La hora del baño

La hora del baño

– Edición 490

Foto: Bicanski en Pixnio

Mis remembranzas estuvieron a salvo durante muchos años, hasta que un día una amiga me preguntó: “¿Pues cuántos años les llevas a tus primos y hermanos?”. No era posible que me hubieran dejado bañar a los bebés recién nacidos siendo yo tan pequeña

Recordar es un ejercicio embriagador, aunque falible. Hay momentos peligrosamente lúcidos que nos hacen replantearnos lo que recordamos y lo que nos hemos contado como cierto.

Cada vez que nacía un bebé en mi familia, todas las dinámicas cambiaban, se volvían más suaves y, al mismo tiempo, más ajetreadas. La casa se perfumaba con ese olor agalletado y jabonoso de los bebés. Se andaba de puntitas, se les ponían sordinas a las risas. Los tendederos se llenaban de ropa diminuta; la cocina, de biberones; las habitaciones de las mamás y sus bebés lucían como capullos acolchonados con luces suaves. Las miradas, las preocupaciones y todas las faenas tenían como objetivo a aquel nuevísimo ser siempre envuelto en cobijitas.

Mi familia materna es numerosa; además, como soy la mayor de mis hermanos y de mis primos, me tocó verlos a todos llegar a casa. Cada vez sucedía lo mismo y a mí me gustaba flotar en esa atmósfera de cuidados y olores dulces. Cada nacimiento nos transformó como familia, con esa sutileza brutal que trae la vida bajo el brazo.

Mi momento favorito era la hora del baño. Cada tarde poníamos a calentar agua y, mientras tanto, acomodábamos la tina en la habitación. Disponíamos el jabón, el champú, la crema, la loción, así como el cambio de ropa limpia y el pañal nuevo. Traíamos la olla, regulábamos la temperatura del agua, cerrábamos la puerta y la ventana para evitar cualquier corriente.

Cuando todo estaba dispuesto, bañábamos al bebé. Lo envolvíamos en la toalla y le lavábamos su cabecita. Al terminar, lo sumergíamos con cuidado y bañábamos su cuerpo. Aquello debía hacerse con precisión y rapidez, nada peor que enfriar a un bebé. Lo secábamos, lo cambiábamos, le poníamos sus numerosos afeites. Todo terminaba con un biberón que el bebé se zampaba con urgencia y, por fin, tomaba su siesta más larga del día. Entonces volvíamos a bajarle el volumen a la vida.

Siempre conté todo esto mirando en lontananza mi memoria. Mis primos y hermanos pequeñísimos; algunos llorones, pero todos tiernos y curiosos. Mis remembranzas estuvieron a salvo durante muchos años, hasta que un día una amiga me preguntó: “¿Pues cuántos años les llevas a tus primos y hermanos?”. Según mi memoria, bañé tanto a mi primo, al que le llevo cuatro años, como a mi hermana, a quien le llevo seis. Cuando saqué las cuentas, mis recuerdos perdieron sus soportes. Entonces comprendí por qué, al contarlos, venían a mí en una conjugación muy peculiar y en plural.

Entonces les pregunté a mi madre, a mis tías, a mi abuela. Todas me dijeron, aunque ya lo sabía, que no era posible que me hubieran dejado bañar a los bebés recién nacidos siendo yo tan pequeña. Tal vez no te acuerdes, les insistí jugando la misma trampa de mi memoria. Pero fue inútil. No renuncié a las imágenes de mi memoria y, lo que es más, pude hacer realidad esos recuerdos con mis propias hijas. Las bañé con el método familiar, las bañé tal y como bañé a todos mis primos y a mis hermanos.

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