Ian McEwan: El fulgor del desastre
José Israel Carranza – Edición 424
El desastre a cualquier escala es uno de los temas recurrentes de McEwan, novelista absolutamente fascinante tanto por la profundidad con que examina las realidades que narra como por la exuberancia luminosa de la prosa con que va extendiendo esos exámenes
No hay que darle muchas vueltas: lo único que hace falta en la vida es tener una buena idea. Pero tiene que ser muy buena. Originalísima y de alcances insospechables. Una idea tan buena, pongamos, como para ganar con ella el Premio Nobel. Sobre semejante certidumbre se sostuvo la existencia del físico inglés Michael Beard, laureado en Estocolmo por haberle enmendado la plana nada menos que a Albert Einstein… hasta que vino a enterarse de que es tan importante concebir una buena idea como cuidarse de tener una pésima ocurrencia. Ya se veía venir: luego de que su quinto matrimonio reventara en una explosión de deslealtad y frustración, y cuando ya se le habían declarado formalmente inauguradas la barriga ingobernable y la inclemente calvicie, Beard daba muestras de ser, por muchos mimos que le granjeara su prestigio como científico, un imbécil de dimensiones épicas: un día, por ejemplo, durante una excursión al Polo Norte a fin de atestiguar in situ los efectos más visibles del calentamiento global, el Nobel detuvo su motonieve para ponerse a orinar. Y a 22 grados bajo cero el contacto de la piel con el metal de un zíper no puede ser sino una catástrofe espeluznante.
No será lo peor que le suceda a Beard, como podrá comprobarlo quien lo acompañe en la desventurada (¿y merecida?) carrera rumbo al desastre que es Solar, la novela más reciente de Ian McEwan: la hilarante y feroz historia de un apóstol de la ciencia en la lucha por la salvación del planeta, y quien, para su mala suerte (y para la mala suerte del planeta) es un individuo lamentable, hambriento de gloria —y de carbohidratos: la barriga no deja de prosperar— e incapaz de ningún escrúpulo, ya sea para escarmentar a su ex mujer o para estropear la que habría sido la solución a todos los problemas de energía para miles de años venideros. Una historia tan delirante como el universo en que transcurre: los círculos más exclusivos de la investigación científica, saturados de frivolidad, codicia, cinismo e ilusiones ridículas.
Una de las conclusiones que sugiere la lectura de esta novela es que las mejores intenciones están amenazadas inevitablemente por nuestra mezquindad, y que sin embargo en ésta se halla también la única salida concebible: los males del mundo se podrán evitar en la medida en que evitarlos resulte económicamente redituable. También que los apocalipsis personales (como en el caso de Beard, cuando está a punto de despeñarse por el precipicio al que lo ha conducido su egoísmo) equivalen, en lo patético de sus causas, a la extinción de la vida tal como la conocemos.
Y el desastre a cualquier escala es uno de los temas recurrentes de McEwan (Hampshire, Inglaterra, 1948), un novelista absolutamente fascinante, tanto por la profundidad con que examina las realidades que narra como por la exuberancia luminosa de la prosa con que va extendiendo esos exámenes: en la novela Expiación, por ejemplo, donde una niña de 13 años, resuelta a ser novelista, urde una monstruosidad de consecuencias incalculables en su voluntad de privilegiar su imaginación por encima de cualquier otra explicación de lo que presencia. O en Chesil Beach, la historia de unos recién casados que, en el momento culminante de su noche de bodas (vírgenes ambos, un año de noviazgo sostenido sobre la reticencia y el silencio) se enfrentan brutalmente a la desgracia que ingresa a su alcoba en el momento justo en que el deseo se mezcla con la repulsión y el rencor (muchos años después uno de ellos vendrá a enterarse de que el mejor modo de cambiar el curso de una vida es no hacer nada).
En el arranque de Sábado, otra novela de McEwan, un neurocirujano se levanta en la madrugada, y asomado a la ventana ve cómo un avión en llamas cruza el cielo de Londres, en medio de un bramido aterrador que sólo él parece escuchar. Algo semejante sucede con la lectura de las acuciosas investigaciones que hace McEwan de los instantes en que se decide el destino (¡y cuánto es posible decir de esos instantes, cómo quedamos encapsulados en ellos!): acaso por la distancia que impone la lectura, el efecto del desastre es perturbadoramente tranquilizador. Pero es una ilusión: basta alzar la mirada del libro y volverla, digamos, sobre un espejo. Aparte de eso, está el deslumbramiento incesante de una prosa que no parece conocer límites. m
Algunos libros de Ian McEwan:
:: Expiación (Anagrama, 2000)
:: Sábado (Anagrama, 2005)
:: Chesil Beach (Anagrama, 2007)
:: Solar (Anagrama, 2010)