Sigiloso y taimado, se aprovecha de que no lo advirtamos a tiempo, y es posible que se alimente, sobre todo, de nuestro descuido. Porque lo cierto es que, muchas veces, sólo basta con percatarse de su presencia para que empiece a huir.
Nos cerca con obstinación, nos sujeta por la nuca con fiereza, se apodera con saña de todos los minutos de nuestra vigilia —y no solamente: en la noche nos hace rechinar los dientes—, y corre con brío de tempestad por nuestras venas, quemándonos el corazón por dentro cada vez que sus olas lo atraviesan. Lo mismo en el embotellamiento, si vamos tarde, que al ver llegar el estado de cuenta, en el trabajo, delante de una tarea, en una fila, en la sala de espera. O bien cuando nos acorrala con sus preguntas urgentísimas e impacientes. Sigiloso y taimado, se aprovecha de que no lo advirtamos a tiempo, y es posible que se alimente, sobre todo, de nuestro descuido. Porque lo cierto es que, muchas veces, sólo basta con percatarse de su presencia para que empiece a huir. (No obstante, también puede pasar que combatir al estrés resulte tremendamente estresante.)