El futuro es de los niños; el presente, no

El futuro es de los niños; el presente, no

– Edición 503

Foto: Jakayla Toney / Unplash

En un mundo que avanza en el reconocimiento de derechos y la inclusión de múltiples identidades, la presencia y las necesidades de niños y niñas no son sólo ignoradas, sino también activamente rechazadas

Excluir a una persona negra es racismo. Excluir a una mujer es sexismo. Pero excluir a un niño es… normal.

En un mundo cada vez más consciente de que los discursos marcan las relaciones sociales, términos como xenofobia, homofobia y transfobia ocupan espacios predominantes en el debate público. Sabemos identificarlos, condenarlos y, en algunos casos, hasta hemos aprendido a desaprender las prácticas que nombran. Sin embargo, hay un término menos discutido que describe una aversión igualmente inquietante: la “niñofobia”.

Esta fobia social revela algo más complejo que un mero rechazo a las risas ruidosas o los llantos inesperados. Excluidos de restaurantes, aviones, espacios de trabajo y hasta de las narrativas urbanas, los niños son tratados cada vez más como intrusos. Más que una cuestión de preferencias personales, este fenómeno habla de una sociedad que ha olvidado su vínculo esencial con las nuevas generaciones, dejando en el aire una pregunta incómoda: ¿en qué momento se perdió la paciencia —y la empatía— con los más pequeños?

Una forma de discriminación

Si bien “niñofobia” es una palabra que se explica por sí sola y fácilmente se ha incorporado al habla cotidiana, no es necesariamente el término correcto para referirse a la aversión a niños y niñas y a todo lo relacionado con ellos. Mónica González Contró, académica del Instituto de Investigaciones Jurídicas (IIJ) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), propone el concepto misopedia: “El prefijo miso y el sufijo ismo —retomado por la investigadora en los conceptos adultismo y adultocentrismo— cuentan con una amplia aceptación en el discurso sobre la discriminación, derivada de su etimología. Este reconocimiento ocurre en la esfera del lenguaje cotidiano, pero se ha recogido también en los ámbitos académico y legal”, menciona en su artículo “Misopedia, adultismo y adultocentrismo: conceptualizando la discriminación hacia niñas, niños y adolescentes”, publicado en la Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud.

La también integrante del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII) nivel II argumenta que no sería correcto hablar de una fobia, que estrictamente se refiere a miedo o ansiedad excesivos producto de la exposición a un objeto o una situación específicos. A pesar de esta acepción, en la cotidianidad se ha utilizado, erróneamente, el sufijo fobos para referirse al repudio, el rechazo o la aversión, como en el caso de la homofobia.

Misopedia es, pues, la aversión a los niños, niñas, adolescentes y todo lo relacionado con esos grupos etarios. Se manifiesta por medio de actitudes invariablemente discriminatorias que, además, son difíciles de identificar como resultado de la invisibilización social y jurídica de este grupo de edad, afirma González Contró.

Como observación para alimentar un debate merecidamente transdisciplinar, la académica apunta que es necesario “deconstruir los andamiajes que han sustentado a la sociedad adultocéntrica”.

Foto: Annie Spratt / Unsplash

Ciudades adultocéntricas

Esta poca tolerancia es denunciada como discriminación por padres y madres de familia, mientras que los “intolerantes” justifican su punto de vista con el argumento de que padres y madres son demasiado permisivos y desentendidos de los comportamientos de sus retoños en espacios públicos. Esther Vivas Esteve, periodista y socióloga española, considera hipócrita este discurso, que evidencia falta de empatía hacia la naturaleza de las infancias: “Vivimos en una sociedad que ensalza la infancia, pero la idílica de niños callados, sonrientes, que se ‘portan bien’. Pero cuando estos niños gritan, lloran, juegan, hacen ruido, corren o se mueven, entonces molestan”, comentó en entrevista para el medio chileno La Tercera.

Ignacio Ponce de León Fonz, coordinador de la licenciatura en Desarrollo Inmobiliario Sustentable del ITESO, coincide en ello y lamenta el doble discurso tan patente en la sociedad, donde hay quienes priorizan la inclusión de mascotas y no de niños en los lugares públicos. A su parecer, esto visibiliza una fragmentación social potencialmente peligrosa. “Es una pérdida del valor en cuanto al sentido de la vida humana”, señala.

Para muchos, estas realidades dan fe de una sociedad adultocéntrica que invisibiliza a los niños. Al respecto, el académico señala que este fenómeno está presente también en los discursos arquitectónicos de la vida en las urbes: “A escala del diseño arquitectónico y del diseño de las ciudades, hay una evidente falta de inclusión del usuario infantil en el espacio público. Las ciudades no están enfocadas en los niños”, apunta.

El académico es contundente: “Más allá de que haya personas que se incomoden por la presencia de niños y niñas en espacios públicos, la realidad es que las infancias son miembros tan importantes como cualquiera en la sociedad y tienen el mismo derecho de habitarlos. Es importante que la comunidad del diseño no sólo acoja a los niños, sino que también los integre como parte del proyecto”.

Ponce de León afirma que el diseño de esos ambientes puede influir en la aceptación o el rechazo de los niños por quienes los ocupan. Los materiales, el mobiliario e incluso la ubicación, así como el lenguaje constructivo, son elementos que afectan en la relación entre el infante y el adulto.

“Percibimos a los niños como extensiones del adulto, pero en realidad tienen necesidades propias que van variando, dependiendo de la edad. Sin embargo, muchas veces, como sociedad, lo pensamos desde el punto de vista económico: el niño va a crecer, entonces finalmente va a poder disfrutar el espacio como adulto. No nos damos cuenta de que siempre va a haber niños”, señala.

Esta perspectiva coincide con la de otros investigadores, quienes sostienen que la misopedia también podría tener raíces capitalistas, ya que, al ser los niños y las niñas ajenos al sistema productivo y de consumo, no son considerados prioritarios.

Pese a la inercia del diseño adultocéntrico, el arquitecto sí advierte que hay una tendencia al alza a encontrar nuevas formas de integrarnos y de movernos en las ciudades. Esta efervescencia de un cambio en la conciencia colectiva va acompañada de ciertas normativas urbanísticas que alientan la creación de espacios incluyentes, aunque, afirma, son insuficientes.

“Es un tema relativamente nuevo en nuestro país. Estamos aprendiendo a hacer ciudades de nuevas formas, con nuevos criterios de diseño. Vamos por buen camino, aunque no al ritmo que quisiéramos”, añade.

Foto: Hanson Lu / Unsplash

Convivencia y discriminación

Recientemente, en un coto en Zapopan, Jalisco, donde viven amigos y familiares, se reunió la junta de vecinos. El asunto era decidir qué se iba a hacer en una pequeña zona común. La primera propuesta fue poner jueguitos infantiles, de esos modulares que incluyen una resbaladilla, columpios y tal vez un pasamanos. Al menos una veintena de niños de menos de 12 años vive ahí; era lógico pensar en una propuesta para ellos, los juegos habrían sido bien recibidos y, sin duda, bien aprovechados.

Todo iba viento en popa, hasta que la vecina de la casa que colindaba con este pequeño terreno informó al resto de los residentes que ella se oponía a esta área de esparcimiento para los niños. Vaticinó que el ruido sería insoportable.

Inició la polémica y los vecinos empezaron a inclinarse a favor o en contra de los benditos juegos. Unos meses más tarde, hay una bonita e inútil jardinera con un pequeño arbolillo que hace las veces de baño para todos los perros que viven en el coto —coincidentemente, también más de una veintena—.

Aún queda una pequeña zona de pasto donde los niños podrían jugar, si no fuera por ese cartel pegado en la pared de la vecina que dice “Prohibido jugar a la pelota”. A ojos de algunos, este cartel proscribe no  solamente dicho juego, sino prácticamente la presencia de niños en las zonas comunes.

¿Qué dice esto de la convivencia? Según Alice Krozer, investigadora del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, estas disputas pueden ser disruptivas para la convivencia en espacios públicos. Sin embargo, apunta que hay maneras de evitar el conflicto pensando en la apropiación comunitaria del espacio. Doctora en Estudios de Desarrollo por la Universidad de Cambridge, compara la misopedia con actitudes discriminativas en contra de otros grupos, como los de adultos mayores, las personas con discapacidad, mujeres y otros cuyo bienestar no es prioritario para la sociedad, por lo que hay negligencia en ese aspecto.

“Asociar la presencia de los niños con el ruido, y equipararla con la delimitación del derecho de los adultos a fumar, es en realidad una dicotomia que afecta a los niños pero no necesariamente tiene que ser así”, consideró la investigadora.

Apunta que el estatus de México como el país con más abuso sexual infantil en el mundo, de acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), ya habla de un contexto de discriminación hacia las infancias que influye en qué tan libremente se pueden desarrollar.

“Hay aspectos estructurales relacionados con la forma en que hemos construido la sociedad, que a fin de cuentas no es apta para los niños”, acusa la investigadora. “Creo que la no preparación de la sociedad para que los niños puedan participar activamente es una cuestión de discriminación hacia las niñeces y juventudes, porque no pueden desarrollar su potencial de la mejor forma. Y eso se acerca mucho más a la definición de la discriminación: cuando nos discriminan, no nos permiten vivir plenamente nuestro potencial, injustificadamente”, apunta.

La investigadora añade que en ciudades como Copenhague, Berlín o Ámsterdam se han integrado elementos y construido espacios que invitan mucho más a la interacción y la convivencia entre niños y adultos. “Hay un montón de infraestructura para actividades de niños dentro del espacio público, como trampolines incorporados en la calle, que son parte de la imagen de la ciudad. Hay elementos que invitan a una convivencia más natural, y la gente los usa”, comparte.

Lugares que no aceptan niños

Como madre lo digo: si de por sí es una odisea encontrar estacionamiento en el centro comercial, lo es más cuando voy con mis hijas, porque necesito encontrar un espacio que me permita maniobrar para bajar la carriola, la pañalera y todo lo que sea necesario, además de tener “cancha” para meterlas y sacarlas de sus sillas de coche. Tremendas desilusiones me he llevado cuando el lugar al que vamos no tenía cambiador y entonces empiezan las maromas para cambiar a mi bebé en el mismo automóvil que tanto me costó estacionar.

A veces no es un cartel el que descaradamente prohíbe la entrada a infantes. Pero sucede que el restaurante no ofrece un menú infantil, no tiene zona de juegos ni sillas periqueras. O que el ambiente del lugar tiene música a un volumen muy alto. Omisiones de este tipo, presumiblemente inocentes, son suficientes para marcar la pauta: ¿qué más señales se necesitan para saber que los niños no son bienvenidos en el establecimiento?

A los meseros no les vienen mal estas políticas: se ahorran los gritos, las limonadas derramadas (no falla) y el desastre de limpiar luego de que el pequeño “goblin” deglutió la mitad de su comida —la otra mitad quedó en el piso—. Dice una comensal, de unos 30 y tantos, childfree por elección: “Los padres tienen que entender que no estoy saliendo de casa, lista para gastar varios cientos de pesos, para tener que lidiar con sus hijos maleducados. Estoy saliendo en busca de una buena comida y un rato ameno con mis acompañantes. Que los niños se queden en casa”.

En los últimos años se ha hecho cada vez más común que establecimientos de todo tipo prohíban o limiten acceso a niñas y niños, en consonancia con lo que su mercado exige. Desde tiendas “Si lo rompe lo paga”, o salas de cine, hasta hoteles y cruceros sólo para adultos, así como restaurantes y hasta vuelos kids free, al momento ofrecidos por aerolíneas de Turquía, Singapur, Malasia e India. La tendencia, popularizada en Europa y en Estados Unidos, también ha alcanzado la esfera de los eventos sociales y, en algunos casos, hasta familiares.

Algunos leen todo esto como discriminación; otros, como meras preferencias del mercado.

Entonces, ¿de quién es el problema? ¿De los padres del niño o del adulto que no lo puede soportar? ¿Sería válido hablar de víctimas y victimarios? Para fines de este reportaje, consideremos simplemente que hay diferentes versiones de una misma historia. En esta esquina, la contada por mamás y papás; en esta otra, la de los adultos childfree. Pero hay una voz más que no se ha escuchado: la de los niños. Recurro a mi hija Valentina para que valide mi historia.

Hace apenas unas semanas fuimos invitados a una boda donde ella y su hermana, por tener cinco y dos años, respectivamente, no fueron requeridas. Interrumpo su juego, como quien no quiere la cosa, para preguntarle al respecto. ¿Que si ella quería ir a la boda? Sí, claro que quería. “Me hubiese gustado ver los vestidos de mis tías y de la novia. ¡Creo que es muy romántico!”, dice.

Dice que le hubiera gustado bailar conmigo. Que se habría divertido con su hermana en el jardín. Se siente excluida, sí, pero se olvida rápidamente del daño infligido porque la solución fue jugar todo el día con sus primos.

Foto: Lorenzo Fustaino / Unplash

Pet friendly, sí.  Baby friendly… no tanto

Para muchos adultos jóvenes es infinitamente preferible tener un perro que un niño, más allá de las implicaciones económicas del asunto. Hay cierto sector de esta generación para el que puede ser más atractiva una vida de lujos y viajes que formar una familia, y cuya prioridad está centrada en el desarrollo individual y el hedonismo —porque es un hecho: criar a otro ser humano implica en cierta medida olvidarse un poco de uno mismo—.

Rápidamente, la economía de mercado está respondiendo a las preferencias y necesidades que origina este apego al yo: cada vez es más común encontrar cafés con bebederos para mascotas y las plazas comerciales se han doblegado para dar cabida a los visitantes caninos. Empero, y con sus muy dignas excepciones, no se ve el mismo entusiasmo por instalar más cambiadores para bebés en baños públicos.

Independientemente de que eso esté bien o mal, la realidad es que la sociedad actual es adultocéntrica, individualista y consumista. Inicia aquí un círculo vicioso, puesto que quienes poseen los recursos económicos son los adultos. Pero, vaya, el adultocentrismo no es un crimen —aunque el filósofo Jean-Jacques Rousseau podría disentir, ya que, para él, “la infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras”, según lo planteó en su tratado Emilio o De la educación, en 1762—.

(Nota al margen: a pesar de haber escrito un tratado filosófico acerca de la infancia y su educación, se sabe que Rousseau entregó a sus cinco hijos a la asistencia pública de Francia.)

No resulta impensable que a cualquiera le resulte enervante tener que compartir un trayecto de varias horas en avión con un bebé que llora inconsolablemente, a pesar de los esfuerzos de los padres por atenuar sus reclamos. Y es comprensible que, después de un arduo día de trabajo, alguien quiera pasar un rato tranquilo con los amigos en algún restaurancillo de la zona, deseo que puede esfumarse porque los niños de la mesa de enfrente corretean entre las mesas y ponen en riesgo la integridad de las bebidas que pidieron al mesero  y, cuando al fin se sientan, pareciera que tienen bocinas home theater mientras ven una caricatura (las tabletas y los celulares muchas veces se convierten en niñeras emergentes en ese tipo de situaciones).

Y bueno, es normal. Los niños corren, gritan, juegan, se caen, lloran y se ríen todo el tiempo. Son ruidosos y traen consigo un toque de caos casi por definición. Es su naturaleza, y aunque existen sin intención de molestar, a algunos adultos sí les molesta su presencia.

Tan es así, que buena parte de la generación millenial, y aún más de las siguientes, ha decidido no tener hijos. Razones hay montones, pero una de las respuestas más comunes es un simple “Porque no me gustan los niños”, con sus variantes de justificaciones: son muy ruidosos, son insoportables, son mucho trabajo, son muy caros.

Es probable que el descenso en las tasas de natalidad sea directamente proporcional a la baja tolerancia hacia las infancias y, tal vez, a la misopedia. Es decir, que la población en edad reproductiva carezca de esa capacidad de empatía, de establecer un vínculo con quienes tienen a su cargo niños y niñas, porque no han pasado por un proceso de maternidad o paternidad.

La manera de pensar de este sector es, entonces, que no tienen por qué soportar a niños ajenos, si ni siquiera tienen unos propios. Al respecto se podrían utilizar las palabras de la dedicatoria de Antoine de Saint-Exupéry en El Principito: “Todas las personas mayores fueron al principio niños (aunque pocas de ellas lo recuerdan)”.

Cuidados y equilibrios

Si los niños y niñas son confinados en la casa, ¿cómo aprenderán a socializar? Se aprende a vivir en comunidad viviendo en comunidad, destaca Anais Bonola Barroeta, maestra en pedagogía y experta en educación emocional infantil.

No es una idea nueva: durante siglos, la crianza ha sido una labor colectiva. “Se necesita una aldea para criar a un niño”, reza el dicho popular. En pequeñas aldeas africanas y también en los barrios latinoamericanos, las tareas diarias de cuidado y acompañamiento en la crianza han sido un proyecto comunitario en el que cada miembro contribuye, directa o indirectamente, al desarrollo y al bienestar de niños y niñas del lugar.

Hoy, esa aldea ha desaparecido. Más allá de la pérdida de esa corresponsabilidad, surge una sociedad con una piel más fina, sensible a cualquier rastro de infancia, con una incomodidad palpable ante los niños en espacios públicos y privados. En lugar de tribus que arropan, los padres enfrentan miradas reprobatorias y reglas que parecen decirles contundentemente: “Dejen a los niños en casa”. 

Padres y madres de familia han sido víctimas de microviolencias y comentarios poco amigables a partir del comportamiento o la mera presencia de sus hijos e hijas en lugares de ocio y entretenimiento, de trabajo y eventos sociales. Al menos en alguna ocasión han sido orillados a pedir perdón por los comportamientos completamente normales y esperados de sus pequeños.

Al respecto, Esther Vivas, autora del libro Mamá desobediente, comenta que, más que ofrecer disculpas, a los padres les corresponde visibilizar esta discriminación. “No tenemos marcos legales para denunciar estas malas prácticas, entonces la denuncia pasa más por la visualización de estos actos, por el uso de redes que nos permitan difundir y garantizar que no sean discriminados”, señala. “Tenemos que empezar a ver a la infancia como un bien colectivo. Estamos hablando de cuidar a los adultos de mañana, y es necesario que esta sociedad ponga en el centro los cuidados y la crianza como una responsabilidad de todos”.

Sin embargo, Anais Bonola, con más de 11 años de experiencia acompañando a niños y niñas en sus procesos terapéuticos, considera necesario mantener el equilibrio entre las necesidades de las familias (tanto hijos como padres y madres) y  las de los adultos que no quieren convivir con los pequeños, y que no por ello son los villanos de la historia. Si bien concede que vivimos en una sociedad adultocéntrica, piensa que la clave está en procurar la empatía, la escucha abierta y la comprensión. “Es tan necesario entender que los niños necesitan vivir a plenitud esa etapa tan importante para el desarrollo de una persona, como respetar que haya quienes prefieran no compartir ciertos espacios o ciertas actividades con niños y niñas”, comenta.

Que existan espacios o momentos destinados exclusivamente a los adultos está bien y no necesariamente deben verse en ello actitudes niñofóbicas, afirma la especialista. Incluso, padres y madres de familia pueden beneficiarse de esto, en aras de navegar el complicado equilibrio entre trabajo, crianza y vida social.

“Es importante permitir que los niños sean niños y se comporten como tales y que no los queramos convertir en adultos antes de tiempo. Tienen que vivir todos los procesos de acuerdo con su desarrollo, y nosotros, como adultos, debemos entender que son personas valiosas para la sociedad. A fin de cuentas, comprender a la infancia ayuda a comprender la vida adulta”, señala Bonola Barroeta.

Hacia un cambio de paradigma

Mónica González Contró, directora del IIJ, afirma que la legislación al respecto en México, aunque reciente, sí reconoce los derechos de niñas, niños y adolescentes. Sin embargo, a escalas social y cultural, son ignorados.

Apunta que, en el contexto de una sociedad que hace muy patentes las asimetrías de poder entre las personas adultas y las jóvenes, surge el adultismo, definido como una actitud discriminatoria hacia niños, niñas y adolescentes, basada en la supuesta superioridad de las personas adultas.

Cabe señalar que fue apenas en el  año 2000 que el Artículo 4 de la Constitución reconoció el principio de interés superior de la niñez, en tanto que en 2014 se aprobó la Ley General de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, a partir de la participación de México en la Convención sobre los Derechos del Niño, que recoge los derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales de las infancias.

María Elisa Franco Martín del Campo, coordinadora del Observatorio del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (OSIDH), aporta que, de acuerdo con el documento avalado por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), corresponde al Estado, a la sociedad y a la familia responder a las obligaciones para procurar el bienestar de los menores de 18 años. Considera también que el marco normativo mexicano responde bien a las necesidades de este sector. Sin embargo, la doctora en Derecho por la UNAM y egresada de la licenciatura en Derecho del ITESO, lamenta que la percepción de los derechos de los niños, niñas y adolescentes en la sociedad mexicana no esté alineada con las disposiciones legales existentes.

“Lamentablemente, seguimos teniendo discriminación en contra de niñas, niños y adolescentes. El problema no es la norma […] No hemos logrado avanzar en este cambio social y cultural; las normas están mucho más avanzadas que la forma como se perciben y se aplican estos derechos en la práctica”, añade. “Tenemos que trabajar en el cambio social para que niñas, niños y adolescentes sean considerados verdaderos sujetos de derecho y no sólo como objetos de protección, porque ahí trasciende uno de los cambios de paradigma más importantes para garantizar sus derechos. Hace falta asumir este cambio cultural y social”.

González Contró menciona que es necesaria la visibilización de la exclusión de las infancias y la reivindicación de sus derechos a partir de la función apelativa del término, en este caso, de la misopedia. Añade que este cambio cultural debe basarse, además, en la toma de conciencia social para el reconocimiento de la dignidad de las personas, sin importar su edad. Para alejarse de comportamientos discriminatorios, cada vez más integrados y normalizados en las dinámicas sociales, es necesario cambiar la forma en la que la sociedad se refiere y trata a las infancias, reitera la psicóloga Anais Bonola.

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MAGIS, año LX, No. 502, noviembre-diciembre 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de noviembre de 2024.

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