Las mujeres que enfrentaron a sus ejércitos (y les ganaron)
Vanesa Robles – Edición 485
María de Jesús Alvarado y Lucrecia Molina viven desterradas. Ambas tienen familiares desaparecidos por los ejércitos de sus países. Ambas llevaron sus casos ante la Corte Interamericana. Las vidas de las dos conservan la esperanza de la no repetición
Los datos superficiales sirven poco para describir lo mucho que se parecen estas dos mujeres, Lucrecia —Luqui— Molina Theissen y María de Jesús —la Güera— Alvarado Espinoza.
La primera es guatemalteca, capitalina. La segunda es mexicana, chihuahuense. La voz de la primera es dulce; no sumisa, sólo dulce. La segunda tiene un tono fuerte al hablar; no agresivo, sólo fuerte. Luqui es de rostro afilado, ojos chinos, pelo corto. La Güera es de carita redonda, ojos claros, usa una cola de caballo larga. Luqui nació en 1955, la Güera en 1980. Y justo aquí empieza el lado b de esta historia: los 25 años que hay entre ambas no han hecho diferencia en la infamia de la desaparición cometida por cuerpos de seguridad militares en América Latina.
El 6 de octubre de 1981, un grupo de hombres sacó de su casa, en Ciudad de Guatemala, a Marco Antonio Molina Theissen, hermano de Luqui, cuando él tenía 14 años —antes, los criminales sometieron a la madre—. El 29 de diciembre de 2009, un grupo de hombres se llevó de sus casas, en el ejido Benito Juárez, primero a Nitza Paola, hermana de la Güera, y a su primo José Ángel Alvarado Herrera; luego, a Rocío Irene Alvarado Reyes, de 18 años —sometieron a la madre de Irene, a sus hermanitos y a su hija de dos años—.
Marco Antonio, Nitza Paola, José Ángel y Rocío Irene siguen desaparecidos. Luqui y la Güera decidieron que, además del camino del dolor, iban a recorrer el de la justicia.
En momentos distintos llevaron a sus países a juicio ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en un proceso que duró años. Esperaron, con la intuición de que las sentencias señalarían la responsabilidad de sus Estados en las desapariciones. Intuyeron bien, pagaron el precio. Por el hostigamiento militar y por el miedo, Luqui Molina, su madre, sus hermanas y sus sobrinos viven exiliados en Costa Rica. Por el hostigamiento militar y el miedo, la Güera espera, en Texas, el juicio por una solicitud de asilo en Estados Unidos que incluye a otras 10 personas, entre hijos, sobrinas, padres.
Luqui y la Güera participaron en la reciente edición del Foro SUJ de Derechos Humanos, celebrado en octubre pasado en el ITESO. Poco después tuvo lugar la primera visita a México del Comité de Desapariciones Forzadas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Sus historias son recordatorios: la seguridad en manos de los ejércitos puede volverse una pesadilla. La belleza también es terca; estas mujeres tan distintas, tan parecidas, también representan eso que llamamos esperanza.
La memoria, el destierro y la verdad, en un cuaderno sin lomo
Igual que miles de niños mexicanos, María de Jesús aprendió a querer al ejército en la primaria. Por eso se sintió tranquila cuando oyó que los soldados tomarían el control de la lucha contra el narcotráfico, durante el Operativo Conjunto Chihuahua, en marzo de 2008. “Vivíamos en Ciudad Juárez. Nos tocaba ver a los muertos y las ejecuciones en las calles”. Muy poco después, la Güera, sus padres, hijos y sobrinas debieron largarse. Primero, de Chihuahua, y más tarde, algunos de ellos del país. Sucedió cuando denunciaron que las Fuerzas Armadas se llevaron a tres integrantes de su familia. Ahí los militares se volvieron una amenaza constante: rodeaban su casa, llamaban por teléfono —“Paren o van a desaparecer todos”—, acusaron a María de Jesús de bandolera…
En agosto de 2010, parte de la familia Alvarado huyó hacia el estado de Sonora; las intimidaciones continuaron. “El ejército está en todas partes en México, nos iba a encontrar adonde fuéramos”. Tras dos años, los Alvarado dieron vuelta en U. El gobierno estatal de Chihuahua, el de César Duarte Jáquez, les prometió apoyo. Se puso peor.
En octubre de 2013, la Güera fue a una manifestación por los desaparecidos. Afuera del Palacio de Gobierno se subió al estrado. Le reclamó a Duarte. “Cuando me bajé, vino un señor: ‘Te felicito, fuiste muy valiente’, me dijo: ‘Ve a la Penitenciaría de Chihuahua; un lado es del Cártel de Sinaloa, el otro es del Cártel de la Línea; ellos saben dónde quedó tu hermana… Nomás te voy a dar un consejo’, me dijo: ‘no se te olvide que el gobernador tiene quién le haga el trabajo sucio’”.
“Me acordé de lo que le pasó a Marisela Escobedo”, la mujer asesinada en 2010 frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua mientras protestaba por el feminicidio de su hija. “En una semana, en septiembre, once Alvarado ya estábamos en el puente de El Paso, pidiendo asilo”.
Dos años antes, a mediados de 2011, cuatro organizaciones de la sociedad civil le habían pedido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que tomara el Caso Alvarado Espinoza. La Comisión lo puso en manos de la Corte IDH en abril de 2016.
Hablando de Marisela Escobedo, da la impresión de que las mujeres son quienes están empujando la justicia para las personas desaparecidas.
En el Caso Alvarado, la familia acordó que las mujeres estaríamos al frente, porque a los militares se les facilita más levantar a los hombres, sembrarles algo, decir que andaban en esto o aquello.
Aunque acá también se les facilitó llevarse a Nitza y a Irene y acusarte de pertenecer a una banda de robacoches…
Fue cuando sentí miedo la primera vez: cuando, al principio de todo, me reuní con Felipe de Jesús Espitia, comandante del Operativo Conjunto Chihuahua, y Elfego Luján, coronel del 35 Batallón de Infantería, que se llevó a mi familia. Pensé que me iban a ayudar, que iban a investigar. Y que me dicen que yo tenía antecedentes penales y me iban meter presa. Me dio coraje. Les dije que no les tenía miedo. Pero en cuanto salí supe que estaba en peligro.
Todo está en el cuaderno. Hay un cuaderno cosido, de pastas duras, moradas, ya sin lomo, donde la Güera ha anotado cada reunión, charla, amenaza, nombre; cada fecha. La primera es el 19 de febrero de 2010. “Escribo mucho. Es mi memoria”.
María de Jesús no conocía una fiscalía, nunca puso una denuncia, no terminó la preparatoria y, sin embargo, habla como abogada internacionalista. “Supe que tenía que ponerme a estudiar el día que, en Ciudad Juárez, fui a la presentación de la sentencia ‘Campo algodonero vs. México’ [de la Corte idh sobre el asesinato de mujeres en aquella ciudad]. En la casa, cuando se dormían, yo revisaba mi expediente y los tratados. Los leía una y otra vez para entender”.
Y sigue igual, porque la Corte IDH emitió la sentencia del Caso Alvarado Espinoza en noviembre de 2018, pero México no ha cumplido la mayoría de las exigencias. La más importante: no se sabe qué pasó con José Ángel, Nitza e Irene, ni quiénes son los responsables.
El Caso Alvarado Espinoza y otros vs. México
El 28 de noviembre de 2018, la Corte IDH declaró la responsabilidad internacional del Estado mexicano por las desapariciones forzadas de Nitza Paola Alvarado Espinoza, José Ángel Alvarado Herrera y Rocío Irene Alvarado Reyes. A las tres personas se las llevaron entre ocho y diez hombres con uniformes militares y armas largas.
Los tres desaparecieron en el ejido Benito Juárez, en Buenaventura, Chihuahua, la noche del 29 de diciembre de 2009, durante el Operativo Conjunto Chihuahua, que fue parte de “la militarización como estrategia de seguridad pública” decidida por el entonces presidente Felipe Calderón —la estrategia que continúa hasta hoy—. Nadie ha sido procesado por este caso.
La Corte IDH declaró que la investigación deficiente y la impunidad del caso violaron los derechos a la vida, a la integridad personal, a la libertad, a las garantías judiciales y a la protección judicial, entre otros. Y que provocaron amenazas, desplazamiento forzado, y afectaron los derechos a la integridad personal, de circulación, de residencia y de protección de la familia de las tres víctimas.
Reconoció que el crimen organizado significa una amenaza grave; sin embargo, debe combatirse con procedimientos que preserven la seguridad pública y los derechos humanos.
La sentencia indica que la seguridad debe estar reservada para los cuerpos civiles. La intervención del Ejército debe ser extraordinaria: excepcional, justificada, temporal y restringida; subordinada y complementaria a las autoridades civiles; regulada por medio de mecanismos legales y fiscalizada por órganos independientes.
También, que las medidas de reparación integral son una obligación del Estado mexicano: el reconocimiento público de su responsabilidad; la determinación del paradero de las víctimas y de los perpetradores; la atención médica, psicológica y psiquiátrica a las personas afectadas.
La Corte ordena la aplicación de garantías de no repetición: entre otras, un registro actualizado de casos de desapariciones forzadas; la capacitación en derechos humanos a las Fuerzas Armadas y policías; la adopción de medidas suficientes para proteger la vida y la integridad de las víctimas, así como el pago de una cantidad por daño tanto material como inmaterial.
El caso seguirá abierto hasta que el Estado compruebe que cumplió. Se puede consultar aquí.
La sentencia habla de indemnizaciones económicas. Algunas familias de personas desaparecidas creen que eso es una ofensa.
Es lo justo. En esto de buscar a los seres queridos y exigir justicia se pierde todo: la vida, la casa, el país. Nos puede mucho haber dejado México. En Ciudad Juárez yo era asistente educativa en una guardería; tenía mi casa del Infonavit. Nitza era el pilar de mis papás y de sus tres niñas, que ahora están conmigo. José Ángel trabajaba en una maquiladora desde hacía ocho años. Rocío Irene tenía un bebé. Éramos una familia tranquila. Habíamos crecido juntos y nos gustaba juntarnos en el pueblo, en el ejido Benito Juárez: que para el 10 de Mayo, que el Día de los Muertos, que en Navidad… Cuando empezaron las amenazas, todo se acabó. El Estado tiene que reparar ese daño, porque fue el responsable.
¿Qué significa la esperanza para una familia que dejó todo?
Este camino ha valido la pena nada más por la verdad. Esperanza es que el caso haya llegado a la Corte Interamericana y que una sentencia reconozca que los militares desaparecieron a José Ángel, a Nitza y a Irene. Tenemos la esperanza de encontrarlos. Pero, sobre todo, de que las cosas no se repitan con otras familias, porque somos un precedente. La sentencia dice que el Estado debe adoptar medidas de no repetición. Que las Fuerzas Armadas no pueden tener el control de la seguridad.
Querido Marco Antonio: la justicia es una carrera de resistencia
El dolor, la paciencia y la convicción provocaron que Lucrecia Molina Theissen y su madre, Emma, llevaran a juicio y lograran el encarcelamiento de los militares de más alto rango en Guatemala. Luqui es una heredera digna de su padre, Carlos Augusto Molina. Por sus ideas, él fue expulsado varias veces de Guatemala a mediados del siglo XX, tras la intervención estadounidense de 1954.
Más allá de los genes: Luqui, sus hermanas Eugenia y Emma, y su hermano Marco Antonio, nacieron en Guatemala entre los años cincuenta y los sesenta en un ambiente de represión que, en su cara más letal, cesó entrados los años noventa.
El telón de fondo de esta historia siempre fue verde militar.
En 1994, la tristeza mató a Carlos Augusto. Cuenta Luqui que, para 1991, él mismo le advirtió que su hermano no iba a volver. Habían pasado diez años desde que se lo llevaron, y “pasaron otros tres antes de que yo pudiera convencer a mi cabeza, no a mi corazón”.
¿De la probabilidad de que Marco Antonio esté muerto?
Y de que haya hombres capaces de arrancar a los niños de sus familias, torturarlos, asesinarlos, desaparecerlos.
En México, para miles de familias, la exigencia es “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Tú exiges los restos de Marco Antonio…
Cada quien reclama lo que necesita. Más que una postura política, se trata de una emoción. No hay una forma única de afrontar las desapariciones. Para mí es una lucha, una tortura permanente. ¿Cómo lo mataron? ¿Cuánto sufrió? ¿Qué hicieron con su cuerpo? Con mis hermanas y mi madre seguimos buscando la verdad y exigiendo la devolución de los restos, para sepultarlos dignamente.
Otra lucha interna: en 1982, Lucrecia había comenzado algo que más tarde se transformaría en un acto de memoria. Le escribió varias cartas a Marco Antonio y, con su hermana Eugenia, compró un espacio en un periódico para publicarlas. “Resista, su familia lo ama, lo seguimos buscando”. Quería que su hermano regresara, y que los militares se conmovieran. Nada de eso iba a ocurrir —entre 1979 y 1983 unos cinco mil niños fueron desaparecidos en Guatemala para castigar a las familias consideradas subversivas—, pero Lucrecia no lo sabía aún.
Cuando se dio cuenta preparó su batalla más larga. “¿No me lo devuelven? Páguenlo”. En 1998, junto con el Grupo de Apoyo Mutuo y el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil), Luqui comenzó, de manera simultánea, una demanda de justicia en los tribunales guatemaltecos y un proceso en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En abril de 2004, su caso llegó a la Corte Interamericana.
El sonido de fondo era el silencio.
“Por mucho tiempo anestesié el dolor. Era demasiado. Pensé que el silencio me iba a proteger: te callas y parece que las cosas desaparecen. Pero no. Dentro llegaba a un lugar donde todo se repetía siempre. Todavía unos días antes del juicio en la Corte IDH, mis hijos no sabían lo que nos había pasado. Eso sí, soy de las que recuerdan y escriben”.
En eso llegaron el 4 de mayo de 2004 y la sentencia de la Corte IDH. El Estado de Guatemala fue hallado responsable de la desaparición forzada de Marco Antonio. Entre otros, violó los derechos de la niñez, a la vida, a la integridad personal y a la libertad del niño y de su familia. La Corte ordenó la investigación y el juicio de los culpables. Luqui Molina vigilaría que así fuera: “Se veía imposible, pero a la justicia hay que ponerla siempre a prueba, a ver qué resulta. Y hubo una fiscal íntegra”. La de este relato se llama Claudia Paz y Paz.
El juicio interno fue más largo. “Más bien me sorprendió que fuera tan corto”, afirma Lucrecia. Entre 2011 y 2016, además de acudir a la fiscalía y a los tribunales, resistir embestidas, aguantar a fiscales corruptos, juntar más pruebas, volver a pelear, creó la página cartasamarcoantonio.blogspot.com, donde hay unas 200 misivas para su hermano. Todavía perseguida por el miedo, al principio firmaba con un seudónimo. Su hijo la enfrentó: “Si vas a publicar, tenés que utilizar nombre y apellido”. “Y decidí a salir desnuda a la calle; escribir, para no dejar que la memoria sea escrita desde el poder”.
Pero las historias no son perfectas, y ésta tampoco. En 2016 hackearon su blog y Lucrecia regresó a la tradición de las libretas íntimas.
Apenas antes, el 6 de enero de 2016, cuatro exmilitares de alto rango habían sido detenidos, entre ellos el jefe de Inteligencia del ejército de Guatemala, Manuel Antonio Callejas —el Mata Amarrados— y el exjefe del Estado Mayor del ejército, Manuel Benedicto Lucas. Tras un juicio, que terminó en mayo de 2018, ambos recibieron 58 años de prisión, lo mismo que el exoficial de inteligencia Hugo Ramiro Zaldaña. Otro exmilitar, Francisco Luis Gordillo, recibió 32 años. Los declararon culpables por la desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen, la violación sexual agravada de su hermana, Emma, y delitos contra la población civil. “Son criminales de guerra”, recuerda Luqui.
Que algunos responsables de la desaparición forzada de Marco Antonio estén en la cárcel no significa que Luqui y su familia puedan volver a Guatemala y estar seguros.
¿Entonces? ¿Qué cara tiene la esperanza en este destierro?
Cuando una quiere conseguir justicia, deja la piel, la tranquilidad, el tiempo vital. Me estoy preparando para vivir 100 años. Tengo nietos: quiero verlos grandes y seguros.
Sí. Luqui Molina es la cara de la esperanza. .
El Caso Molina Theissen vs. Guatemala
El 4 de mayo de 2004, la Corte IDH declaró la responsabilidad internacional del Estado de Guatemala por la desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen. Él tenía 14 años cuando un comando militar lo sacó de su casa, el 6 de octubre de 1981: 23 años antes.
La desaparición forzada constituía entonces una práctica común en Guatemala, donde el Ejército ha sido acusado de genocidio por instancias internacionales. Es el primer país del mundo en el que ese crimen fue juzgado por una corte nacional, aunque la condena fuera anulada en 2013 para preservar la impunidad. En los años ochenta, la Doctrina de Seguridad Nacional consideraba subversiva a cualquier persona que intentara cambiar el orden social, a su familia y a los testigos de los levantones. La mayoría de las acciones “antisubversivas” estaba en manos del ejército y de grupos paramilitares.
Vinculada a organizaciones estudiantiles, la hermana de Marco, Emma, había sido detenida, torturada y violada en 1976, cuando tenía 15 años. La detuvieron de nuevo el 27 de septiembre de 1981. Otra vez la torturaron y violaron, durante nueve días, en un cuartel militar. Se escapó el 5 de octubre. Un día después, los militares se llevaron al adolescente de la casa materna. Nunca volvió.
Entre enero de 1982 y noviembre de 1984, Emma, sus padres, hermanas, hijos e hijas, debieron exiliarse en varios países —México les negó el asilo—. Entre 1985 y 1990, la familia volvió a reunirse, en Costa Rica.
En su sentencia, la Corte IDH consideró que, en este caso, el Estado guatemalteco incurrió en responsabilidad internacional, por la violación de los derechos a la vida, a la integridad, a la libertad personal, a las garantías judiciales y a los derechos de los niños y las niñas, entre otros, en perjuicio de Marco Antonio y su familia.
La sentencia indica que el Estado de Guatemala debe hacer un reconocimiento público de su responsabilidad en este hecho de desaparición forzada; localizar y entregarle los restos mortales de Marco Antonio a su familia; investigar los hechos y sancionar a los responsables.
Entre otras acciones, el Estado debió realizar varios actos de memoria, como ponerle el nombre de Marco Antonio a una escuela, en memoria de todos los niños y niñas asesinados y desaparecidos durante el llamado conflicto interno de Guatemala; también, adoptar medidas legislativas, administrativas y todas las necesarias para crear un sistema de información genética, así como pagar una indemnización a la familia.