Graciela Iturbide: la fotógrafa portadora de augurios
Gerardo Lammers – Edición 507

Galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025, la artista mexicana ha desvelado formas inéditas de ver la vida y la muerte mediante una obra en la que la realidad convoca una voluntad poética cuyos frutos son al mismo tiempo diáfanos y enigmáticos
“Ha habido momentos en el camino en los que he tenido dinero, y otros en los que no. Pero incluso cuando no tenía dinero, tenía rollos de película en mi refrigerador”, cuenta Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942) en Graciela Iturbide on Dreams, Symbols and Imagination (Aperture, 2022). Descrita por Elena Poniatowska como una mujer pequeña y frágil, y por Fabienne Bradu como alguien que va por la vida “en un estado de distracción bastante legendario”, Iturbide es autora de poderosas y arquetípicas imágenes, no exentas de misticismo, como Mujer ángel (1979), fruto de su convivencia con los seris en el desierto de Sonora; Nuestra señora de las iguanas (1979), símbolo del matriarcado zapoteca de Juchitán; y El señor de los pájaros (1984), captada en una isla-santuario de aves de Nayarit. Imágenes que forman ya parte del imaginario colectivo de un país que, como ella, transita entre paradojas. Este próximo mes de octubre recibirá, en el Teatro Campoamor, de Oviedo, el Premio Princesa de Asturias 2025, galardón que se suma a otros como el Gran Premio Internacional de Hokkaido (1990), el premio de Les Rencontres d’Arles (1991), el Premio Internacional de Fotografía de la Fundación Hasselblad (2008), el Premio Nacional de Ciencias y Artes en México (2009) y el reconocimiento de PhotoEspaña (2010).
Su pasión por la fotografía podría empezar a contarse a partir de su encuentro con Manuel Álvarez Bravo, de quien fue asistente. Sin embargo, Graciela, que quiso ser escritora antes que fotógrafa, recuerda que su padre era un fotógrafo aficionado que le hacía retratos a la familia con una Rolleiflex. Cuando era pequeña descubrió unas fotos en un cajón que se convirtieron en su tesoro. Tomó algunas de ellas y confeccionó su propio álbum. Cuando se le ocurrió regalar algunas otras a las monjas de su escuela fue descubierta y regañada. “Así fue mi primer encuentro con los misterios de la fotografía”, recuerda Iturbide en el ya citado Graciela Iturbide on Dreams, Symbols and Imagination, fascinante libro coeditado entre Alfonso Morales y Mauricio Maillé, en el cual habla en primera persona de su visión de la fotografía.

En 1970, Graciela estaba casada con el arquitecto Manuel Rocha Díaz y tenían tres hijos pequeños. Ella estudiaba en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la UNAM, en un intento por romper con la vida de ama de casa clasemediera que llevaba hasta ese momento en Ciudad de México. Un día se presentó con Álvarez Bravo, quien daba una clase de fotografía avanzada allí mismo, en el CUEC. Por extraño que parezca, la clase impartida por el autor de Obrero en huelga asesinado (1934) no era popular entre los estudiantes, más interesados en ser directores de cine. Graciela había conseguido en el mercado de antigüedades de La Lagunilla el catálogo de una retrospectiva del trabajo de Álvarez Bravo que tuvo lugar durante los Juegos Olímpicos de México 68 y, con ese pretexto, se acercó para pedirle que se lo dedicara y preguntarle si podía asistir a su clase.
“No solamente me permitió tomar su clase, sino que me ofreció que fuera su achichincle. Casi no lo podía creer”.

Aunque se conoce un retrato que le hizo a Álvarez Bravo en aquella época —con su boina, junto a su cámara de tripié, llevándose las manos a la cara, contemplando un paisaje rural entre flores silvestres—, Graciela se cuidó de no tomar fotos mientras acompañaba a su maestro en sus andanzas de fin de semana por Ciudad de México y alrededores.
“Más que enseñarme sobre fotografía, Manuel Álvarez Bravo me enseñó sobre la vida del artista. Nunca me dijo si mis fotos era buenas o malas, nunca. Pero me habló de pintura, de literatura. Escuchábamos a Bach por las tardes”.

Después de año y medio de aprendizaje, Graciela sintió que había llegado el momento de cortar el cordón umbilical. Sin saber nada de rock, fue invitada al Festival de Avándaro en el otoño de 1971. Se quedó hasta el día siguiente para fotografiar la basura que los jóvenes dejaron entre símbolos de amor y paz. Avándaro (Diógenes, 1971) fue su primer libro de fotos, hoy codiciado entre coleccionistas.
“No hallo en su obra la ‘foto-poesía’ que Diego Rivera y Xavier Villaurrutia le adjudicaron a Manuel Álvarez Bravo”, escribe Carlos Monsiváis en “La forma y la memoria”, texto compilado en Maravillas que son, sombras que fueron. La fotografía en México (2012, Conaculta / Museo del Estanquillo / ERA). “A Graciela Iturbide ya no le tocó la atmósfera cultural en la que lo poético era central. Hoy para un fotógrafo la poesía es uno más, muy determinante pero uno más, de los componentes de la realidad múltiple y caótica. […] Graciela mantiene su fidelidad a lo poético, pero no lo busca con afán ortodoxo […] se desarrolla en libertad, ya distanciada de los órdenes de la crítica sobre lo poético y lo nacional, y puede, si quiere, ser poética, al uso clásico, o disonar, como en su foto del cabrito muerto o del niño que se oculta desplegando al ave, donde la crueldad hacia los animales es fotografiable así no sea poética”.

En el prólogo de Sueños de papel (Fondo de Cultura Económica, 1985), otro de los libros de Graciela, la poeta y ensayista Verónica Volkow apunta: “En una fotografía de Álvarez Bravo estamos ante un destino. En una fotografía de Graciela Iturbide, en cambio, estamos como ante un sueño”.
Graciela Iturbide pertenece a una generación de fotógrafos latinoamericanos provenientes, algunos de ellos, de la llamada fotografía etnográfica. Su vida y su obra no se pueden entender sin los viajes que realizó por México —de manera especialmente intensa durante las décadas de los setenta, ochenta y noventa (“la fotografía es un pretexto para conocer”, sostiene la historiadora e investigadora Rosa Casanova que es el credo de Iturbide)—, pero también por Estados Unidos, Centro y Sudamérica, Europa, alguna parte de África, como la isla de Madagascar, y, de manera muy particular, India, madeja de culturas en la que pareciera que su espíritu resuena tan alto como en México. No es casualidad que, junto con sus colegas Raghu Rai y Sebastião Salgado —fallecido el pasado 23 de mayo en París— haya publicado India México. Vientos paralelos (Océano / DGE, 2002), con prólogo de Jean-Claude Carrière, y en el cual Natalia Gil Torner afirma de ellos que, más que fotógrafos, “su oficio oculto y verdadero es el de ser cartógrafos del alma”.

Francisco Toledo también desempeñó un papel clave en su desarrollo. Fue el artista de las camisas arrugadas quien invitó a Graciela en 1979 a conocer su natal Juchitán, Oaxaca, en el istmo de Tehuantepec. En ese momento, la fotógrafa ya había pasado un mes entero conviviendo con el pueblo seri de Sonora, de cuyas experiencias surgió el libro Los que viven en la arena (INI / Fonapas, 1981). Pero en Oaxaca Graciela fue más allá y la convivencia se extendió por una década, lo que dejó como legado, no sólo su primera exposición individual, que tuvo lugar en 1980 en la Casa de Cultura de Juchitán, o el libro Juchitán de las mujeres (Ediciones Toledo, 1989), considerado como su obra cumbre, sino también la amistad con la gente a la que retrató.
“Cuando llego a un nuevo lugar, sigo mi imaginación, pero también trato de hablar con los ancianos y otros lugareños para enterarme de su historia y de sus formas de vida. En este sentido, no elijo los temas, sino que surgen a través del entendimiento mutuo. Es muy importante para mí que las comunidades y la gente que fotografío estén involucradas en el proceso. Yo no robo imágenes”.

Hablando de las fotografías que Iturbide ha realizado en su tránsito por la geografía nacional, Volkow escribe que “no son sólo los temas los que hacen a Graciela una artista tan enraizada en lo mexicano, sino sobre todo un cierto tono. Hay en su obra una atmósfera, que es la atmósfera de la soledad en México. Es una soledad que se respira también a fondo en los espacios de Tamayo y que envuelve el mundo de murmullos de Juan Rulfo”.
Y ya que aparece por aquí el autor de Pedro Páramo y El llano en llamas, parece innegable que la muerte no sólo es otro de sus temas, como queda patente en el libro En el nombre del padre (Ediciones Toledo, 1993), sobre el sacrificio ritual de chivos en la Mixteca. Cuauhtémoc Medina observa que Graciela es una fotógrafa cuyo tema principal quizá sea la forma en que la muerte condiciona cada cultura. Menciona, en el texto que escribió para el libro de bolsillo que la editorial inglesa Phaidon le dedica a Iturbide, publicado en 2001, una cita del poeta Jean Cocteau que a ella le gusta repetir: “La fotografía es la única manera de matar a la muerte”.

Habría que añadir que la muerte también la persiguió a ella de manera especial.
“Cuando perdí a mi hija Claudia [en los inicios de su carrera], me obsesioné con fotografiar a la muerte, especialmente a los niños vestidos como angelitos, después de que ellos mueren, como es la costumbre en México. Sentía la necesidad de involucrarme en las muertes de otros, quizá para lidiar con mi propio dolor”, cuenta Graciela en el libro coeditado por Morales y Maillé. La tradición rural a la que hace referencia Iturbide se conoce como “la muerte niña” y el siguiente episodio ocurrió en Dolores Hidalgo, Guanajuato, en algún momento de principios de los ochenta.
“Me encontré con unas personas que llevaban un angelito al cementerio. Les pedí permiso para tomar fotografías. Ellos accedieron, la familia entera posó, y abrieron el ataúd para que pudiera fotografiarlo. Me permitieron seguirlos al cementerio. En el camino, el papá volteó a verme con una expresión aterrorizada. En medio del camino estaba un cuerpo, mitad hombre, mitad esqueleto, aún con pantalones y zapatos, pero picoteado todo por los buitres. Fue como si la Muerte estuviera diciéndo: ‘¿Me quieres fotografiar? Aquí estoy’. Así fue como comencé a fotografiar pájaros”.

Pájaros, como apunta Juan Rafael Coronel Rivera en su texto “Graciela Iturbide: cuando habla la luz”, que en nuestro imaginario son portadores de augurios.
Otra manera de conocer a Iturbide es a través de los diversos autorretratos que se ha hecho a lo largo de los años, en los cuales, además de explorar el tema de la identidad —como en el caso de Autorretrato como Seri (1979)—, le han resultado sanadores, como ese, fechado en 1989, en el que aparece con dos pájaros, uno vivo y el otro muerto, sobre sus ojos:
“Me había separado de mi marido y mudado a una pequeña casa en Coyoacán, aún en construcción. No tenía dinero. Me sentía muy frágil. Titulé el autorretrato ¿Ojos para volar?. Me preguntaba si podría continuar haciendo foto, si tendría la fuerza y el entusiasmo para crear nuevas imágenes, para volar con mis ojos. La idea me vino inesperadamente. Tomé el pájaro muerto de un cajón donde guardo cosas extrañas que me encuentro en mis caminatas. Compré el pájaro vivo en el mercado. Mi hijo Mauricio me ayudó a hacer el retrato. Ensayé varias opciones, incluyendo algunas con pájaros vivos agitando sus alas”.

Eyes to Fly With (University of Texas Press, 2006) es precisamente el título del libro que Fabienne Bradu y Graciela Iturbide hicieron a dúo, gracias a una invitación que recibieron para hacer una estancia durante la Expo Universal de Hannover 2000, en Alemania. De la amistad que surgió entre ambas, Bradu escribe en La voz del espejo (Pértiga, 2008):
“Desde el primer día que caminamos por las calles mortecinas de Hannover, me di cuenta de la paradoja que encarna Graciela Iturbide: es incapaz de retener en la retina el nombre de una calle o, al menos, la sucesión de fachadas que delinean el perfil de las calles, al tiempo que ve lo que nadie ve a través de la bruma que nos envuelve en la llamada realidad. […] Suele ir así en un estado de distracción bastante legendario que, sin embargo, parece ser una condición para de pronto reparar en la imagen que se plasmará en la fotografía. Su estado es una manera de sonambulismo que funciona como un imán que atrae un objeto aislado, un rostro que se recorta sobre el aire, un ángulo de la realidad, una esquina, las escenas insólitas cuyo milagro sólo dura un instante”.

Sus imágenes tienen la propiedad de lo enigmático, como en el caso de su libro Graciela Iturbide: No hay nadie (La Fábrica, 2011), en donde el lector le sigue la pista a una serie de objetos, de mensajes, de signos encontrados. En algunas de sus fotos, las personas retratadas aparecen con el rostro cubierto por un velo o una malla. Lo mismo sucede con algunas plantas (y con el cielo mismo) que han pasado por su lente —otra de las invitaciones que le hizo Francisco Toledo fue para que, en 1998, fotografiara la plantas recién llegadas al que sería el Jardín Botánico, aledaño al templo de Santo Domingo, en Oaxaca, del cual surgió el libro Naturata (López Quiroga / Toluca Editions, 2004)—, y máquinas como, por ejemplo, automóviles. Pareciera como si, a la manera de Luciano Fontana y sus cuadros rasgados, nos enviara un mensaje sobre la naturaleza de la realidad que aparentemente vemos.
En años recientes, como cuenta Rosa Casanova en “Los sentidos de Graciela Iturbide”, incluido en el libro Graciela Iturbide: cuando habla la luz (Fomento Cultural Banamex, 2019), “a Graciela Iturbide le interesa revisitar personas y sitios para elaborar nuevos retratos que interroguen su experiencia en el tiempo (lo ha hecho en Panamá, Los Ángeles y Sonora), descubrir nuevos parajes y, quizá, mirar y revisar su archivo lleno de sorpresas”.

Habiendo dedicado toda una vida a explorar otros mundos, haciéndolos suyos (y nuestros) de alguna manera, con especial interés en los rituales de la fiesta y de la muerte, la fotógrafa mexicana confiesa:
“Tal vez, al final, la fotografía es mi ritual. Salir con la cámara, observar, fotografiar […] No creo en nada, pero busco los rituales de la religión, los héroes de la religión, los dioses”, le dijo a Bradu en Eyes to Fly With.
“En una época donde la sobreabundancia de las imágenes nos deja impávidos con su insistencia”, escribe Alberto Blanco en El eco de las formas (Conaculta, 2012), “y busca hacernos cómplices de un cinismo consumista, no es un desafío menor la obra fotográfica de Graciela Iturbide”.

3 comentarios
Que placer leer un perfil como se publicaban antes en los suplementos culturales. Gracias Magis, y gracias Lammers.
Me pareció increíble este artículo, es increíble el saber que una mujer hace historia con algo tan maravilloso como capturar momentos y formas de ver la vida, como lo es la fotografía. Además que ella no lo hace de la forma común, sino que le dio un giro y supo usar su creatividad para capturar momentos de una forma distinta, como ella lo plantea “la fotografía es la única manera de matar a la muerte” realmente es impresionante su originalidad. Me encantó
Estimado Gerardo Lammers:
Su artículo sobre Graciela Iturbide es una pieza profundamente evocadora y documentada que logra transmitir no solo la trayectoria de una gran fotógrafa, sino también la atmósfera simbólica y cultural que atraviesa su obra, la manera en que entrelaza datos biográficos, referencias críticas y descripciones sensibles permite al lector comprender la dimensión poética y humana de Iturbide sin perder el rigor informativo, su escritura fluida y respetuosa convierte la lectura en un recorrido visual y emocional que honra la mirada única de la artista. Felicidades por un texto tan bien logrado y enriquecedor.