El otoño en mi espejo
Vonne Lara – Edición 483
Desconozco por qué se relaciona el otoño con la madurez de las personas, incluso con la vejez. Tal vez sea porque en ella las plantaciones llegan a la maduración y se cosecha, o porque los árboles de hoja caduca se marchitan y caen
Verme desnuda frente al espejo es parte de mi rutina diaria luego de bañarme. En mi dormitorio hay un ropero que tiene dos puertas con espejos largos de cada lado, así que es imposible escapar de sus miradas. A veces sólo me observo de reojo, pues atravieso esa rutina pensando otras cosas; pero muchas veces, y cada vez más, mi atención se centra en este cuerpo que, a pesar de ser tan mío, en ocasiones me parece un terreno insondable.
Casi siempre mi atención se centra en mi abdomen. Me escandaliza su flacidez, sus estrías por mis dos embarazos. Sigo esas cicatrices nacaradas que parecen caminos abandonados, a medio trazar. Desde mi ombligo corre una cicatriz de 10.5 centímetros —la he medido—, un tanto bultosa, de mi última cesárea. La cicatriz de la primera es horizontal, casi imperceptible, se camufla entre el vello púbico. Mide 13 centímetros.
También veo mis senos; me siguen gustando, aunque a veces los noto flácidos. En ocasiones, cuando los miro, pienso en que jamás volverán a amamantar, mi parte favorita al maternar. Perder mi capacidad para tener hijos es una cicatriz que no se nota pero ahí está, atraviesa mi cuerpo. Y es que lo “decidí” poco antes de entrar a quirófano para la cesárea por la que nacieron las gemelas. Me dio igual en ese momento, sólo tenía en mi mente el pronóstico terrible de que una de las niñas podría morir. La trabajadora social insistió en que “tres hijas ya eran suficientes” y opté por su sugerencia sin reparar en lo que estaba haciendo. Ella anotó en el apartado de planeación familiar de mi expediente: “salpingo”, y me dio un folleto sobre lactancia. Es muy probable que no me hubiera vuelto a embarazar, pero frente al espejo a veces pienso en esa posibilidad y, sí, algunas veces lloré por haberla perdido prácticamente en un trámite burocrático. Ya no lo hago.
Desconozco por qué se relaciona el otoño con la madurez de las personas, incluso con la vejez. Tal vez sea porque en ella las plantaciones llegan a la maduración y se cosecha, o porque los árboles de hoja caduca se marchitan y caen. En cualquier caso, a pesar de ser sólo otras etapas de la vida —y las únicas en las que, con suerte, haremos uso de la poca sabiduría que pizcaremos—, avanzamos hacia la madurez y la vejez, ellas con miedo y hasta con rechazo.
A las mujeres no se nos enseña a amar nuestros cuerpos. Desde niñas se nos mete en la mirada la imagen de un cuerpo que nunca encontraremos en los espejos del ropero. A nuestros cuerpos se les prohíbe perder la lozanía, se les prohíbe madurar, llegar a la cosecha, cambiar de color, caer. En cambio, se les exige, se opina, se decide sobre ellos, incluso sobre sus procesos más íntimos. Pero los cuerpos saben de sus propios ciclos, ajenos a las ideas caprichosas. En todo caso, lo que tiene que cambiar es la mirada.
Es verdad que frente al espejo a veces sólo veo pérdidas, caídas, manchas, pliegues, pero también es ahí en donde repaso mis historias —mis tatuajes son más explícitos en este caso—. Veo los caminos mal trazados y los recorridos en totalidad, me pregunto por los que vendrán y trato de aceptar lo que veo, porque, aunque la mirada puede ser despiadada y dura, el cuerpo siempre es suave.