureste del país, ese cinturón marcado históricamente por la miseria. Son los policías comunitarios.
“Se confía en la policía porque es vecino del pueblo y se conoce bien”, dice orgulloso don Fulgencio Castro, un viejo indígena tlapaneco que apenas habla español, de dientes despostillados, exhibidos sin pudor en una sonrisa. “No necesita certificación como gobierno que paga millones y millones y no hay confianza. Aquí sí, el detenido sabe que el policía no es borracho, no pelea, cuida al pueblo, pues”.
Cerca de él, sobre las piedras o recargados en el árbol, se acomodan los hombres recién llegados del río, donde tomaron un baño.
Don Fulgencio es un campesino analfabeta, como casi todos los mayores del pueblo, que una vez a la semana acude con los presos y les lleva el consejo para no hacer mal. Estas charlas son conocidas como reeducación de los criminales. “No vuelvan a cometer error —les dice—, porque dañan a la sociedad que quiere vivir tranquila, si asaltan, si matan no conviene porque sufre la gente, su familia y ustedes también”.
Está sentado a la sombra del gran árbol. Junto a él, los policías comunitarios y los detenidos. Es domingo al mediodía y Capulín Chocolate, esta comunidad de la Costa Chica de Guerrero, descansa apacible, de panza al sol. La gente se refugia bajo los tejados mientras una carcacha circula por las calles de tierra anunciando por altavoz las promesas políticas tan desgastadas como el sistema de justicia al que dieron la espalda. Los indígenas dijeron no a la fábrica de culpables, a la compra de jueces, a la tortura como técnica de investigación, a la criminalización de víctimas para intimidarlas y obligarlas a desistir en su reclamo, a la corrupción, a la justicia que tiene precio. Como ocurre en el país entero, donde 98 por ciento de los crímenes queda sin castigo y los agraviados sin verdad.
La Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) es nombrada en asamblea y es el organismo responsable del sistema de justicia.
Trinidad, un joven de 19 años vestido con mezclilla y huaraches, llegó con el resto de los detenidos luego de pasear un rato por el río como cada domingo, su día de descanso. Lleva tres meses de comunidad en comunidad arreglando carreteras, escuelas o lo que esté feo. Su castigo es sanar con su trabajo el daño hecho al taxista que intentó secuestrar y al pueblo vulnerado por ese crimen.
Dice que prefiere este sistema al oficial, porque el dinero no compra la justicia y aquí no está encerrado todo el día. Cuando lo detuvieron no pensaba así. Estaba enfurecido. Se negaba a escuchar el consejo del campesino Fulgencio o de mujeres católicas o evangélicas que acudían a leerle la Biblia. Luego aceptó ir, nomás para no aburrirse, y de tanto escucharlos entendió que había hecho mal.
“Cuando empecé ese pleito y detención sentía coraje, pero cuando pasó tiempo sentí arrepentimiento. Estoy agarrando sentido que hice mal, pero hay que reconocer y ser gran persona para bien de nosotros, de mi familia”, platica tímido, con la mirada baja y las manos hechas nudo.
Raúl, un joven de 25 años, no piensa como él. Está detenido porque mató a un hombre en una riña. Es el segundo en su haber. Al primero lo asesinó a los 18 años y fue juzgado en el sistema oficial. Se acerca e interviene en la plática.
“Allá, si pagas a la familia, estás libre. Es más justo, porque regresas a cuidar a tu familia que no se queda sola. El dinero ayuda, pues”, dice. En realidad, libró la prisión tras corromper al juez.
Don Fulgencio presume con orgullo que ésa es la primera diferencia entre la justicia comunitaria y la oficial. La primera aspira a ser de todos. Por eso en este sistema no hay dinero ni abogados, quien defiende al detenido es su familia, los vecinos o testigos que pueden alegar a su favor. En el caso de Trinidad, fue su padre quien lo representó.
Para la Policía Comunitaria, con base en sus creencias ancestrales, si una persona hace daño a otra es porque la educación en el hogar falló y la comunidad entera debe salir al paso para que no vuelva a hacer mal. Así, cada habitante tiene tarea por hacer. En su estructura, los policías vigilan el camino y detienen a los delincuentes, otros habitantes actúan como jueces y dictan el tiempo de castigo que pasarán de pueblo en pueblo haciendo faenas. Los mayores, como Fulgencio, son los responsables de la reeducación, y las mujeres preparan la comida para alimentarlos a su paso por el pueblo. Mientras en el sistema tradicional a alguien que robó un pescado le dan un año de cárcel, en este sistema la condena es sanar con su trabajo las heridas colectivas.
“Sí, la justicia es como una red que se teje entre todos”, explicará luego Cirino Plácido, uno de los fundadores de la Comunitaria.
—Si hay uno que no teje, falta pedazo. O si teje mal, se rompe.
Hace 18 años, cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional visibilizó a los pueblos indígenas y nos plantó de frente su dignidad, otro ejército de rebeldía se gestaba en silencio.
En la Costa Chica de Guerrero, al sureste del país, los territorios estaban minados por el olvido, la pobreza y la violencia criminal, que actuaba con la venia del Estado. Aquellos años, hombres armados solían detener las trocas de pasajeros en los caminos y robar a los indígenas los pocos pesos obtenidos de la venta de café o maíz o el apoyo del gobierno; en ocasiones, mientras asaltaban, violaban a las mujeres frente a sus padres o maridos. Abundaban los robos de vacas o de cosechas enteras, las deudas entre vecinos terminaban en riñas o asesinatos; era común ver a mujeres golpeadas por los esposos alcoholizados.
Cuando los indígenas de Guerrero supieron del levantamiento en Chiapas, escribieron a sus hermanos zapatistas una carta que, según Cirino Plácido, su redactor, decía más o menos así: “Su demanda es nuestra, después de luchar por justicia y no llega, no vamos a enloquecer y tirar al mar. El arma más importante es la conciencia y la organización”.
La resistencia corría por sus venas y por las veredas. En estas tierras nació y fue sepultado el guerrillero Genaro Vázquez, quien en la década de los setenta encabezó una lucha política y armada contra los gobiernos caciquiles del estado. Con esa herencia de rebeldía, los pueblos se organizaban para protestar por el robo de elecciones, la falta de maestros, o la estafa de los apoyos sociales que terminaban en las alforjas de los caciques.
En junio de 1995, el gobierno quiso dar una lección a los rebeldes. Policías estatales emboscaron y masacraron a 17 campesinos que se dirigían a una asamblea política en Aguas Blancas. Sus cuerpos quedaron abatidos en la tierra, junto a la camioneta de redilas donde viajaban. La sangre corrió en la Costa Grande de Guerrero, pero dolió en cada rincón del estado.
“Aprendimos que el gobierno no juega. Nos dejó claro que no puede haber confianza porque nunca va a responder las demandas de la gente de abajo. En la realidad persigue, mata”, explica don Cirino.
Cirino Plácido es un hombre de mirada chispeante, como sus ideas. Cuando apenas era un adolescente salió de la montaña de Guerrero y llegó a la ciudad de México ávido de aprender. Como indígena sólo encontró oportunidad de sobrevivir trabajando para una familia que le malpagaba con un cuarto y dos comidas al día. Hambriento, se escabullía por las madrugadas a la cocina, remojaba las tortillas duras y las tragaba a escondidas, sin hacer ruido. “Si eres pobre y eres indio, hasta cualquier perro te humilla”, aprendió aquellos años. Un empleo de ayudante de panadero lo sacó de esa esclavitud, luego fue albañil, obrero, y un día llegó a ser policía municipal en el Estado de México. No lo sabía entonces, pero ese trabajo le serviría años después para dar vida a la Comunitaria.
En 1995, apenas unos meses después de la masacre de Aguas Blancas, la crisis de inseguridad colmó a los pueblos cuando una niña de ocho años fue violada y asesinada. Entonces, don Cirino y otros compañeros de organizaciones campesinas, magisteriales e indígenas, comenzaron a pensar en opciones para abatir la inseguridad.
“Ya veníamos discutiendo qué hacer, cómo encontrar respuestas. Ya teníamos idea de lo colectivo, aunque no entendíamos eso de la autonomía. Pero entendíamos que era necesario organizarse, discutir qué hacer. Nos arrimamos varias veces al gobierno y vimos que no da solución. Y pensamos cómo recuperar nuestro derecho colectivo. El ‘nosotros’ estaba pisoteado con la idea del ‘yo’ que nos metió el gobierno”. Don Cirino da cátedra. Aunque ahora no tiene cargo en la Comunitaria, y pese a su juventud —ronda los 50 años—, es una especie de abuelo sabio al que recurren sus compañeros cuando pierden la brújula.
Ese octubre, al poblado de Santa Cruz del Rincón llegaron representantes de 22 comunidades con las ideas ya trabajadas, instalaron una asamblea general y fundaron la Policía Comunitaria.
En aquel entonces, recuerda don Cirino, eran un grupo de campesinos con sus herramientas de trabajo, machete casi todos, vigilando el territorio. Para hacerse de armas, municiones y uniformes cada pueblo se las ingenió. Algunas vendieron el solar o la parcela, otras remataron los puercos que sin dueño andaban por los corrales comiendo la cosecha. Aprendieron a usarlas. Eso no fue problema. Él, con la experiencia de policía, les dio las primeras lecciones.
“Lo difícil fue romper la sumisión. Nos hicieron creer 500 años que lo que viene de arriba está bueno. Éramos indios, campesinos, y costaba creer que podíamos agarrar al poderoso, gente importante, pesada y llevarla a rendir cuentas”, suelta aún sorprendido por la lección que dieron entonces.
Los dos primeros años, la Comunitaria sólo vigiló el territorio y llevó ante la justicia oficial a los detenidos. Pero luego éstos pagaban al gobierno corrupto y salían hambrientos de venganza. Así, resolvieron crear su propio sistema de justicia. Se creó la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, dividida a su vez en tres regiones. Cada una tiene tres coordinadores que fungen como jueces, y los consejeros, quienes dan reeducación.
Si el apoyo al EZLN los puso en el mapa de focos rojos del gobierno, la creación de la Policía Comunitaria los colocó en la mira. El gobierno no se arriesgaría a que otros rebeldes, como lo hicieron 30 años atrás los guerrilleros comandados por Genaro Vázquez, pusieran en jaque su autoridad. Y comenzó a maquinar estrategias para desactivarlos.
Algunos vienen a caballo, otros se amontonan en camionetas de redila. Casi todos andan a pie. Descalzos, con huaraches, con sus botas consumidas. Hombres, mujeres, algunos ancianos. Con los hijos en un brazo y los morrales de comida en otro. Algunos llevan hasta cinco horas bajo el sol, sedientos. Desde lejos, la fila de peregrinos delinea los cerros. Van rumbo a San Luis Acatlán, la cabecera municipal más importante en la región. La peregrinación de indígenas llega a unos 5 mil participantes.
Corre el año 2002. Cinco comisarios comunitarios están encarcelados, acusados de secuestro por el gobierno de René Juárez Cisneros. No es la primera vez que ocurre: en su historia, más de una veintena ha sido detenida, uno de ellos aún cumple una condena de 30 años. La prisión como estrategia para desarticularlos.
La organización hizo el trabajo del gobierno. Para entonces habían reducido en 90 por ciento los asaltos, homicidios y violaciones en el territorio, y de 22 comunidades extendieron sus dominios a 65 en diez municipios, con 600 policías y 100 mil ciudadanos beneficiados. El costo había sido alto. Además de las acusaciones de secuestro, dos policías fueron asesinados en venganza después de dejar su cargo.
La peregrinación de los indígenas avanza a paso lento. Desde el altavoz se escucha su reclamo: “Al gobierno duele que campesinos analfabetas hagan impartición de justicia, cuando hay gente que estudió derecho y que hace muy mal las cosas. Es una vergüenza para él, se desmorona su poder y no quiere eso”.
Se dirigen hacia las oficinas del Ministerio Público de San Luis Acatlán, donde están presos los comandantes. Bordearon cerros, ahora cruzan calles. Los vecinos de la pequeña ciudad, con tantos habitantes como los indígenas que vienen marchando, los miran curiosos, más bien asombrados. ¿De dónde salieron tantos y qué vienen a buscar? Los indígenas rodean las oficinas ministeriales, entran por sus compañeros y la policía judicial responde cortando cartucho.
“Digan cuál es el delito de nuestros compañeros”, reclaman a gritos a las autoridades. Protegidos por sí mismos, desarman a los judiciales. De un momento a otro, los militares y policías del gobierno los cercan y les lanzan un ultimátum: “¡Tienen 30 días para entregar las armas! De lo contrario va a entrar el Ejército, porque son ilegales”.
Ellos, que llevan todo el día en resguardo de sus compañeros, rechazan la propuesta y anuncian resistencia: en adelante nadie venderá agua y tortilla al Ejército, que a los tres días se verá obligado a salir de la zona para evitar conflictos políticos. Atrapado en su propia amenaza, el gobierno les ofrece liberar a los policías, certificarlos como parte del Estado y de paso enseñarles a leer.
“Ataquen las causas, no a la Comunitaria”, les dice don Cirino en alguna de las mesas para exigir la liberación de los compañeros, “la Comunitaria va a desaparecer cuando no haya secuestro, violación, asalto, muerto; que no haya pobreza”.
Los policías comunitarios son elegidos por la Asamblea para las tareas del cuidado y la vigilancia, por ser personas conocidas y respetadas por sus vecinos. Actualmente suman 700 elementos.
Una muralla de costales rellenos de tierra, destripados por el paso del tiempo, anuncia la llegada al pueblo de Jolochitlán. Los habitantes la construyeron para protegerse de los extorsionadores que, por ahí de 2009, comenzaron a llegar a la Montaña a exigir dinero a maestros, ganaderos y cafetaleros a cambio de respetarles la vida. Fue la primera alerta de la incursión del crimen organizado en las tierras de la Policía Comunitaria.
En la Montaña de Guerrero ha existido una relación histórica con el crimen organizado. El estado con mayor grado de pobreza del país encabeza también la lista de producción de amapola junto con Chihuahua y Sinaloa. Al menos desde el último medio siglo, los indígenas siembran enervantes entre sus milpas, condenados a una dinámica de esclavitud con los narcos. Todos lo saben, pero se tolera porque se reconoce como la única opción de los pueblos para sobrevivir.
Así fue durante muchos años. La relación se mantenía en los límites de la siembra. Pero la Montaña pasó de ser territorio de producción a zona de consumo. Ésa fue la segunda alerta para los comunitarios. En poblados vigilados por ellos, como Buenavista, comenzaron a ver jóvenes fumando marihuana. Alarmados, los vecinos intentaron resolver el problema enviando a los consumidores a la reeducación o revisando las mochilas antes de entrar a la escuela. No se encontraron soluciones. Cada propuesta escala a un mayor problema y las causas de fondo, esa miseria histórica, continúan haciendo metástasis.
Para don Cirino se trata de una nueva forma de represión del gobierno. Si antes los acusó de guerrilleros, ahora de narcos.
“El Estado ha buscado cientos de formas de represión, nos ha acusado de guerrilla, ahora de narcotráfico y como no hace nada para detener violencia, ya llegó a las comunidades. Tenemos violencia del narco y violencia del gobierno que nos dice narcos”.
El punto de quiebre ocurrió en octubre de 2011 cuando cinco hombres fueron detenidos en dos camionetas por transportar casi 600 kilos de marihuana en el territorio por ellos resguardado. Era la primera vez que se enfrentaban a un caso similar. No sabían si entregarlos al gobierno o juzgarlos bajo sus reglas, como lo hacían desde 15 años atrás con los delincuentes comunes. Se convocó a una asamblea general, llegaron 500 habitantes, coordinadores, consejeros, ancianos, hasta el secretario de Seguridad Pública estatal. Ante ellos estaban los detenidos, descalzos y amarrados de manos o pies, con el cargamento expuesto.
La primera en hablar fue la señora Hernández, madre de dos jóvenes acusados. “Estoy aquí porque quiero llegar, pues, a un acuerdo con ustedes como máxima autoridad. Pues como ven, mis hijos cometieron estos errores. Estoy reconociendo el error, pero ustedes me pueden ayudar porque yo lo que quiero es que mis hijos los suelten”, dijo en su cortado español.
El único acusado que no era indígena pidió la palabra. “Me llamo Gabriel Orozco Nieto. No vean en mí esa persona, vean en mí un ser humano como ustedes que quiere ganarse un peso, que se pierde, que me vean a alguien como un ser querido, no como lo que tratan de hacer que me vean”, es decir, un narcotraficante. Luego alegó que lo detuvieron de manera injusta y no le permitieron llamar a su familia.
Vestido de blanco lino y custodiado por sus propios guaruras, el secretario de Seguridad Pública dijo a los comunitarios que no tenían capacidad para tratar temas de tal seriedad y pidió que le entregaran a los detenidos y la mercancía.
Deliberaron de manera pública. Las manos se levantaron, tomaron el micrófono: “No tenemos el ánimo de hacerle guerra al narcotráfico, de meternos en la vorágine de esa guerra, pero no vamos a permitir conductas que afecten la armonía de nuestras comunidades”, lanzó un consejero; “dicen que hay que entregarlo al gobierno, pero el gobierno somos nosotros, y ellos parte de nuestra casa”, sumó uno de los coordinadores; “jóvenes, nosotros los queremos, pero los queremos recuperados, la comunidad no está contra el narco, más bien ellos están contra sí mismos”, dijo otro; “el culpable de todo este fenómeno de violencia social es la pobreza, la falta de educación, de oportunidades; los mixtecos no son narcotraficantes, ellos sólo siembran o la acarrean”, opinó un anciano, y otro más dijo que “ésta es una guerra de pobres contra pobres, ¿quiénes están de soldados, de policías, de sicarios? ¡Hijos de campesino! Por eso al cobarde le conviene esta guerra para dividirnos”.
Serio y malencarado, el secretario atestiguó la votación: los comunitarios decidieron procesar a los detenidos porque, igual que hace 15 años, no confiaban en el sistema de justicia oficial.
Las semanas posteriores a la asamblea, los coordinadores comunitarios recibieron amenazas por teléfono, les reclamaban a los acusados y la droga. Se negaron. Reforzaron las barricadas y aumentaron el número de policías. Aún los acusados esperan sentencia.
“El caso del narcotráfico demostró que la Comunitaria tiene fuerza y su decisión es respetada por el gobierno, fue un aliento para el sistema”, dice orgulloso don Cirino al recordar aquel episodio esta tarde. “Pero también evidenció debilidades que ya habíamos detectado”.
Las personas que cometen delitos son sometidas a un proceso de “reeducación”, que consiste en trabajo social para la comunidad afectada y en recibir pláticas de los sabios del pueblo para hacerlos reflexionar sobre su conducta.
Bajo la sombra de los mangos y tamarindos y su olor que esparce el viento, un grupo de hombres con huaraches y uniformes verde oscuro atienden una cátedra. Escriben con letras torcidas, casi infantiles, en sus libretas desgastadas. Al lado, sus rifles y escopetas reparadas con alambre. Más parecen reliquias que armas de trabajo.
En San Luis Acatlán, una de las tres bases que tiene la organización en el estado, se lleva a cabo una asamblea para capacitar a los nuevos guardias y comandantes. La sede es un terreno amplio con una casa de cemento a medio construir donde están la oficina y una estación de radio comunal recién creada. Al lado, un cuarto que sirve de cárcel, tan pequeña que los seis hombres ahí detenidos se turnan para dormir. En frente, una cocina de madera y cartón donde los vigilantes en turno devoran frijoles, tortillas, a veces un poco de carne. Sólo a veces.
Gabino González Mendoza, de treinta y tantos años, voz recia y parca, simpático, está por terminar su servicio como policía. Desde la cárcel, donde hace guardia, escucha la plática con arma en mano.
—¿Usted cree que esta policía podría funcionar en todo el país?
Gabino frunce el ceño y se ajusta la escopeta a la espalda.
—La verdad que a pensar mío siento que no, todavía le falta, tiene mucha necesidad, estamos con sufrimiento, le falta recurso. Pero ahí está la caminada, así poco a poquito a ver hasta dónde.
Cuando a Gabino lo escogieron para el cargo por tres años, él y su esposa tuvieron una repentina alegría. El nombramiento era reconocerlo como un hombre trabajador, en quien se puede confiar. Luego se pusieron un poco tristes. ¿De dónde iba a sacar dinero para mantener a sus hijos? Su esposa tendría que trabajar el doble, en la casa, la cosecha y la leña, mientras él daba servicio cada ocho días. Una tarde, cuando no había ni tortilla ni quelite para comer, la esposa le reclamó: “¿Por qué no ganas?, tu hija necesita comer, salte”.
—Yo le digo que no, que espere, ¿quién va a cuidar a mi pueblo? —asume serio su responsabilidad.
El trabajo como policía comunitario, comandante o consejero es voluntario, pero si el elegido no acepta es sometido a reeducación durante un año. Valentín Hernández, asesor mestizo de la organización, sabe que si pudieran rechazar el cargo, la mitad lo haría por la falta de pago y seguridad. Están expuestos a ser detenidos, baleados y no tienen salario ni atención médica, menos un seguro laboral. Hoy, por el déficit de personal, 50 detenidos no reciben reeducación.
En la asamblea las manos se alzan sobre la punta de los fusiles. Quieren hablar. “En los años de inicio de esta lucha se daba apoyo a policías”, “el policía arriesga su vida y no tiene un seguro ni doctor”, “por qué a coordinador se le paga y a policía no”.
El tema se ha discutido a lo largo de varios años. Recibir dinero del gobierno sería someterse a sus órdenes. Sin embargo, los coordinadores tienen un salario de 5 mil pesos al mes en un lugar donde el ingreso promedio de toda una familia indígena no llega a los mil pesos. La desconfianza merodea.
¿Cómo mantener una relación con la autoridad si ésta es la que somete, corrompe, humilla? Es un punto que la Comunitaria aún no resuelve. En abril de 2011 el gobierno estatal reconoció a la organización autónoma en la Ley de Costumbres Indígenas, pero los golpes bajos continúan: entregó en concesión a una minera extranjera un pedazo del territorio indígena, la corrupción mantiene a la región como la más pobre del país, los asesinatos y desapariciones de líderes sociales permanecen impunes.
En la asamblea, las quejas continúan. No hay medicina para los detenidos, las celdas parecen pequeños calabozos, la justicia se hace a medias porque se detiene al malo y se olvida a la familia, ya empezaron otra vez el robo y el asesinato, y algunos policías han sido señalados por abuso de autoridad. Y hasta por tortura.
—No podemos decir que somos blancas palomitas, tenemos algunos errores por no prevenir —reprende uno de los coordinadores a los comunitarios. En un rincón del patio, una señora descalza con sus hijos a medio vestir sigue la reunión desde hace un par de horas.
—Quizá haya errores —continúa el coordinador—, los policías a veces dicen: “A mí nadie me molesta porque soy el chingón de este pueblo”. Es un error muy grave porque no somos judiciales ni del ejército, los que torturan, los que golpean y obligan la gente que a fuerza diga su culpabilidad aunque no sea su culpa.
Paciente, Constantina Mendoza escucha la clase de los nuevos policías y deja a su hijo, el más pequeño que llora de hambre, exprimirle los senos ya sin leche. Cuando la reunión va a terminar se acerca a los coordinadores y, como ha hecho cada domingo desde hace tres meses, les pide liberar a su esposo.
—Lleva tres días que ya no come, duele mano, está enfermo. No le dé golpe que mi marido no es un Jesucristo —les reclama. Ella no se siente representada en este sistema comunitario.
Silvino Encarnación, su esposo, está acusado de ser cómplice de matar y decapitar a un hombre. Lo inculpó el autor confeso del crimen, Celso, que luego se retractó. Era la única prueba en su contra. Ante la asamblea de este domingo, la esposa del muerto pide justicia, pero de la buena.
Constantina, en cambio, acusa a la Comunitaria de haberlo torturado y de no darle atención médica ni permitirle ver a un doctor por las migrañas que padece. El último día del año 2011, unos 20 policías a bordo de dos camionetas llamaron a la puerta de su casa y entraron por él. Eran policías comunitarios y policías primitivos (como llaman a la Policía Municipal Preventiva) trabajando en coordinación.
—Le echaron bolsa en la cabeza de mi esposo y le echaron agua negra en un pocito, daban mucho golpe, grita bien feo mi esposo que le dieron tanto golpe —dice refiriéndose al método de tortura de sumergir a la persona en agua. Como prueba, la mujer guarda el pantalón, la camisa y los calzones que vestía ese día, sucios, acartonados por las aguas negras.
La asamblea la escucha y se queda sin argumentos. Al final, una de las coordinadoras le dirá que su marido será liberado cuando lo decida su comunidad, porque son sus vecinos quienes lo conocen de toda la vida y saben si es hombre de bien.
La mujer se va a casa llorando con los chiquillos alrededor y la reunión termina. Ahí, le pregunto a Pablo Guzmán, uno de los coordinadores, sobre lo ocurrido. ¿Quién los vigila de cometer abusos? ¿Quién protege el debido proceso?
—La ley cuadrada de allá [de las ciudades] lo soltaría porque no tiene pruebas contra él, pero ha hecho daño otras veces —responde convencido.
Pablo se refiere a que hace algunos años Silvino fue detenido por agredir a su hermano. Su esposa Constantina denunció a los comunitarios ante la justicia oficial, que los apresó y acusó de secuestro. Para la Policía Comunitaria, el actuar de la mujer se trató de una revancha.
—¿Si un inocente es sentenciado a quién apela?
—Aquí somos libres de pensar con elasticidad, aquí se rompen los esquemas de la ley y se hace justicia. Lo bueno de no conocer el derecho de las ciudades es que no nos preguntamos esas cosas del derecho— confirma Pablo ante la insistencia.
Pablo es el único coordinador mestizo y eso genera algunas desconfianzas entre el resto de los integrantes que ven en sus reflexiones un dejo de venganza. La charla me recuerda la sabiduría de las palabras de don Cirino, que evitó el linchamiento de unos asesinos y violadores en el año 2009, dirigiendo a los pobladores esta reflexión: “Debemos vernos al espejo porque el próximo puede ser nosotros, nadie es perfecto y tarde o temprano podemos cometer error. Los que matan no tienen otra cara que nuestra cara”.
La Comunitaria sabe que vive ahora su propia crisis de confianza. En cierto modo, es víctima de su éxito.
La caída de niveles de violencia en los diez municipios donde gobierna tuvo algunos efectos no considerados por la organización. Por un lado, atrajo el interés de varios grupos políticos que han buscado controlar la organización, lo que ha generado divisiones internas; por otro, sus logros no significaron el reconocimiento a la organización por parte de los jóvenes, quienes nacieron a la par del proyecto y crecieron en el remanso de tranquilidad que dejó a su paso. Poco a poco, los lazos comenzaron a soltarse entre los pueblos. Las preocupaciones fueron otras, o más bien la de siempre: la miseria histórica. De pronto, el relevo, la lucha renovada a las conquistas de los más viejos no llegaba.
En la asamblea, los futuros policías debaten que la verdadera justicia exige el involucramiento de la comunidad. Algo que en las ciudades hemos olvidado.
“La justicia que imparten nuestras autoridades regionales también se centra en este espíritu comunitario: es una justicia pública y colectiva, donde son varios los ojos que evalúan a quienes cometen errores”, dice el reglamento que en sus manos llevan esta tarde bajo la sombra de los mangos y tamarindos, en la asamblea de San Luis Acatlán.
—Durante muchos años hemos visto la cola del gobierno y la tiene larga, la tiene larga. Mucha cola que le pisen, pero tenemos que voltear a mirar nuestra cola, verla bien para no cometer mismos errores que ellos— dice don Cirino Plácido a la quinta taza de café. Habíamos recorrido durante varias horas, a través de su memoria, el camino andado por la Policía Comunitaria.
La inquietud es compartida por los coordinadores, consejeros, policías. En diez años, los niños de ahora serán los guardianes y también los criminales. ¿Cómo se están preparando para ello?
Don Cirino se ve preocupado, pero no derrotado. Medido en sus reflexiones, reconoce riesgos, no el quiebre. Crisis como ésta han superado un par de veces en el pasado. Sabe cuáles son esos pedazos de cola y cómo reanudar camino.
Primero, la Coordinadora debe formar cuadros. Los líderes originales de la organización no se preocuparon por enseñar a los herederos el eje de la justicia comunitaria.
“La responsabilidad de los que le dimos vida está en que no preparamos al pueblo en cien por ciento, no formamos cuadro. Por eso llega alguien que no tiene conciencia y se desvía, comete errores. Es el costo que está pagando el movimiento. No estamos previniendo, preparando las condiciones para que no se cometan errores, porque muchos de nosotros estamos desgastados físicamente, económicamente. Pensamos que las cosas ya se iban a dar por sí solas”.
Segundo, la Comunitaria sabe que enfrenta el divisionismo al interior de los pueblos. Para combatirlo, explica, deben retomar sus propias formas de organización al margen de los grupos políticos que quieren cooptarlos. Este anhelo de mantenerse unidos los empujó a iniciar una nueva cruzada: recuperar su derecho a elegir mediante usos y costumbres a sus autoridades, dejando de lado el sistema de partidos.
“El poder nace del pueblo y debe instituirse en beneficio del pueblo. El sistema de partidos no nos sirve para crecer como pueblos. Nos confronta, nos divide, nos manipula, nos corrompe, nos utiliza y al final nos hace a un lado”, escribieron en una convocatoria a las comunidades para sumarse a la exigencia de su autonomía.
Tercero, establecer límites en la relación con el gobierno. Cuando empezó la Policía Comunitaria se aliaron con el Ejército mexicano para la capacitación en el uso de armas, aunque en el fondo había una doble intención, por ambas partes. Los comunitarios querían mandar el mensaje a los caciques y delincuentes, de que el Ejército era su amigo. Los militares buscaban penetrar y desarticular a la organización.
“No queremos ser estructura de una casa que se está cayendo, queremos una estructura propia de los pueblos. Solamente nosotros vamos a lograr cambiar las cosas, pero no siendo el Estado. Imagínate, no le puedes tirar piedra estando dentro, se te cae techo encima”, las palabras de don Cirino ilustran.
Cuarto. La Policía Comunitaria debe imaginar su futuro y caminar hacia él. Hacer un programa de prevención, trazar una ruta de desarrollo porque la vida de los pueblos sigue marcada por la pobreza y el sometimiento del Estado. Se trata de preparar las condiciones para que la gente viva libre de inseguridad y miseria.
La mirada chispeante de don Cirino parece alumbrar ese camino. El hombre empina el café antes de lanzar una última imagen: la justicia es como una red que se teje entre todos.
—Si hay uno que no teje, falta pedazo. O si teje mal, se rompe. m
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