La nueva utopía, el regocijo de los aguafiestas
Vonne Lara – Edición 476
La “nueva normalidad” se ha convertido en una meta, en un futuro promisorio. Será, en todo caso, un concepto ambivalente: un eufemismo y un disfemismo para referirnos a los residuos de la vida antes de la pandemia
En casa siempre hemos comido sopa de arroz rojo con plátano Tabasco. Aunque, según me aclaró un sabelotodo, el arroz no es sopa y no es normal comerlo con plátano rebanado. Además de esa revelación no pedida han venido otras así o más desagradables de escuchar; pues en esta vida puede faltar todo, pero nunca los aguafiestas acomedidos, los jueces vigilantes.
De niña, sufría mucho cuando salíamos de vacaciones en autobús, porque su olor me daba náuseas: esa mezcla de escandalosos líquidos sanitizantes que intentaban, inútilmente, paliar el aroma de humanos confinados. Como si eso no hubiera sido suficiente, algunas personas fumaban durante el trayecto. Esa costumbre insana era normal, casi un derecho, en todos los lugares públicos. Un acto que sólo hasta hace muy poco se volvió impensable. Pues lo “normal” es una falacia; sobre todo si lo equiparamos con lo “correcto”. En principio porque el concepto “normal” es un ente perverso al servicio de las narrativas colectivas; en segundo, porque sus preceptos son inasibles, ya no digamos de una nación a otra, sino de una persona a otra —la frontera postrema—. La normalidad es la nueva utopía.
La expresión “nueva normalidad” se utilizó por primera vez para describir las secuelas de la Gran Recesión de 2008. El concepto ha vuelto varias veces para referir otras etapas poscrisis en otros momentos históricos, y, claro, ha vuelto para nombrar los anhelados días pospandemia. Dicha nueva normalidad se ha convertido en una meta, en un futuro —supuestamente— promisorio. Será, en todo caso, un concepto ambivalente: un eufemismo y un disfemismo para referirnos a los residuos de la vida antes de la pandemia. En la “nueva normalidad” caben las reglamentaciones gubernamentales, diversas medidas profilácticas, pero también todo el miedo —ahora justificado— a la cercanía, a lo público; cabe el terror a la otredad en sí.
Es justo decir que, como todos, también disfruto de forma ruin al señalar lo que, según a mis ojos, son extravagancias o errores de los demás. Porque la soberbia, aunque tiene mala fama y lo neguemos, se saborea; es una delicia. En la actualidad, la vigilancia del otro se ha convertido en una obsesión; es más, en una obligación. Observamos al que sale, cómo y por qué lo hace, en dónde se para y para qué, si se coloca bien la mascarilla, si se toca la cara o toca las superficies públicas —que ya tenían una terrible reputación—, si respeta Susana Distancia; incluso si, para atenuar su miedo, ve aplanada la curva a punta de fe, con la misma vehemencia con que algunos encuentran santos revelados en panes tostados. Y no es que la aversión y la soberbia hacia la otredad no estuvieran ahí antes: es que se han exacerbado en esta etapa extraña de posnormalidad o pre nueva normalidad —mejor sería llamarla limbo—, revelándose como una de las caras más impresentables de la humanidad. La realidad es que siempre hemos sido unos aguafiestas y jueces vigilantes; y ahora creemos tener razones de peso para serlo.