Cada generación tiene sus propias expectativas al respecto del fin del mundo. Expectativas que, hay que decirlo, siempre se han visto defraudadas —si no, ¿cómo es que seguimos aquí?
El fin del mundo está a la vuelta de la esquina. El problema es que ignoramos dónde está esa esquina. Posiblemente cuando usted lea estas líneas ya habrá sucedido, pero entonces, ¿quién estará leyendo y dónde estarán escritas estas líneas? Otro problema es que no seamos capaces de ponernos de acuerdo respecto a lo que significa esa noción a la que vagamente han aludido los profetas de todos los tiempos: ¿la extinción de toda forma de vida en el planeta, o sólo de la humanidad? ¿El colapso del universo? Y, encima, tampoco se puede pensar en el Apocalipsis sin imaginar lo que sucederá después: acaso tengamos claro que nada es para siempre, y que todo lo que hay terminará, pero ¿luego qué?
Cada generación tiene sus propias expectativas al respecto, que siempre se han visto defraudadas —si no, ¿cómo es que seguimos aquí? Y mientras progresa la fabricación de otras nuevas, el mundo sigue girando implacablemente hacia su aniquilación. Acaso por pensar tanto en el tema, nos hemos desentendido de lo evidente: el fin del mundo empezó desde que éste comenzó a existir. m