George Yudice, entrevista por Rossana Reguillo

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George Yudice, entrevista por Rossana Reguillo

– Edición 419

En una época en la que las trasnacionales acumulan poder cultural y acaparan ganancias frente a los países llamados periféricos, el trabajo de George Yúdice ha mostrado que la cultura puede ser legitimación de proyectos de desarrollo urbano (museos, turismo) o de crecimiento económico (industrias culturales); también ha mostrado cómo la cultura opera como fuente de empleos y en la resolución de conflictos sociales

Aunque sea muy fácil charlar con George Yúdice, no es nada sencillo hablar de él, por razones que intentaré explicar. Yúdice es estadunidense —neoyorquino—, pero si los aviones otorgaran certificados de nacionalidad, George sería un ciudadano aéreo. Yúdice se ha apropiado de tal manera de los lugares que visita, que en Brasil parece brasileño, en El Salvador, salvadoreño, y en Costa Rica, tico. Sin embargo, conserva ese aire tan propio de los neoyorquinos —una ciudad que me fascina porque en el metro nunca nadie se parece a nadie—: camina con rapidez, posee una erudición abrumadora, es buen bailarín de salsa y gran conocedor de música; es un tipo peculiar: no bebe, no fuma, hace ejercicio, toma vitaminas y nunca lo he visto de mal humor. Pero quizá sean dos atributos los que lo definen claramente: es un curioso irredento e irredimible y un trabajador incansable. La curiosidad y una sorprendente capacidad de trabajo son su fortaleza, a la que se une una enorme generosidad para compartir sus saberes, que son muchos.

Se trata, pues, de un activo productor de ideas, pensamientos y proyectos; un nómada que se fuga a todo intento de etiquetarlo en una categoría única, en una disciplina, en una nacionalidad. Las banderas de Yúdice son múltiples y fascinantes, porque en su trabajo, en su escritura, en su posición política, lo único que queda claro es su enorme capacidad de someter a prueba toda conclusión, todo pensamiento acabado. La suya es la voluntad de encarar la pregunta por la contemporaneidad desde un territorio que ha sabido construir en el cruce entre su fina formación en estudios literarios y el “sociólogo de la cultura” que lleva dentro.

 

 

¿Cómo llega Yúdice a interesarse por las industrias culturales, las dimensiones estructurales de la cultura, por las políticas culturales, por la globalización?

Bueno, sí es correcta tu apreciación, con la salvedad de que desde que terminé mi tesis doctoral, en el 77, me interesé por temas culturales. Fue a raíz de mi involucramiento con la Fundación Rockefeller, a finales de los ochenta, que empecé a trabajar con gente como Juan Flores y Jean Franco, cuando comencé a reflexionar sobre qué políticas había para el financiamiento de proyectos. Yo tenía que gestionar fondos para mis proyectos y eso me llevó a otro lugar. Siempre me encontré con que hay políticas particulares, hay barreras: “Estos temas sí, éstos no”, y que había algunas cuestiones dirigidas en el financiamiento de la cultura.

Hacia 1992 o 1993, en la Universidad de Nueva York, nos encontramos con Néstor García Canclini. Con otros colegas teníamos un programa de Estudios Culturales y queríamos establecer un vínculo para hacer un encuentro, una red internacional. Hicimos un primer encuentro, invitamos a un montón de gente y ahí empezó todo. Me di cuenta, por ejemplo, de cuáles temas de la cultura interesaban a una fundación y no a otras. Por ejemplo, desde Estados Unidos se me exigía que los invitados de América Latina fueran lo más cercano al imaginario estadunidense de minorías. Desde América Latina era al revés, querían que viniera [Fredric] Jameson o fulano de tal, un interés por “los grandes”.

  

 A estas alturas, esto no resulta extraño; me refiero a que tu trabajo ha mostrado justamente cómo operan los imaginarios en la formulación de políticas culturales…

 Sí. Fui también jurado para varias organizaciones, para la asignación de fondos. Pude ver claramente cómo funcionan las políticas y me fui interesando en políticas que ya no eran sólo las de las fundaciones, sino también las gubernamentales, las de tercer sector.

 Aparecía ya el Yúdice que conocemos hoy. Fueron momentos duros en Estados Unidos.

En el caso de Estados Unidos, tuvimos las guerras culturales a comienzo de los noventa, porque el gobierno cortó los presupuestos para financiar artistas, porque los artistas habían hecho obras que algunos senadores encontraban obscenas.

En ese momento algunos pensaban que las artes no tendrían financiamiento. Pero ahí surge una cuestión importante que luego me llevó al Recurso de la cultura. Muchos empezaron a defender las artes como incubadoras de creatividad que podían tener resultados en otras áreas. Se empezó a generar un discurso que señalaba que se necesitaba colocar a las artes en su relación con otras áreas para poder financiarlas.

Y así fui viendo otros fenómenos, el arte comunitario, el compromiso en los artistas yendo a las comunidades. “Comunidad” en Estados Unidos no quiere decir una comunidad cualquiera, quiere decir pobres —y mejor todavía si son minoritarios—; entonces era la intervención ahí. Eso se financiaba bien, hasta que se rebelaron los artistas y dijeron: “Ahora quieren que nosotros sólo hagamos trabajo social”. Entonces pensé en la idea de Foucault, en torno a la gubernamentalidad que estaba operando ahí. Fue un periodo de observación y de asimilación de lo que estaba viendo, hasta que empecé a escribir sobre eso.

En términos de análisis y de gestión cultural, ¿cómo resuelves la tensión entre el observador de lo micro y el constructor del relato estructural?

Yo creo que donde se ve mejor eso es en el capítulo nueve del Recurso de la cultura, que trata sobre el programa de arte fronterizo Inside. Hice trabajo etnográfico, estuve en las comunidades, entrevisté a los espectadores, a los artistas, a los que estaban trabajando en la organización y resolviendo todos los problemas a los artistas para que pudieran llevar a cabo sus proyectos. Yo estaba tratando de poder interpretar un fenómeno complejo; una alianza entre México y Estados Unidos, pero sobre todo San Diego; no era todo Estados Unidos, era San Diego y una organización de arte de ahí.

Del lado mexicano estaba todo el aparato de financiamiento gubernamental, estaba el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), y el dinero que tenía Tijuana, que era la contraparte de San Diego, era dinero que también venía del gobierno federal. Entonces, observando cómo operaba todo eso, tuve que entrar en todos los distintos aspectos de la producción. Había mucho trabajo de campo, pero había que analizarlo según ciertos parámetros: ¿para qué sirve el arte, por qué muchos de los artistas y algunos de los curadores todavía veían el arte como un vehículo de transformación social? Esta orquestación compleja era para mí en realidad lo más interesante del programa, no tanto la obra de los artistas, ni de los curadores. Por ejemplo, en lo que he estado haciendo en Barcelona en distintos museos, me he dado cuenta de la necesidad de la etnografía. En la Universidad de Nueva York, en el Departamento de Estudios Americanos, requeríamos tres metodologías analíticas a los estudiantes: el análisis histórico biográfico; el análisis etnográfico en los barrios de Nueva York por lo general, y la otra que no era metodología, sino el conocimiento de teorías críticas. Así que la etnografía siempre ha sido parte de mi trabajo.

Estoy convencida de que una de las fortalezas de tu trabajo es tu enorme potencia para hacer del “caso” un dispositivo para pensar estructuralmente. ¿Cómo operas esto?

En parte es un diálogo con los actores: ellos me dan pistas de lo que están haciendo y, por ejemplo, más allá de una curaduría o un proyecto cultural, lo que se pone en juego es la resolución de una serie de problemas. Hay que detectar eso, en diálogo con los actores. Pero también están los aspectos críticos: a la manera de Foucault, uno se pregunta cómo se conduce la conducta de otros; uno se despliega en el resultado de la acción.

 

Cuando apareció tu libro El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global, se armó un buen debate por el subtítulo, por la palabra “usos”, que algunas personas interpretan como “instrumentalización” en su connotación negativa.

Lo que estaba argumentando en ese momento —y todavía me sirve pensar— es que ver la cultura como un recurso nos permite entenderla como una interactividad social que se ve en las teorías de mestizaje o las de integración en el contexto norteamericano o inclusive en las ideas esteticistas de la cultura. Ésta aparece como un recurso civilizatorio que permite combatir las descalificaciones eurocéntricas que han negado la dimensión cultural y estética de algunos grupos, por ejemplo, la de los indígenas. Entonces el argumento es que a través de tu concepto de cultura estás haciendo algo. Se trata de reconocer que esto y esto otro también es cultura. No son los mismos usos, por ello la cultura produce interculturalidad.

Sin embargo, en los territorios de la cultura hay, por decirlo de manera esquemática, “perdedores” y “ganadores”. ¿Cómo ubicarías en este momento un mapa de los usos de la cultura en América Latina?

Claro, es cierto que continúa el statu quo. Cuando uno ve los presupuestos gubernamentales, éstos todavía se orientan prioritariamente hacia cierto tipo de museo, teatro nacional, filarmónica, que tienen grandes presupuestos. Sin embargo, se han abierto posibilidades. En Brasil, cuando entró como ministro de cultura el músico Gilberto Gil, se puso en operación el programa de “puntos de cultura”, orientado hacia otras cosas, sin un criterio único. En un “punto de cultura” podía haber teatro clásico o podía haber una práctica afrodescendiente, es decir, dependía de las comunidades, de lo que se hacía en esos lugares. Lo que yo veo en muchos lugares es que las instituciones mainstream se sienten mucho más amenazadas si se corta presupuesto para un museo, que si se cortan recursos para proyectos en las comunidades. En muchos casos, dependiendo de si el país está en crisis o no, si hay cortes de presupuesto, entran en operación ciertos discursos como distintas justificaciones en torno a la cultura y el desarrollo. Y ahí entramos al tema de la cooperación internacional y su papel en todo esto. Por ejemplo, los españoles lo que promueven es cultura y desarrollo.

Ésa es su agenda, por ahora. Hay muchos niveles y aristas…

Si, ahí aparece la figura del “mánager intermedio”, el que tiene que hacer cosas con la plata que viene de afuera o de arriba, pero que sabe negociar con los proyectos y necesidades locales. Hay gente que lo hace muy bien. La agenda que viene de arriba no coincide necesariamente con lo que pasa en los territorios de la cultura. Los operadores intermedios que van haciendo cosas que favorecen a las comunidades, no siguen necesariamente la misma lógica que viene desde arriba. Algunos lo están haciendo muy bien. En este sentido, acabo de fundar un observatorio de industrias culturales y creativas en Miami, y la idea es que se puedan establecer proyectos interdisciplinarios entre gente de distintas facultades y también con instituciones fuera de Miami y fuera de Estados Unidos con algunas alianzas en América Latina. Éste es un trabajo mucho más complejo porque hay que compatibilizar diferencias de instituciones, trayectorias, intereses. Pese a la complejidad, puede ser muy enriquecedor, por ejemplo en un trabajo entre tres regiones: España, Estados Unidos y América Latina.

En esta lógica, hay que pensar quiénes son los públicos; por ello necesitamos tanto de los productores latinoamericanos que piensan como latinoamericanos y los que piensan como latinos, porque hay una gran división [en Estados Unidos]. Los que son hispanoparlantes, sobre todo migrantes recientes, siguen mirando Univisión y televisión en español, mientras que los hijos de los migrantes hablan inglés y además les parece cursi la televisión en español, y les interesa otro tipo de programación. Entonces, ¿qué quiere decir generar una televisión para latinos? La complejidad es enorme.

Imagino que se topan con muchos intereses.

En el caso que te comento, hay muchas empresas españolas, mexicanas, venezolanas, colombianas radicadas en Miami. Por ello, para el gestor cultural es importante el componente etnográfico, porque los investigadores tienen que ir, acompañar, entrevistar y estar presentes en todas estas iniciativas para recoger información desde las comunidades. Y en América Latina, sobre la contribución de las industrias culturales creativas a la ciudad, casi todo se hace en la ciudad de México, en Buenos Aires, en São Paulo, Río de Janeiro, Bogotá.

Vamos a lanzar una línea de trabajo en ciudades medianas y pequeñas, para ver cuáles son los desafíos, que son distintos a los de las grandes ciudades.

 

 Está también el problema de la continuidad en los proyectos y en las políticas…

Cierto. Muy a menudo la continuidad no se da, porque después de que “fulano de tal” ha estado dirigiendo un proyecto, lo reemplaza otro a los dos años y cambia todo. Yo he sido defensor de una estructura que se da en muy pocos lugares, por ejemplo en la BBC, y que los ingleses llaman arm’s lenghts. Esto significa que el presidente no puede llegar y decir: “Quiten al director de ese instituto”, porque se estructuró de tal manera que es autónomo, o relativamente autónomo. Ahí sí se pueden establecer líneas de continuidad. En otro lugar donde se hace, y que me parece interesante porque es totalmente político, es en Colombia. Allá se hacen planes decenales que superan a cualquier gobierno. Lo interesante ahí es que el modelo nacional ha retroalimentado a los dos municipios: Cali y Medellín.

Es una manera de no dejarse secuestrar por la lógica partidista.

Claro. Uno ve que en el caso de México entra una nueva dirección en Conaculta y echan a todo el mundo y hay que inventar la rueda de nuevo. Y a veces se pierden cosas muy buenas.

Pasando al tema de las tecnologías de información, ¿de cuál eres entusiasta partidario?, ¿cómo ves la situación para la región en estos momentos?

La pregunta que yo me formulo es si esas tecnologías servirán para hacer que los latinoamericanos que están viviendo en condiciones de pobreza puedan pasar de la condición de consumidores a productores. ¿Será posible —me cuestiono— que con las alianzas estratégicas se puedan generar distintos lenguajes a los lenguajes de Hollywood o a los videojuegos dominantes, por ejemplo, que se inventen otras cosas, que se pueda elaborar otro tipo de conocimiento? Es lo que están haciendo, por ejemplo, los nigerianos que dicen: “Nosotros no estamos siguiendo la lógica de violencia y sexo de las películas de Hollywood, tenemos otras tradiciones y producimos dos mil películas”.

A lo que se suma en América Latina el problema de los monopolios. En México, el caso de Telmex, por ejemplo.

Cuando la situación es así, es difícil establecer políticas públicas. Por ejemplo, si se quiere establecer un nuevo proyecto, resulta que ya hay un “dueño” de la banda ancha, de los servicios. Telmex es el dueño, ya que la tecnología más usada en América Latina es el teléfono celular. Para muchos es la herramienta idónea para entrar en internet y hacer cosas, siempre que la tecnología no te limite a simplemente descargar y no producir. Hay unos enormes límites y por eso en un contexto como el de México, donde tienen unas instituciones enormes, Telmex, Televisa, todo esto se convierte en un gran desafío. ¿Cómo pensar que el poder público va a colaborar contra los intereses de esos monstruos? Y tienes el caso de Uruguay, que no tiene la infraestructura, y depende de lo que venga de Telefónica española; o el caso de Costa Rica, donde su telefonía estatal tiene que competir con Slim.

¿Cómo sacarle la vuelta a estas limitaciones?

Pese a las limitaciones y restricciones, es importante que internet funcione, porque eso permite utilizar la tecnología. No existe en ningún país de América Latina, ni en Estados Unidos, una capacitación sobre estos temas —que tiene que empezar no sólo por los jóvenes sino por los profesores, que saben menos que los jóvenes—. Necesitamos una “alfabetización” para operar el mundo del siglo XXI, no sólo audiovisual sino mediática, para aprovechar mejor todos estos dispositivos.

Y además una “alfabetización política”. La época que vivimos es compleja y convulsa. ¿Cómo ves tú el papel de la cultura?

Creo que uno tiene que reflexionar sobre los valores que comportan distintas prácticas culturales. En este sector hay mucha retórica, incluso palabras como interculturalidad, desarrollo cultural, sustentabilidad, se quedan muchas veces en la retórica nacional e internacional. Por ello hay que  entender cómo operan los colectivos que hacen cosas, no todos orientados hacia valores para establecer buenas relaciones sociales. Hay prácticas que se abren paso, como pasó con el hip hop cuando Queen Latifah empezó a competir con raperos, antes de su incursión al cine. Ella disputaba el machismo del rapero. Por eso creo que hay que prestar más atención a los procesos que se están dando, porque no es que estos jóvenes simplemente se dejen llevar totalmente, porque en sus prácticas también hay disputas, y estas disputas permiten ver que no podemos hablar de un proyecto civilizatorio homogéneo y general.

¿Cómo visualizas los desafíos para los nuevos gestores culturales?

En primer término está el problema de la disminución de recursos; y por otro lado se abre la pregunta de cómo trabajar en un momento de fuertes transiciones sociales, políticas. Y está, por supuesto, el problema de aterrizar la gestión; en estos ámbitos hay demasiada gente como yo y poca gente que está gestionando proyectos locales, se requiere mayor protagonismo por parte de estos gestores…

Mi impresión es que en México hay todavía una lógica de gestión muy “decimonónica”.

Totalmente de acuerdo, por eso me interesa tanto lo que se hace a un nivel micro en Río de Janeiro, donde han logrado establecer una cadena de transmisión que permite hacer otro tipo de trabajo aun cuando la mayor parte del dinero municipal vaya a ir a sus museos. Parte del problema es que no entran en gestión cultural suficientes jóvenes de los sectores más golpeados por la crisis o la violencia, donde se necesita otro tipo de políticas que no cedan a esta comprensión de la cultura como “distinción”. La misma sociedad tiene una larga serie de recursos, no hay que olvidar eso. m.

*George Yúdice Es autor del libro El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global, publicado por Gedisa en 2002. Maestro  en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Illinois y doctor en Lenguas Románicas por la Universidad de Princeton. Fue director del Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de la Universidad de Nueva York durante seis años; hoy es profesor en el Departamento de Lenguas Modernas y Literaturas de  la Universidad de Miami.

* Algunos de sus libros más importantes:  

Vicente Huidobro y la motivación del lenguaje poético (Galerna, 1978)

On Edge: The Crisis of Contemporary Latin American Culture, con Jean Franco y Juan Flores (University of Minnesota Press, 1992)

Cultura política (Gedisa, 2004)

El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global (Gedisa, 2002)

Nuevas Tecnologías, música y experiencia (Gedisa, 2007)

 

* Algunos videos:

Yúdice en catalán

Nuevas prácticas de consumo y apropiación cultural

Economía creativa (en portugués)

 

* Otras entrevistas:
“La diversidad no es sólo sinónimo de identidad”

“Universalidad y subalternalidad latinoamericanas”

 

* Rossana Reguillo
Investigadora del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO. Recientemente coordinó la publicación del libro Los jóvenes en México, (Conaculta-FCE, 2010) Su blog: http://viaductosur.blogspot.com

1 comentario

  1. Excelente entrevista. Rossana
    Excelente entrevista. Rossana Reguillo traza un muy apropiado perfil de George Yudice, y nutre el diálogo con muy buenas preguntas. Como resultado de esto, George acaba relatándonos aspectos de su trabajo que habitualmente no están explicitados en sus publicaciones y ofrece nuevas pistas, provocadoras y fértiles. Una entrevista amena y útil. Felicitaciones a ambos.

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