Aunque sea tan contagiosa como el bostezo, y aunque la compañía y la camaradería le sean propicias, lo cierto es que, cuando reímos, siempre estamos riéndonos a solas.
Nadie puede hacerse cosquillas a sí mismo. O, más bien, nadie puede reír si trata de hacerse cosquillas a sí mismo. Una explicación es que la risa —con lo que tiene de aullido, de convulsión, de mueca feroz, de espanto— fue, en los remotos ancestros, una reacción defensiva: los dedos traviesos que hoy nos pican las “llantitas” pudieron ser, en el tiempo en que el Homo sapiens estaba en vías de serlo, una amenaza mortal. Reímos para conjurar el peligro.
“La canción más bonita del mundo / que es la risa de quien quiero más”, cantaba Cuco Sánchez. En cambio, el venerable Jorge de Burgos (el monje ciego y anciano que presidía la biblioteca en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco) encontraba que la risa no podía ser sino una manifestación diabólica que alejaba al hombre de Dios.
Gracia o perdición, la risa es tiempo fuera del tiempo: el mundo puede no existir mientras estalla una carcajada. Y aunque sea tan contagiosa como el bostezo, y aunque la compañía y la camaradería le sean propicias, lo cierto es que, cuando reímos, siempre estamos riéndonos a solas. A veces, incluso, sin mover ni un músculo de la cara. m