Ética del placer
Adán Ángeles – Edición 432
La ética filosófica, sin las prácticas del placer, resulta una desesperación y un despropósito. El sujeto queda expuesto a la exigencia de la bondad deontológica por sí misma. Sin embargo, no podría invocarse esfuerzo ético alguno si a cambio no hubiera un gozo.
La filosofía ha guardado un largo silencio1 en torno de las prácticas del placer. Luego de la aparición del cristianismo, el ejercicio griego del placer filosófico quedó desplazado como asunto periférico. No obstante, la experiencia rica de la Antigüedad sigue interpelando a nuestro presente pobre en el cultivo de los placeres.
En cambio, en lugar del placer, nuestra cultura enfrenta la obligación moral de la felicidad. Esta obligación opera en el contexto de un régimen económico neoliberal y recae sobre individuos que, desprovistos de la pericia para oficiar por ellos mismos los placeres de la existencia, consumen los indicadores de la felicidad, pero no saben producirla.
Ahora bien, la ética filosófica, sin las prácticas del placer, resulta una desesperación y un despropósito. El sujeto queda expuesto a la exigencia de la bondad deontológica por sí misma. Sin embargo, no podría invocarse esfuerzo ético alguno si a cambio no hubiera un gozo.
Dos aspectos caracterizan el placer. Por un lado, actualiza al sujeto, lo repone y lo reconcilia con su existencia. El cultivo de los placeres exige un tiempo propio. Esa autonomía da paso a un segundo rasgo, que convierte el placer en un acto político: quien se adueña de sus placeres y es capaz de construir un ritmo propio para elaborarlos, vuelve intolerables las ideas mezquinas de realidad que quieran dársele a creer. El sujeto ético y oficioso de los placeres está capacitado para reaccionar a favor de una generosidad mucho más amplia que él mismo ha explorado y propiciado, de la cual se ha procurado una alegría reproductible.
Así, la práctica de una ética de los placeres viene a significar una resistencia a un presente que se nos ofrece como precario. Es una resistencia a asumir sin más, como programa propio, prisas que son ajenas. La ética del placer es una reacción contra un lugar común que actúa a manera de ideología en los sujetos. Cuando la gente dice “Hay que vivir el presente”, se adhiere ingenuamente a un orden de realidad que el sujeto no ha decidido. Entonces, la práctica ética del placer significa la posibilidad de hacernos cargo de decidir un poco sobre nosotros.
Sin esta práctica subjetiva del placer no hay sujetos capaces de asumir responsablemente el espacio público, y mucho menos son capaces de combatir la incertidumbre y la adversidad. Restauremos la inquietud en el corazón mismo de la filosofía y preguntémonos: si la filosofía no da elementos para el placer, ¿entonces qué da? m
1. Pocas excepciones pueden citarse. Hume, por ejemplo, fundamenta su moral provisional en los criterios del placer y el displacer. Pero es un momento muy breve, una interrupción, si se quiere.