La cárcel de la libertad
José Toral – Edición 502
Durante muchos años las Islas Marías fueron una prisión al aire libre. Hoy son un complejo turístico al que sus antiguos habitantes regresan con nostalgia
¡Tierra a la vista!
El trillado anuncio del capitán sonó tardío en las bocinas del ferry; para entonces la cubierta estaba llena. Un poco más de cien de personas mirábamos el horizonte y, en él, a la isla María Madre, que alguna vez fue prisión para 21 de ellas y hogar para sus familias, que también estaban aquí ahora —en agosto de 2023—. La emoción por volver después de años se materializó en lágrimas y risas, abrazos y anécdotas sobre los buenos tiempos de cárcel.
Apenas bajó de la embarcación, El Bello se apresuró para dejar sus cosas en la casita recién pintada, donde se aloja hoy a los visitantes de las Islas Marías. Son habitáculos remodelados en los que hasta 2006 los presos vivieron en libertad, junto a sus familias —en la libertad que permiten 145 kilómetros cuadrados cercados por mar abierto—. El territorio, que fue penitenciaría hasta 2019, se promueve como destino turístico estos días. Quizá por eso, estas 21 familias ansiaban volver.
En cuanto llegó, El Bello jaló a su sobrino para lanzarse a reconocer la isla. Los seguí jadeante. El primero es un cincuentón moreno, de pómulos árabes y una sonrisa de dientes salidos. Usa una gorra que le protege la calva del sol del mediodía. El sobrino es alto y fornido, muy blanco, de muy espeso cabello rizado.
Inquieto, El Bello brinca de un lado al otro, mientras que lanza recuerdos inconclusos de su juventud y hace grabaciones movidas con su celular. De risa fácil y pocas palabras, el sobrino completa las historias que su tío dejó a medias.
La zona remodelada donde se aloja a los visitantes es de cuatro calles con unas 60 casas. Unos metros más allá, el pavimento se vuelve terracería. Ahí es donde aparecen las ruinas: viviendas, templos, canchas, tienditas y edificios de policía mordidos por la selva.
La historia de cómo El Bello y el sobrino llegaron a las Islas Marías comenzó cuando una discusión se salió de control, a finales de los años ochenta del siglo XX. El Bello estaba soltero y era apenas mayor de edad. En una esquina estaba su hermano mayor. En la otra, nada menos que un policía federal de caminos. La versión familiar: las palabras se transformaron en gritos, los gritos en jaloneos y los jaloneos en un disparo, desde la pistola del gendarme, que cayó muerto. Durante el interrogatorio, El Bello se echó la culpa para evitar que su hermano —con esposa y cinco hijos pequeños— pisara la cárcel.
Ambos recibieron una sentencia de un cuarto de siglo, por homicidio.
Tras un par de años en el penal de Puente Grande, Jalisco, se anotaron en un programa de reubicación en las Islas Marías; allá había trabajo, escuela y la posibilidad de irse con todo y familia.
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Entre la selva se erigen los restos de una pequeña casa donde el sobrino vivió con su papá, su mamá, sus cuatro hermanos. En la casa se conserva, cuarteada, la pila que llenaban de agua para las tareas domésticas y donde empapaban sus camisas de dormir las noches más infernales. El Bello sortea la maleza para asomarse por la ventana. Grita, emocionado, cuando distingue la cocina. El sobrino sonríe; el canto de los cotorros e insectos que nos rodean se confunde con el mismo ruido que está en el fondo de todos sus recuerdos: el zumbido infinito de una planta de electricidad, la misma de siempre.
A diferencia de su sobrino, El Bello vivía en el edificio para solteros, un condominio de pequeños departamentos. Lo recorremos sorteando árboles caídos, para seguir por pasillos de hojarasca, colchones regados, sillas, trapos.
Según El Bello, algunas noches se escapaba después del toque de queda, para perderse en el edificio para las solteras. Otras veces emprendía travesías nocturnas a través de los cerros, rumbo a otros campamentos de presos de María Madre, la isla más grande del archipiélago de las Marías, que incluye a las deshabitadas María Cleofas, María Magdalena y el islote San Juanito.
También participaba en la preparación de “turbo”, el aguardiente casero que corría en secreto durante los festejos. Dice que sus aventuras valían el riesgo de que lo atraparan y encerraran horas, incluso días, en una jaula donde no podía ni ponerse de pie.
Cuando nos quedamos solos un rato, el sobrino me confiesa que, por acumulación de aventuras, El Bello fue reenviado a Puente Grande, donde completó su sentencia de 24 años. Su hermano, el padre del sobrino, continuó una tranquila vida isleña. Lo liberaron después de 13 años, por buen comportamiento.
Días después, El Bello alucinará con volver a vivir en las islas. Se jacta de que ninguno de los oficiales de la Marina Armada de México que hacen de meseros, cocineros, choferes y guías turísticos conoce tan bien la isla como él.
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La añoranza por la prisión perdida ocurre en 2023, pero la isla no parecía tan atractiva la primera vez que Milly pisó estas tierras. Presa en Estados Unidos, siempre tuvo una vida holgada e incluso tras su detención recibía dinero de sus padres. No tenía la mala costumbre de trabajar.
Cuando la pusieron en un programa de repatriación, pensó que la llevarían a una cárcel en Tijuana, Baja California, para que su familia la visitara seguido. Pero sin avisarle, ya no digamos pedirle su consentimiento, la enviaron a la (María) Madre: nomás a mil 500 kilómetros de distancia.
Con frustración y coraje, la joven, rubia y alta, debía, además, cumplir su “melga”, un término islamariense para nombrar las labores asignadas a cada interno. Al principio, le tocó barrer un salón de usos múltiples; se cansaba. Por si fuera poco, tuvo que aprender a cocinar.
Lo bueno es que había estudiado y la asignaron para asistir a las dos psicólogas que prestaban sus servicios en la isla. A eso sí le encontró el gusto, sobre todo cuando la relación se volvió más estrecha con una de ellas. Entonces el coraje se transformó en libertad. Milly se enamoró tanto que pasaba más noches en la casa de la psicóloga que en el edificio para solteras. Las guardias se hacían de la vista gorda.
Dice que, cuando en la meditación le piden que vaya a un lugar bonito, siempre regresa a las Islas Marías. No ha podido soltar esa etapa, lo que no le permite crecer, según ella. El viaje de regreso es una buena oportunidad para cerrar el ciclo, cuenta y mira a los ojos a su compañera de viaje, la psicóloga con la que encontró el amor ahí mismo. Es el segundo día desde nuestra llegada a María Madre.
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Lumière llegó a las Islas Marías en 2012. Felipe Calderón Hinojosa, el presidente de México, cambió el modelo de reinserción social que había ahí por el de un penal de máxima seguridad. Para llenar esta idea, el gobierno hizo traslados masivos de presos. Lumière venía en el montón, desde el violento penal de Piedras Negras, Coahuila, donde dormían miembros prominentes de varios cárteles.
Pequeño, con el cabello teñido de azul, una boca amplia de fácil sonrisa y ojos rasgados, Lumière recuerda el pabellón c3, donde vivía en una celda de menos de dos metros con un inodoro, sin intimidad ni agua ni sol ni comida suficientes. Una olla de presión. Los internos sólo podían salir cinco minutos al día, para ducharse bajo esta misma regadera que en 2023 es un atractivo turístico.
Por fortuna para el Lumière de hace 12 años, pronto lo reubicaron en el campamento Laguna de Toro, donde persistía el modelo que antes distinguió a la María Madre hasta cierto punto, pues había pase de lista y brazaletes de ubicación.
En el campamento, él vendía tacos dorados en fogón de leña. Su sazón lo hizo famoso. También su interpretación en el grupo de teatro de la cárcel. En La Bella y la Bestia le tocó representar al candelabro de acento francés. A Lumière.
Entre todos los que disfrutamos el tercer día en el paraíso, Lumière es quien mejor sabe que no todo en María Madre ha sido risas.
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En 2013, hasta el campamento Laguna de Toro llegaban los gritos desesperados del pabellón c4 del penal de máxima seguridad que albergaba a unas ocho mil personas. Los presos tenían sed. Algunos intentaron organizarse para presionar a las autoridades de manera pacífica. No se pudo; un grupo tomó el control con violencia, asesinó a custodios y secuestró al director. Las autoridades les prometieron que todo iba a mejorar. La represión fue brutal. Lumière se recuerda tragando tierra, mientras policías y soldados pasaban sobre él a palos una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Las autoridades dijeron que hubo cinco presos y un custodio muertos. Eso dijeron.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos documentó tratos crueles, antes y después del motín. El penal de máxima seguridad cerró en 2015. Lumière se volvió trailero.
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Lao también trabaja en el volante, como taxista en Ciudad de México. Bajito, canoso, de nariz ancha y lengua suelta, su debilidad son las cascaritas de futbol con sus amigos, aunque ni con ellos habla, jamás, de sus cinco años en prisión, a donde cayó en 1991 por trasiego de mota.
En 1993 consiguió que lo trasladaran a las Islas Marías, con su esposa y el hijo de ambos. Un paraíso. Es el cuarto día del viaje y visitamos la que fue su casa. Tiene una pequeña alberca en la entrada, ahí fue donde su hijo le agarró el gusto a la natación, que lo llevó a competencias nacionales.
Cuando se acercaba su salida de María Madre, en septiembre de 1998, Lao pensó que no la iba a tener fácil en “el continente”. Pensó en las historias de los que salían, pero volvían a caer en la cárcel; en los que descubrían que su familia los había despojado.
Quedó en libertad justo a tiempo para despedirse de su padre. Regresó a las Islas Marías en marzo de 1999, como empleado administrativo. Lo malo fue que aquel primer regreso duró un año; su esposa exigió tierra firme.
Estamos en el año 2000. Antes de irse de las Marías, Lao deja sobre la cama sus botas de trabajo gastadas. Ahora estamos en 2023; ahí siguen las botas, cubiertas de tierra, en un cuarto que fue reclamado por la selva. Lao las cambia por otras.
Lao asegura está readaptado por la magia de una isla donde los presos podían compartir su vida con las de sus familias. Eran presos libres.
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Es la mañana del 6 de agosto de 2023, el último día del viaje. Después de visitar los recuerdos de Lao, recogemos las maletas y caminamos al muelle. Foto grupal de rigor. El Bello sigue hablando de volver. En septiembre de 2024 ya había enviado documentos para emplearse en María Madre, que fue su prisión y su paraíso.
1 comentario
Que hermoso articulo, fina y suavemente redactado, me traslado al entorno descrito. Muchas felicidades!!